Pero, ¡ay!, no es así. La glándula pineal está presente en todos los vertebrados y alcanza su mayor desarrollo en un reptil primitivo llamado tuatara. En realidad, ninguna parte de nuestro cuerpo es patrimonio del ser humano con exclusión del resto de las especies.
Vamos a ser más sutiles y a considerar la naturaleza bioquímica de los organismos. Aquí las diferencias son mucho menos marcadas que en la forma física del cuerpo y de sus partes. De hecho, los procesos bioquímicos de
todos
los organismos vivos presentan tantas similitudes, no sólo si comparamos al hombre con el mono, sino incluso con las bacterias, que de no ser por las ideas preconcebidas y el egocentrismo que define a nuestra especie, la evolución sería considerada un hecho evidente.
Tenemos que ser realmente muy sutiles y ponernos a estudiar los más finos entresijos de la estructura química de las omnipresentes y casi infinitamente versátiles moléculas de proteínas para llegar a encontrar algún rasgo que sea distintivo de cada especie. Después, gracias a las minúsculas diferencias de esa estructura química, se puede llegar a saber cuánto tiempo ha transcurrido aproximadamente desde que dos organismos se ramificaron a partir de un antepasado común.
Al estudiar la estructura de las proteínas no encontramos grandes brechas; las diferencias entre una especie y el resto no son tan enormes como para indicar que no habría habido tiempo para que esa divergencia se desarrollara a partir de un antepasado común a lo largo de toda la historia de la Tierra. Si existiera una diferencia tan marcada entre una especie y las demás, entonces esa especie en particular habría surgido de un glóbulo de vida primordial distinto al que dio origen a todo el resto. Aun así, esta especie habría evolucionado, descendería de otra especie más primitiva, pero no estaría emparentada con ninguna otra forma de vida terrestre. Pero repito que no se ha descubierto una diferencia tal y que no es probable que se descubra.
Todas
las formas de vida terrestre están interrelacionadas.
Desde luego, el hombre no está separado de otras formas de vida por alguna enorme diferencia bioquímica. Bioquímicamente está dentro del grupo de los primates, y sus diferencias no son más acusadas que las de los otros miembros del grupo. De hecho, parece estar estrechamente emparentado con el chimpancé, cuya estructura proteínica es más parecida a la humana que la del gorila o el orangután.
Así que los antievolucionistas tienen que defendernos sobre todo del chimpancé. No cabe duda de que si, como dijo Congreve, «miramos a un mono largo rato», en este caso a un chimpancé, tendremos que admitir que no existe ninguna diferencia vital entre él y nosotros, excepto el cerebro. ¡El cerebro humano es cuatro veces mayor que el del chimpancé!
Incluso esta considerable diferencia de tamaño es fácilmente explicable por la teoría del desarrollo evolutivo; sobre todo, teniendo en cuenta que los fósiles de homínidos tienen cerebros cuyo tamaño está a medio camino entre el del chimpancé y el del hombre moderno.
Pero es posible que un antievolucionista no considere dignos de atención los fósiles de homínidos y continúe afirmando que lo que cuenta no es el tamaño físico del cerebro, sino el tipo de inteligencia que opera a través de él. Podría argumentar que la inteligencia humana sobrepasa de tal modo a la del chimpancé que cualquier posible relación entre las dos especies está totalmente descartada.
Un chimpancé no sabe hablar, por ejemplo. Los esfuerzos por enseñar a hablar a las crías de chimpancé no han tenido ningún éxito, por muy pacientes, hábiles y prolongados que hayan sido. Y sin el lenguaje, el chimpancé no es más que un animal; un animal inteligente, pero nada más que un animal. Con el lenguaje el hombre se eleva a las cumbres de Platón, Shakespeare y Einstein.
¿Pero no estaremos quizá confundiendo la comunicación con el lenguaje? No cabe duda de que el lenguaje es la forma de comunicación más exquisita y eficaz que existe. (Nuestros dispositivos modernos, de los libros al aparato de televisión, transmiten el lenguaje de diferentes formas, pero sigue siendo lenguaje.)… ¿Pero acaso se trata de la única posibilidad?
El lenguaje humano está basado en la capacidad humana de controlar los rápidos y delicados movimientos de la garganta, la boca, la lengua y los labios, que. al parecer, están bajo el control de una porción del cerebro llamada «circunvolución de Broca». Si la circunvolución de Broca resulta dañada por un tumor o un golpe, el ser humano sufre afasia y es incapaz de hablar y de comprender el lenguaje… Pero un ser humano que sufra de esta enfermedad sigue siendo inteligente y puede hacerse entender por gestos, por ejemplo.
La parte del cerebro del chimpancé equivalente a la circunvolución de Broca no es suficientemente grande o suficientemente compleja como para posibilitar la aparición de un lenguaje en el sentido humano. Pero, ¿y los gestos? Los chimpancés en estado salvaje se sirven de gestos para comunicarse…
En junio de 1966 Beatrice y Allen Gardner, de la Universidad de Nevada, escogieron un chimpancé hembra de un año y medio de edad a la que llamaron Washoe, y decidieron intentar enseñarle el lenguaje de los sordomudos. Los resultados les dejaron asombrados, a ellos y a todo el mundo.
Washoe aprendió con facilidad docenas de signos y los utilizó adecuadamente para comunicar deseos y expresar conceptos abstractos. Inventó modificaciones que también utilizó adecuadamente. Intentó enseñarle el lenguaje a otros chimpancés, y estaba claro que disfrutaba con la comunicación.
Otros chimpancés han sido entrenados del mismo modo. Algunos han aprendido a ordenar fichas imantadas sobre una pared de diferentes maneras. En estos ejercicios demostraron que son capaces de tener en cuenta la gramática, y cuando sus instructores construían deliberadamente frases sin sentido no se dejaban engañar.
Tampoco se trata de reflejos condicionados. Todas las pruebas indican que los chimpancés saben lo que están haciendo, del mismo modo que los seres humanos saben lo que están haciendo cuando hablan.
Naturalmente, el lenguaje de los chimpancés es muy simple comparado con el del hombre. El hombre sigue siendo el más inteligente con gran diferencia. Pero la proeza de Washoe demuestra que nuestra capacidad de hablar sólo se diferencia de la del chimpancé de manera cuantitativa y no cualitativa.
«Mirar a un mono largo rato.» No hay argumentos válidos, excepto los basados en alguna autoridad mística, que puedan negar el parentesco del chimpancé con el hombre o el desarrollo evolutivo del
Homo sapiens
a partir del
Homo
no
sapiens
.
NOTA
Durante las últimas dos décadas me he preocupado mucho por apoyar el punto de vista evolucionista de la vida y el Universo y por oponerme a las ridículas afirmaciones de los que hablan de «creacionismo científico», un respetable sinónimo (en su opinión) de lo que no es más que «mitología religiosa».
Esto me ha convertido en uno de los principales blancos de las denuncias de los fundamentalistas, sobre todo desde que soy presidente de la Asociación Humanista Americana. Sin embargo, esta situación no me molesta. Estoy orgulloso de la clase de acusaciones que me lanzan y del tipo de denunciantes a los que atraigo.
Pero hay algo que me asombra. No creo que los fundamentalistas piensen que nada que yo pueda escribir vaya a hacer tambalearse su fe en la verdad literal del mito bíblico de la creación. Están seguros de ser firmes como el acero, duros como el granito, fieles a su credo, leales a sus creencias, inconmovibles ante la tormenta.
¿Y qué les hace creer que yo soy distinto? Algunos me envían sus pequeños folletos y panfletos y homilías; parecen creer que sólo necesito algunas frases primitivas para renunciar a tres siglos de cuidadosos y racionales descubrimientos científicos así como así. ¿Acaso creen tener el monopolio de las convicciones firmes?
Acabo de volver de un viaje por Gran Bretaña. En vista de la antipatía que siento por los viajes (que sigue inalterable), nunca creí que llegaría a caminar por las calles de Londres o a ver las piedras de Stonehenge, pero así ha sido. Por supuesto, hice el viaje de ida y el de vuelta en trasatlántico, porque nunca voy en avión.
El viaje fue un éxito rotundo. Durante la travesía oceánica hizo un tiempo estupendo; los del barco me dieron de comer todo lo que quise (por desgracia); los británicos me trataron con impecable amabilidad, aunque se quedaban mirando un poco mis ropas multicolores, y a menudo me preguntaban qué es lo que eran mi corbatas chillonas.
Steve Odell fue especialmente agradable conmigo; es el director de publicidad de Mensa, la organización de personas de elevado coeficiente intelectual que patrocinaba en cierta medida mi visita. Steve me acompañó a todas partes, me enseñó todos los monumentos de interés, evitó que me cayera en las zanjas y debajo de los coches, y durante todo el tiempo mantuvo lo que él llamaba su «tradicional reserva británica».
En general, me las arreglé para comprender casi todo lo que me decían, a pesar de la extraña forma de hablar de los británicos. Pero había una chica a la que de vez en cuando me resultaba imposible comprender, y tuve que pedirle que hablara más despacio. Pareció divertirle que no pudiera comprenderla, aunque yo, por supuesto, atribuí este hecho a su imperfecto dominio del lenguaje.
—Usted —le señalé—, me comprende
a mí
.
—Claro que le comprendo —dijo—. Usted habla despacio, babeando las palabras como hacen los yanquis.
Yo ya me había enjugado la barbilla a hurtadillas cuando me di cuenta de que la pobrecita quería decir «arrastrando las palabras»
[21]
.
Pero supongo que lo más extraordinario del viaje (que incluía tres conferencias, tres recepciones, incontables entrevistas con los diferentes medios de comunicación y cinco horas firmando libros en cinco librerías de Londres y Birmingham) es que me nombraron vicepresidente de Mensa Internacional.
Di por sentado que me habían concedido ese honor debido a mi notoria inteligencia, pero estuve pensando en ello durante los cinco días del viaje de regreso en el
Queen Elizabeth 2
y caí en la cuenta de que no sabia demasiado sobre la inteligencia.
Supongo
que soy inteligente, ¿pero cómo puedo
saberlo?
Así que creo que será mejor que piense en ello… ¿y dónde mejor que aquí, acompañado por todos mis amables amigos y lectores?
La creencia general es que la inteligencia está relacionada con (1) la fácil acumulación de conocimientos, (2) la retención de esos conocimientos y (3) la capacidad de recordar rápidamente esos conocimientos cuando es necesario.
Una persona normal que se encuentre con alguien como yo (por ejemplo), poseedor de todas estas características en un grado abundante, se apresurará a etiquetar a dicho poseedor como «inteligente», tanto más cuanto más espectacular sea la exhibición de estas características.
Sin embargo, no cabe duda de que esto es un error. Una persona puede reunir estas tres características y aun así dar claras muestras de ser estúpida, y a la inversa, una persona puede ser bastante poco extraordinaria en estos aspectos y sin embargo dar pruebas indudables de lo que, sin duda, se consideraría como inteligencia.
En los años cincuenta el país estaba invadido por programas de televisión en los que se pagaban grandes sumas de dinero a las personas capaces de responder a rebuscadas preguntas (y en condiciones de gran presión psicológica). Luego resultó que algunos de los programas no jugaban del todo limpio, pero eso no viene al caso.
Millones de espectadores estaban convencidos de que estas acrobacias mentales eran señal de inteligencia
[22]
. El concursante más notable era un empleado de correos de San Luis que, en lugar de concentrarse en algún tema que conociera bien, como hacían otros concursantes, era el rey absoluto del mundo de los hechos probados. Exhibía sus abundantes habilidades y dejó impresionada a toda la nación. De hecho, justo antes de que se pasara la moda de los programas concurso, había planes para hacer un programa titulado
Derrote al genio
, en el que este hombre seria el contrincante de todos los concursantes.
¿Genio? ¡Pobre hombre! Era apenas lo bastante competente como para ganarse modestamente la vida, y su habilidad para recordarlo todo le era de menos utilidad que si hubiera sabido andar por la cuerda floja.
Pero no todo el mundo identifica la acumulación y rápida reproducción mecánica de nombres, fechas y acontecimientos con la inteligencia. En realidad, muy a menudo la falta de esta misma cualidad está asociada a la inteligencia. ¿No han oído hablar nunca del profesor distraído?
Según cierto estereotipo popular, todos los profesores, y todas las personas inteligentes en general, son distraídas y ni siquiera son capaces de recordar su propio nombre sin hacer un terrible esfuerzo. ¿En qué consiste entonces su inteligencia?
Supongo que la explicación debe ser que una persona muy entendida dedica una parte tan grande de su intelecto a su propio campo de conocimiento que le queda poco cerebro que dedicar al resto de las cosas. Por tanto, al profesor distraído se le perdonan todos los despistes en consideración a su habilidad en su especialidad.
Sin embargo, esto tampoco es completamente válido, porque estamos jerarquizando las diferentes categorías del conocimiento y reservando nuestra admiración únicamente para algunas de ellas; tachando a algunas de puros juegos de malabares y a otras de las únicas verdaderamente «inteligentes».
Podríamos imaginar a un joven que, por ejemplo, tuviera un conocimiento enciclopédico de las reglas del béisbol, sus tácticas, sus marcas, sus jugadores y que estuviera al tanto de todos los acontecimientos relacionados con este deporte. Podría llegar a concentrarse tan completamente en estos asuntos que se volviera terriblemente despistado en lo relativo a las matemáticas, la gramática inglesa, la geografía y la historia. Entonces no se le perdonarían sus carencias en algunos temas en consideración a sus éxitos en otros; ¡seria
tonto!
Por otra parte, el mago de las matemáticas que es incapaz de distinguir a un bateador de una carrera completa, incluso después de que se lo hayan explicado, no obstante sigue siendo
inteligente
.