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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (15 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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Cuando llegaron al castillo, los barcos que iban en la vanguardia de la disgregada flotilla estaban justo delante del
Spartan
, y podían verse al mismo tiempo una imagen de la paz, caracterizada por la lentitud y el desorden, y una de la dura guerra: un desordenado grupo de barcos que se dirigían lentamente al noroeste mientras otros dos barcos actuaban con violencia el uno contra el otro navegando tan velozmente como podían hacia el este, y que iban a atravesar a gran velocidad aquel grupo.

Más o menos una hora después, los vizcaínos desaparecieron tras el horizonte, llevándose consigo todas las reflexiones filosóficas. Stephen y Martin bajaron, pero Jack Aubrey se quedó en el castillo observando la presa, la enorme cantidad de velamen que la fragata llevaba desplegado y los cambios del tiempo. Estaba preocupado por la colocación de las velas, pues la fragata tenía la popa bastante hundida y pensaba que eso podría perjudicarla si se desataba una tormenta.

—Señor Mowett —dijo cuando volvió a la popa—, creo que deberíamos colocar estrelleras y bajar las carronadas a la bodega, y luego prepararnos para tirar por la borda el agua de los toneles más cercanos a la popa, unas diez toneladas en total. Y por favor, pida al contramaestre que tenga preparados varios tipos de cabos de refuerzo porque el barómetro está bajando y podría desatarse una tormenta. Voy a enseñar a los guardiamarinas cómo averiguar con un sextante si la ventaja de la presa está aumentando o no, y después me acostaré un rato.

Fue un acierto hacerlo, pues cuando la luna salió empezaron a llegar fuertes ráfagas de viento que chocaban contra la cara redonda e insulsa del mascarón y atravesaban las crecientes olas. Mowett ya había ordenado arriar las alas inferiores cuando Jack regresó a la cubierta, y a medida que la noche fue avanzando, ordenó arriar más velas hasta que la fragata se quedó sólo con las velas de capa, las mayores con algunos rizos y la gavia mayor y el velacho arrizados. No obstante, el guardiamarina de guardia daba cada vez con más alegría los resultados obtenidos con la corredera: «Seis nudos y medio, señor, con su permiso… Seis nudos y dos brazas…

Casi ocho nudos… Ocho nudos y tres brazas… Nueve nudos… Diez nudos! ¡Oh, señor, está navegando a diez nudos!».

Puesto que las mayores estaban arrizadas, Jack podía ver la presa desde el alcázar. La veía claramente a la brillante luz de la luna, pues aunque el viento soplaba desde el oeste y rolaba hacia el sur, había pocas nubes en el cielo y las pocas que había eran como velos translúcidos. A pesar de que el mar aún no estaba muy agitado —las olas eran pequeñas, no de la magnitud que solían ser en el Atlántico—, la superficie estaba salpicada de blanco, y el
Spartan
parecía completamente negro incluso cuando la luna había descendido mucho por el oeste y estaba a cierta distancia de su popa. Tenía desplegado casi el mismo velamen que la
Surprise
y sus hombres izaron la juanete de proa en dos ocasiones, pero tuvieron que arriarla las dos veces.

Jack cogía el timón a ratos. A esa velocidad, las diversas vibraciones que sentía cuando sujetaba las cabillas, tanto las producidas por el propio timón al moverse como las producidas por el tablón y las cuerdas que lo hacían girar, le indicaban muchas cosas acerca de la fragata, como, por ejemplo, si soportaría que soltaran un rizo más o si el velamen desplegado ejercía demasiada presión, o si era conveniente colocar un foque en la parte central de un estay. Aunque habló muy poco con los oficiales que sucesivamente se hicieron cargo de la guardia —Maitland, Honey y el oficial de derrota—, la noche le pareció corta. En cuanto amaneció fue a tomar el primer desayuno. El barómetro había seguido bajando poco a poco, y, aunque el viento no podía considerarse un vendaval, era muy fuerte y probablemente llegara a serlo aún más. Entonces decidió que ordenaría amarrar los cabos de refuerzo a los topes dentro de poco, así que se terminaran de subir los coyes y todos los marineros estuvieran en cubierta.

—Perdone, señor —dijo Mowett desde el umbral de la puerta—, pero el barco corsario tomó la delantera y ya tiene las guindalezas amarradas a los topes.

—¿Ah, sí? —preguntó Jack—. ¡Maldito cerdo! Ven a tomar una taza de café conmigo para reanimarnos, Mowett. Luego subiremos a la cubierta, donde la virtud, unida al viento favorable y a nuestros sinceros deseos, ayudará a hinchar las velas,; ¡ja, ja, ja! Eso es de Dryden, ¿sabes?

Al llegar a cubierta, Jack vio que, efectivamente, el capitán del barco se le había anticipado y había reforzado los mástiles. Ahora el barco tenía las gavias muy hinchadas y avanzaba más rápido que la fragata. La
Surprise
navegaba a diez nudos, mientras que el barco navegaba a once o más y formaba a proa una gran ola que podía verse claramente a tres millas de distancia.

—¡Que vengan todos los marineros! —ordenó Jack.

Entonces en la cubierta inferior se oyeron los gritos: «¡Arriba, dormilones! ¡Levántense y lávense! ¡Levántense y lávense! ¡Arriba, arriba! ¡Levántense y recojan!».

Amarrar las guindalezas y otros cabos a los topes era una operación tan sencilla que Jack se había preguntado muchas veces por qué tan pocos capitanes recurrían a ella cuando hacía mal tiempo. Pero puesto que era una operación que llevaba mucho tiempo, antes de que en la
Surprise
estuvieran amarrados y tensos los fuertes cabos de refuerzo, el
Spartan
había adelantado una barbaridad. Ya no se le veía el casco, salvo cuando estaba en la cresta de una ola, y navegaba a gran velocidad y con una extraordinaria cantidad de velamen desplegado. Observándolo por el catalejo, de repente Jack pensó: «Si un barco pesquero pasara por delante de él, lo atravesaría de un lado al otro».

Mandó a los marineros a desayunar en dos grupos y después ordenó desplegar más velas cautelosamente, una a una. La velocidad de la fragata aumentó y los innumerables sonidos que acompañaban sus movimientos sufrieron cambios: subieron dos tonos. Jack miró por el rabillo del ojo hacia el pasamano de barlovento y vio que todos los guardiamarinas y muchos marineros de la guardia de babor estaban comiendo galletas y reían satisfechos porque navegaban a una velocidad vertiginosa.

También notó algo mucho más importante: que el viento aumentaba de intensidad y seguía rolando hacia el sur. El viento continuó así durante la guardia de mañana, y cuando empezó a soplar desde el suroeste trajo consigo nubes bajas que pasaban velozmente por encima del mar. El amanecer había sido gris y ahora una espesa niebla amenazaba con cubrirlo todo. Al final de la guardia, la
Surprise
había recuperado una de las millas que había perdido (de las dos embarcaciones, era la que navegaba más rápido entre el fuerte oleaje), pero Jack pensaba que si no alcanzaba el
Spartan
antes de que cayera la noche, perdería su rastro en la oscuridad.

Por otro lado, como el viento había rolado, ahora soplaba en la misma dirección de las olas, que eran cada vez más grandes. Tanto el viento como las olas azotaban la fragata por la popa y hacían bajar y subir alternativamente la proa y la popa cuarenta y un grados cuando los oficiales se sentaron a la mesa con sus invitados, el capitán Aubrey y el guardiamarina Howard. Aunque todos los presentes habían navegado en peores condiciones atmosféricas al sur del cabo de Hornos, el tiempo restó esplendor al banquete. Los oficiales querían agasajar al capitán con tortuga fresca y otras muchas delicias, pero como los fuegos de la cocina se habían apagado pronto, en cuanto hirvió la carne de vaca salada de los marineros, los alimentos habían quedado tibios o fríos; sin embargo, la comida incluía cabeza de cerdo en salmuera, uno de los platos favoritos de Jack, y pudín de melaza, que, según él, era mejor comerlo no demasiado caliente.

—Ayer hablaba usted de la miseria de los intelectuales —dijo Stephen a Martin, que estaba al otro lado de la mesa—, pero ninguno de los dos nos acordamos de mencionar al pobre Adanson. ¿Sabe usted lo que le ocurrió, señor? —preguntó dirigiéndose a Jack—. Michael Adanson, el ingenioso autor de
Familles naturelles des plantes
, a quien todos debemos tanto, presentó en la Academia de las Ciencias de París veintisiete largos volúmenes manuscritos con la clasificación de todos los seres y las sustancias conocidos de la naturaleza, más otros ciento cincuenta, repito, ciento cincuenta, donde aparecen cuarenta mil especies ordenadas alfabéticamente y cuarenta mil dibujos, más un volumen con un vocabulario de doscientas mil palabras con la correspondiente explicación de su significado, más el relato de algunas de sus experiencias, más treinta mil ejemplares de los tres reinos en que se agrupan los seres naturales; y recibió una respetuosa ovación. Pero cuando ese gran hombre, en honor al cual Linneo llamó al baobab
Adansonia digitata
, fue invitado a ser miembro del instituto de Francia, poco antes de que yo diera una conferencia allí, no tenía ni una chaqueta ni una camisa ni siquiera un par de calzones decentes para poder asistir a él. ¡Que Dios le tenga en la gloria!

—Eso fue horrible, indudablemente —dijo Jack.

—Y tenía que haberme acordado de Robert Heron —dijo Martin—, el autor de
The Comforts of Life
, que escribió ésa y muchas otras obras eruditas en Newgate. Fui yo quien escribió la petición de ayuda que hizo a la Asociación Literaria, porque él no tenía fuerzas, y en ella declaraba que trabajaba entre doce y dieciséis horas diarias. Cuando los médicos le examinaron, vieron que tenía disminuidas todas sus facultades por lo que ellos llamaban «el imprudente uso de la mente en largos e ininterrumpidos trabajos literarios».

Jack tenía tres cuartos de su atención puestos en otra parte, pues los cambios de movimiento del suelo bajo sus pies y del vino en su copa le indicaron que el viento estaba rolando de nuevo y con rapidez, y variaba bruscamente de intensidad. Por esa razón, no se enteró de algunas de las calamidades que habían sufrido los intelectuales, pero volvió a poner su atención allí a tiempo para oír a Stephen decir:

—Smollet, al referirse a la posibilidad de que sus amigos le hubieran advertido lo que le esperaba al convertirse en escritor, dijo: «Probablemente, me hubiera ahorrado el increíble esfuerzo que he hecho y la gran decepción que he sufrido».

—Piensen en Chatterton —dijo Martin.

—Piensen en lo que dijo Ovidio en la húmeda y fétida orilla del frío mar Negro: «
Omnia perdidimus, tantummodo vita relicta est / Praebeat ut sensum materiamque mali».

—Sin embargo, caballeros —dijo Mowett, sonriéndoles—, es posible que haya algunos escritores afortunados.

Ni Stephen ni Martin parecían convencidos de ello, pero antes de que pudieran replicar, se oyeron en cubierta gritos triunfantes y ensordecedores que ahogaron los rugidos del viento y el mar. Luego llegó Calamy con la capa de agua chorreando e informó que la trinquete de la presa se había rajado.

Efectivamente, la trinquete se había rajado y, aunque los tripulantes, con la habilidad propia de los buenos marinos, quitaron todos los rizos del velacho para desplegarlo, la
Surprise
había adelantado más de una milla antes de que el barco recuperara del todo la velocidad que tenía.

Jack y Mowett permanecieron en el castillo observando el
Spartan.

—No sé, no sé —murmuró Jack, pensando que si se acercaba al barco quinientas o seiscientas yardas, dispararía un cañón de proa con la esperanza de cortar la jarcia o derribar un palo, o al menos hacer un agujero en alguna de sus tensas velas, y que si conseguía alguna de estas cosas, podría abordarlo antes del anochecer.

La
Surprise
se balanceaba y cabeceaba violentamente, pero como tenía el cañón de barlovento muy elevado y los artilleros eran excelentes, aún podría hacer devastadores disparos durante un rato. Una cortina de lluvia separó en ese momento las dos embarcaciones y el
Spartan
desapareció.

—Creo que va a virar en redondo —dijo Jack—. Ordena quitar los rizos a la gavia mayor y di al condestable que se prepare para hacer un disparo para comprobar su alcance.

Una enorme ola cubrió la popa de la fragata y Jack se empapó mientras corría muy inclinado hacia delante por el pasamano. El aire estaba lleno de espuma, y parecía que el mal tiempo iba a durar toda la noche. Las velas ejercían ahora una gran presión, pues Jack había ordenado cambiar su orientación de acuerdo con el cambio del viento, y cuando los tripulantes quitaron los rizos de la gavia mayor, la popa de la fragata se hundió un poco más. Por tanto, la cubierta se inclinó otros cinco grados, y Jack se agarró mecánicamente a una burda. Jack estaba encantado de navegar a tan gran velocidad y de sentir el fuerte viento y el sabor a mar en la boca; sin embargo, no era el único que estaba encantado de eso, pues los cuatro marineros que llevaban el timón y el oficial que gobernaba la fragata tenían una expresión satisfecha, y el guardiamarina que hacía las mediciones con la corredera, cuando al poco rato sonaron las dos campanadas de la guardia de primer cuartillo, se mostró sonriente al informarle:

—Once nudos y medio, señor, con su permiso.

Aunque la diferencia entre dos y tres nudos era irrelevante, a esa velocidad se notaba mucho incluso un aumento de medio nudo, que, por otra parte, era muy difícil de conseguir. Ya habían sonado las dos campanadas, lo que significaba que faltaba poco para que se extinguiera la luz del día, y todo tendría que hacerse muy rápidamente, si es que se lograba hacer. En ese momento Jack vio por el catalejo que los tripulantes del
Spartan
estaban arrojando el agua por la borda en dos gruesos chorros que caían por sotavento, lo que suponía varias toneladas de peso menos.

Cuando la fragata se elevaba en el cabeceo, el condestable disparó el cañón de proa y, casi en el mismo momento, una violenta ráfaga de viento rasgó la gavia mayor de la
Surprise
.

Los marineros corrieron a coger las escotas, las drizas, los brioles y los chafaldetes y, en cuanto recibieron la orden, plegaron la vela rota y ondulante hasta que llegó a la cofa, donde la soltaron de la verga para mandarla abajo. Luego se quedaron en lo alto de la jarcia, que era comparable a la represa de un molino porque no había allí ni un soplo de viento. Al mismo tiempo, el contramaestre, el velero y sus respectivos ayudantes sacaban por la escotilla de proa una enorme masa de tela difícil de manejar, una gavia hecha de lona del número 2.

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