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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (64 page)

BOOK: El rey del invierno
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El príncipe Meurig, —admitió Arturo, había dicho una verdad desagradable, puesto que era él el causante de la guerra. De no haber rechazado él a Ceinwyn, no se habría producido enemistad entre Powys y Dumnonía. El país de Gwent estaba implicado en tanto que enemigo más antiguo de Powys y amigo de Dumnonía desde siempre, pero a Gwent no le interesaba continuar las hostilidades.

—Si yo no hubiese venido a Britania —dijo Arturo—, el rey Tewdric no tendría que enfrentarse hoy a la violación de su tierra. Esta guerra es mía y habiéndola empezado yo, yo he de concluirla. —Hizo una pausa; la emoción lo embargaba con facilidad, y en aquel momento los sentimientos lo desbordaban—. Mañana parto hacia el valle del Lugg —dijo al fin, y por un momento espantoso creí que pensaba entregarse a la cruel venganza de Gorfyddyd, pero al punto mostró su generosa sonrisa de costumbre— y mucho me agradaría que me acompañarais, aunque bien sé que no tengo derecho a pedíroslo.

Se hizo el silencio en la estancia. Me imaginé que todos pensábamos que el combate en el valle parecía peligroso aun contando con los ejércitos de Gwent y de Dumnonia, pero ahora, con sólo los hombres de Dumnonia, ¿cómo podríamos vencer?

—Tenéis derecho a exigir que os acompañemos —dijo Culhwch rompiendo el silencio—, puesto que juramos prestaros servicio.

—Quedáis libres del tal juramento —dijo Arturo—, y sólo pido que sí vivís, mantengáis mi promesa de que Mordred llegue a reinar.

De nuevo se hizo el silencio. Ninguno de nosotros, según creo, vaciló en su lealtad, pero tampoco supimos expresarla hasta que Galahad tomó la palabra.

—Yo no os he jurado nada pero lo hago ahora. Donde vos luchéis, señor, lucharé yo; vuestro enemigo es mí enemigo y vuestro amigo, mi amigo. Lo juro por la preciosa sangre de Cristo. —Se inclinó hacia delante y, tomando la mano de Arturo, se la besó—. Que pierda la vida si falto a mi palabra.

—Para hacer un juramento hacen falta dos hombres —intervino Culhwch—. Aunque vos me liberéis del que pronuncié en su día, yo no me libero.

—Yo tampoco, señor —añadí.

Sagramor nos miró con cara de hastío.

—A vos me debo —le dijo a Arturo—, y a nadie más.

—¡Al diablo con el juramento! —exclamó Morfans el feo—. Yo quiero luchar.

Arturo tenía lágrimas en los ojos. Tardó un rato en recuperar el habla, de modo que se puso a revolver el fuego hasta que logró atenuar el calor que daba y redoblar el humo que desprendía.

—Vuestros hombres no están atados por un juramento —dijo con voz ronca—, y mañana en el valle del Lugg no quiero más que voluntarios.

—¿Por qué mañana? —cuestionó Culhwch—. ¿Por qué no pasado mañana? Cuanto más tiempo tengamos para prepararnos, mejor, ¿no es cierto?

Arturo negó con la cabeza.

—Aunque aguardáramos un año entero, no estaríamos mejor preparados. Además los espias de Gorfyddyd ya habrán partido hacia el norte con la noticia de que Tewdric acepta las condiciones de Gorfyddyd; por tanto, debemos atacar antes de que esos mismos espias se percaten de que los dumnonios no nos retiramos. Atacaremos mañana al amanecer. —Me miró—. Atacareis vos en primer lugar, lord Derfel, de modo que debéis reuníros esta noche con vuestros hombres para hablarles; si no se prestan voluntarios, no les obliguéis, pero en caso de que acepten, Morfans os dirá lo que debéis hacer.

Morfans había recorrido toda la línea enemiga para exhibirse disfrazado de Arturo, con su armadura, pero también con la intención de llevar a cabo un reconocimiento de las posiciones del enemigo. En ese momento tomaba puñados de grano de un cuenco y los colocaba encima de su manto, que había extendido a modo de representación del valle del Lugg.

—El valle no es alargado, pero las laderas son escarpadas. Aquí, en el extremo sur, se encuentra el parapeto —dijo señalando un punto figurado del valle—. Han abatido árboles y levantado una empalizada suficiente para detener el paso de los caballos, pero un puñado de hombres no tardaría mucho en apartar los árboles. Éste es su punto débil —añadió indicando la montaña occidental—. Es un pico de difícil acceso por el lado norte del valle, pero la ladera que lleva al parapeto es fácil de bajar. Subid a este monte durante la noche y al amanecer atacáis colina abajo y desmanteláis la barrera de árboles mientras ellos se desperezan. Entonces podrán entrar los caballos. —Sonrió al imaginarse la sorpresa del enemigo.

—Vuestros hombres están hechos a caminar de noche —me dijo Arturo—, de modo que mañana al alba caéis sobre el parapeto, lo destruís y mantenéis la posición el tiempo necesario hasta que lleguen los caballos. Tras los caballos llegarán nuestros lanceros. Sagramor irá al mando de los lanceros por el valle mientras yo, con cincuenta hombres a caballo, caigo sobre Branogenium.

Sagramor no reaccionó en forma alguna ante el anuncio de que estaría al mando del grueso del ejército de Arturo.

Los demás a duras penas conteníamos nuestro asombro, no por el nombramiento de Sagramor sino por la táctica ideada por Arturo.

—¿Cincuenta hombres a caballo contra el ejército de Gorfyddyd en pleno? —inquirió Galahad sin dar crédito a sus oídos.

—No vamos a tomar Branogenium —admitió Arturo—, no estamos en condiciones siquiera de aproximarnos, pero les incitaremos a perseguirnos, y en la persecución los arrastraremos hasta el valle. Sagramor les saldrá al paso en el extremo norte del valle, donde el camino vadea el río, y cuando ataquen, os retiráis. —Nos miró uno por uno para comprobar si habíamos entendido sus instrucciones—. Batirse en retirada. Esa es la consigna, batirse en retirada. íQue crean que han vencido! Y cuando los hayáis encajonado en las profundidades del valle, yo atacaré.

—¿Desde dónde? —pregunté.

—¡Desde atrás, naturalmente! —Arturo, habiendo cobrado energías ante la perspectiva de la batalla, ardía de entusiasmo nuevamente—. Cuando la caballería se retire de Branogenium no entraremos en el valle, sino que nos ocultaremos en el extremo norte, un lugar poblado de árboles. Tan pronto como se hayan metido en la boca del lobo, nosotros caeremos sobre su retaguardia.

Sagramor miraba los montoncitos de grano.

—Los Escudos Negros irlandeses, desde Monte Coel —dijo con su marcado acento— pueden dirigirse hacia las montañas del sur y atacarnos por la retaguardia. —Ilustró su idea empujando con un dedo los granos desperdigados en el extremo sur del valle. Se refería a los temidos guerreros de Oengus Mac Airem, rey de Demetia, bien conocidos por todos nosotros, pues habían sido aliados nuestros hasta que Gorfyddyd compró con oro la lealtad de su rey—. ¿Queréis que detengamos a un ejército por delante y a los Escudos Negros por detrás? —preguntó.

—Ahora comprenderéis —contestó Arturo con una sonrisa— por qué os libero de vuestros juramentos. Pero tan pronto como Tewdric tenga noticia de que hemos presentado batalla, acudirá en nuestra ayuda. A medida que el día transcurra, Sagramor, te darás cuenta de que tu línea de defensa se refuerza de minuto en minuto. Los hombres de Tewdric se enfrentarán al enemigo desde Monte Coel.

—¿Y si no fuera así? —inquirió Sagramor.

—En ese caso, seguramente nos derrotarían —admitió Arturo con serenidad—, y con mi muerte, Gorfyddyd conseguirá la victoria y Tewdric la paz. Ceinwyn recibirá mi cabeza como regalo el día de su boda y vosotros, amigos míos, lo celebraréis en el más allá, donde espero que me guardéis un sitio a la mesa entre vosotros.

Callamos todos. Arturo se mostraba seguro de que Tewdric intervendría en la batalla, pero los demás albergábamos dudas. En mi opinión, Tewdric podría preferir que Arturo y sus hombres perecieran en el valle del Lugg y librarse así de una molesta alianza, pero me dije que los asuntos de alta política no eran de mi incumbencia. Yo debía preocuparme de sobrevivir hasta el día siguiente, y al observar la tosca maqueta del campo de batalla de Morfans empecé a preocuparme de la ladera occidental sobre la cual habíamos de caer al alba. Pensé que sí nosotros podíamos atacar aquel punto, el enemigo podría hacer lo mismo.

—Nuestra defensa quedará rodeada —dije expresando mi principal preocupación.

Pero Arturo hizo un gesto negativo con la cabeza.

—El lado norte de la ladera es demasiado escarpado para un hombre con armadura. Como maxímo enviarán a hombres de la leva, es decir, arqueros. Si puedes prescindir de unos cuantos

soldados, Derfel, apóstalos convenientemente; por lo demás, ruega que Tewdric no se demore. Para lo cual —añadió dirigiéndose a Galahad—, aunque me duela pediros que os alejéis de la línea de defensa, lord príncipe, me prestaríais un valioso servicio manana si cabalgarais conmigo como enviado ante el rey Tewdric. Como príncipe que sois, habláis con autoridad, y vos mejor que cualquier otro convenceríais de que aproveche la victoria que pretendo ofrecerle mediante mi desobediencia.

—Preferiría el combate, señor —replicó Galahad atribulado.

—Y yo —replicó Arturo con una sonrisa— preferiría la victoria a la derrota. Por tal motivo necesito que los hombres de Tewdric acudan antes del final de la jornada y vos, lord príncipe, sois el mensajero más apto que podría enviar a un rey agraviado. Debéis persuadirle, halagarlo, rogarle, pero por encima de todo, lord príncipe, debéis convencerle de que mañana, o ganamos la guerra o habremos de luchar durante el resto de nuestros días.

Galahad aceptó la proposición.

—De todas formas, ¿cuento con vuestra venia para volver y luchar junto a Derfel tan pronto lleve el mensaje? —añadió.

—Será un placer —respondió Arturo. Hizo una pausa sin apartar la vista de los montoncillos de grano—. Somos pocos —dijo simplemente—, y ellos una nutrida hueste, pero los sueños no se hacen realidad a base de cautela, sino afrontando el peligro. Tal vez mañana logremos la paz para los britanos.

Calló bruscamente, sorprendido quizá por la idea de que su ambición de paz era también el sueño de Tewdric. Tal vez se preguntara si debía luchar. Recordé entonces la ocasión en que, tras su reunión con Aelle, antes de hacer el juramento al pie del roble, Arturo había considerado la posibilidad de renunciar a la lucha; y casi esperaba que volviera a desnudar su alma, pero aquella noche lluviosa el caballo de la ambición tiraba con fuerza de su espíritu y no le dejaba imaginar la paz a cambio de su propia vida o del destierro. Deseaba la paz, pero sobre todo ansiaba dictarla personalmente.

—Que los dioses en los que crea cada cual —dijo en voz baja— os acompañen a todos mañana.

Tuve que volver a caballo junto a mis hombres. Tenía prisa y me caí tres veces. Las caídas son presagios funestos, pero el suelo estaba blando a causa del barro y no me herí sino en el orgullo. Arturo me acompañó, pero detuvo mi montura cuando todavía nos hallábamos a un tiro de lanza del lugar donde ardían las bajas fogatas de mis hombres bajo la lluvia insistente.

—Lucha por mi mañana, Derfel —me dijo— y llevarás tu propia enseña y pintarás tus escudos.

En esta vida o en la siguiente, pensé; pero no dije nada por no tentar a los dioses, pues al día siguiente nos enfrentaríamos al mundo bajo un alba gris y triste.

Ni uno solo de mis hombres trató de eludir su juramento. Algunos, unos pocos, habrían querido evitar la batalla, pero ninguno quería mostrarse débil frente a sus camaradas, de modo que emprendimos la marcha a través de los campos empapados de lluvia en medio de la noche; Arturo nos despidió y regresó al campamento donde estaban sus hombres.

Nimue quiso venir con nosotros. Nos había prometido un hechizo de ocultamiento, motivo por el cual mis hombres no deseaban dejarla atrás. Llevó a cabo el hechizo antes de iniciar la marcha, con el cráneo de una oveja que encontró, a la luz de las fogatas, en una zanja próxima a nuestro campamento. Un lobo había dado buena cuenta del animal entre unos matorrales; sacó los despojos a rastras, cortó la cabeza, la limpió de gusanos y restos podridos y luego se acuclilló ocultándose con el manto y tapando también la fétida calavera. Así permaneció largo rato, aspirando el hedor de la cabeza en descomposición; después se puso en pie y dio un desdeñoso puntapié al cráneo. Vio dónde iba a parar y, tras reflexionar unos momentos, declaró que el enemigo volvería la vista a otro lado mientras nosotros avanzábamos en la oscuridad. Arturo, fascinado por la capacidad de entrega de Nimue, se estremeció al oir el veredicto y después me abrazó.

—Estoy en deuda contigo, Derfel.

—Nada me debéis, señor.

—Una cosa al menos, sí. Te agradezco que me trajeras el mensaje de Ceinwyn. —Se había alegrado mucho al conocer el perdón de ella, y cuando le comuniqué que deseaba acogerse a su

protección, se encogió de hombros—. Nada ha de temer ella de ningún dumnonio —declaró. Me dio unas palmadas en el hombro—. Nos veremos de madrugada —prometió, y se quedo víendonos pasar de la luz de las fogatas a la oscuridad.

Cruzamos prados de hierba y campos recién segados y no hallamos más obstáculos que el suelo empapado, la oscuridad y la lluvia torrencial. La lluvia caía desde el lado izquierdo, desde poniente, y no parecía que fuese a amainar; caía en frías gotas que se clavaban como agujas y se escurrían por el interior de nuestros justillos helándonos el cuerpo. Al principio marchábamos apelotonados, pues ninguno deseaba encontrarse solo en la oscuridad, y a pesar de que atravesábamos terreno llano, nos llamábamos constantemente unos a otros en voz baja para saber dónde estaba cada cual. Algunos se agarraban al borde del manto del compañero más próximo, pero las lanzas entrechocaban y tropezábamos unos con otros, hasta que por fin nos detuvimos y formamos en dos filas, con los escudos a la espalda y sujetando con una mano el extremo de la lanza del compañero de delante. Cavan avanzaba en retaguardia asegurándose de que nadie quedara atrás y Nimue y yo abríamos la marcha. Me dio la mano no por cariño, sino por no quedar aislada en la oscuridad de la noche. En aquel momento Lughnasa era un sueño desaparecido, no porque se lo hubiera llevado el tiempo, sino por el rechazo total de Nimue a reconocer que habíamos yacido juntos bajo la enramada. Aquellas horas, igual que los meses transcurridos en la isla de los Muertos, habían servido a sus propósitos y, cumplidos éstos, perdieron toda relevancia.

Llegamos a los árboles. Tras un momento de vacilación me lancé por un empinado terraplén lleno de barro y me vi en medio de una oscuridad tan densa que creí que jamás lograría conducir a cincuenta hombres por tan horrendas tinieblas; pero entonces Nimue empezó a cantar suavemente, en voz baja, y el sonido actuó como un faro orientador que sacó a los hombres sanos y salvos de aquel oscuro obstáculo. Ambas cadenas de lanzas se rompieron, pero siguiendo la voz de Nimue avanzamos todos entre los árboles dando tumbos hasta salir a un prado al otro lado de la arboleda. Allí nos detuvimos; Cavan y yo hicimos recuento de los hombres mientras Nimue daba vueltas a nuestro alrededor musitando encantamientos contra la oscuridad.

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