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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (40 page)

BOOK: El segundo imperio
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Corfe se encontró frente a una ancha avenida abierta entre la multitud, retenida por dos hileras de soldados torunianos. El ruido era ensordecedor, y el sol sorprendentemente cálido. La mano de Odelia estaba fresca cuando se la apretó, sin embargo. Parecía insustancial como la paja entre sus fuertes dedos.

Albrec ascendió al estrado, con el rostro oscurecido por alguna preocupación desconocida. Se inclinó ante el rey y la reina.

—Perdonad, majestades. Consideraría un honor que me permitierais estar presente en este momento. Me mantendré apartado.

Odelia parecía a punto de negarse, pero Corfe le indicó que se acercara.

—Desde luego, padre. Después de todo, vos conocéis mejor que nosotros a la realeza merduk. —¿Por qué parecía tan inquieto el pequeño monje? Se estaba secando el sudor de la frente con una manga—. Albrec, ¿os encontráis bien? —le preguntó Corfe en voz baja.

—Corfe, debo…

Y en aquel momento volvieron a sonar las malditas trompetas. Se acercaba una hilera de elefantes cargados con palanquines, pintados, cubiertos de telas y enjoyados tan suntuosamente que parecían bestias de leyenda. Sobre el primer animal, que había sido pintado de blanco, Corfe pudo distinguir la corpulenta silueta tocada con un turbante del hombre que debía de ser Aurungzeb, y junto a él, bajo el lujoso toldo, la sombra más delgada de su reina.

La parte ceremonial no debía durar más de unos minutos. En la sala de audiencias del palacio, dos copias del tratado esperaban a ser firmadas, y aquél era el verdadero sentido del día. Luego habría un banquete, más ciertos entretenimientos planeados por Odelia, y todo habría terminado. Aurungzeb no se quedaría en Torunn a pasar la noche, con o sin tratado.

Formio y Aras aparecieron al pie del estrado. Corfe pensaba que era justo que estuvieran allí en aquel momento. Ambos se habían hecho buenos amigos pese a sus diferencias. El Aras de aquel momento estaba muy lejos del joven pomposo al que había conocido en Staed. ¿Cómo lo había descrito Andruw? «Todo vinagre», sí, eso era. Y Corfe sonrió. «Espero que puedas ver esto, Andruw. Tú lo hiciste posible, tú y todos esos salvajes».

Tantos fantasmas.

El elefante se detuvo, y se arrodilló con la facilidad de un perro faldero bien entrenado. Aparecieron criados vestidos de seda, que ayudaron al sultán y su reina a descender del alto palanquín. Una nube de personas, brillantes como mariposas de seda, se afanó en torno a la pareja. Corfe miró a Odelia. Ella asintió, y ambos se pusieron en pie para saludar a sus invitados.

El sultán era un hombre alto, media cabeza más que Corfe. La anchura de sus hombros quedaba algo estropeada por la panza que había empezado a desarrollarse bajo la faja que le ceñía la cintura. Tenía una barba enorme, ancha como una escoba, y su turbante, blanco como la nieve, estaba abrochado con un broche de rubíes. Los ojos bajo el borde del turbante brillaban de inteligencia e irritación: Claramente, no le gustaba nada que, gracias al estrado, Corfe y Odelia lo miraran desde arriba.

Corfe pudo ver muy poco de la reina de Aurungzeb, excepto el hecho de que estaba embarazada. Vestía de seda azul, un color que gustó inmediatamente a Corfe. Le hizo pensar en los ojos de su primera esposa. Su rostro había sido atrozmente maquillado por encima del velo, con antimonio en las cejas y kohl en los párpados. No levantó la cabeza, sino que mantuvo la mirada resueltamente clavada en el suelo. Tras ella se situó un anciano merduk de mirada directa y rostro formidable. Parecía un padre excesivamente protector.

El chambelán del sultán había aparecido para anunciar la llegada de su señor, pero Aurungzeb no aguardó a que empezaran las formalidades diplomáticas. En lugar de ello, ascendió al propio estrado, lo que hizo que los guardias catedralistas de Corfe empezaran a desenvainar sus espadas. Corfe levantó una mano, y los soldados se relajaron.

El sultán habló por encima de él.

—De modo que sois el hombre contra quien he estado luchando —dijo, en un normanio sorprendentemente bueno.

—Lo soy.

Se miraron uno al otro con franca curiosidad mutua. Finalmente, Aurungzeb sonrió.

—Creí que seríais más alto.

Ambos se echaron a reír, e, increíblemente, Corfe descubrió que simpatizaba con el otro hombre.

—Veo que también está aquí vuestro pequeño sacerdote loco… Excepto que no está loco, por supuesto. Hermano Albrec, habéis vuelto nuestro mundo del revés. Espero que estéis satisfecho de vuestra obra.

Albrec se inclinó en silencio. El sultán dirigió una inclinación de cabeza a Odelia.

—Señora, espero que estéis en buen… que estéis bien. Sí, ésa es la palabra.

Tomó la mano de Odelia y la besó, para dedicar luego su atención al catedralista más cercano, que le observaba con desconfianza.

—Creí que los habíamos matado a todos —dijo afablemente.

El rostro de Corfe se ensombreció.

—No a todos.

—Se os deben estar acabando las armaduras de ferinai. Tal vez pueda enviaros unos cuantos centenares.

—No será necesario —dijo suavemente Odelia—. Capturamos muchas en Armagedir.

Fue el turno del sultán para fruncir el ceño. Pero no por mucho tiempo.

—Parece que he olvidado los buenos modales. Permitidme presentaros a mi reina. Ahara… Ayúdala a subir, Shahr Baraz. Eso es.

El anciano y severo merduk ayudó a la reina a subir al estrado. En torno al pequeño grupo de figuras, la multitud había enmudecido, observando el desarrollo de los acontecimientos como si se tratara de una obra de teatro preparada para su entretenimiento.

—Ahara nació en Aekir —explicó el sultán—. Ahora está a punto de darme un hijo. El siguiente sultán de Ostrabar tendrá sangre ramusiana. Aunque sea sólo por ese motivo, es una buena cosa que esta larga guerra haya terminado al fin.

Albrec apoyó una mano en el hombro de Corfe, sorprendiéndolo. El pequeño monje lo observaba atentamente. Medio divertido, medio desconcertado, Corfe tomó la mano de la reina merduk y se la acercó a los labios.

—Señora…

Los ojos de ella estaban llenos de lágrimas. Corfe vaciló, preguntándose qué ocurría, y en aquel instante la reconoció.

La reconoció.

El apretón de Albrec en su hombro se volvió doloroso.

—Es posible que nuestros hijos jueguen juntos algún día —continuó Aurungzeb, ajeno a todo. Parecía disfrutar exhibiendo su dominio del normanio—. Imaginad cómo podríamos mejorar nuestros dos reinos, sin guerras que luchar ni fronteras que defender. Profetizo que con la firma de este tratado empezará una nueva era. Hoy es un día histórico.

Tantas cosas en un solo momento terrible. Una auténtica hueste de impulsos lo asaltó rugiendo, y Corfe los obligó a retroceder. Su vida destrozada más allá de toda esperanza de felicidad. El apretón de Albrec en su hombro, atándolo a la realidad de un mundo que de repente había enloquecido.

Los ojos de Heria no habían cambiado, pese a la pintura aplicada sobre ellos. Tal vez había en ellos cierta sabiduría nueva. Sus dedos apretaron la mano de Corfe mientras temblaban bajo los labios de él, una suave presión, nada más.

Algo se rompió en el interior de Corfe, que cerró los ojos y besó la mano de la mujer que había sido su esposa. Retuvo sus dedos un instante más; luego los soltó y se irguió.

—Espero que estéis bien, señora —dijo, con la voz áspera y densa como el graznido de un cuervo.

—Estoy bien, señor —replicó ella.

Tuvieron un segundo más para mirarse, y luego toda la locura del mundo volvió a caerles encima. Había que continuar con las ceremonias, y hacer lo que habían venido a hacer. Lo que tenían que hacer.

—¿Te encuentras bien? —susurró Odelia a Corfe mientras acompañaban a la pareja real merduk hasta los carruajes abiertos que les aguardaban.

Él asintió, con el rostro gris. Albrec tuvo que ayudarle a subir al carruaje; temblaba como un anciano.

Las multitudes recuperaron la voz, y empezaron a vitorear a su rey mientras los carruajes recorrían la breve distancia hasta las puertas abiertas de la gran sala de audiencias, donde aguardaban varias hileras de piqueros fimbrios junto a los regulares torunianos y una línea más pequeña y escarlata de catedralistas. Aras y Formio cabalgaron junto al carruaje.

—Saluda, Corfe —le dijo Odelia—. Se supone que éste es un día de alegría. La guerra ha terminado, recuérdalo.

Pero Corfe no saludó. Contempló el mar de rostros, y le pareció ver caras conocidas entre la multitud. Andruw, Marsch, Ebro, Cerne, Ranafast, Martellus. Y finalmente vio a Heria, la mujer que una vez había sido su esposa, con aquella devastadora sonrisa suya, levantando sólo un extremo de la boca.

Cerró los ojos. El rostro de Heria se había unido al fin a los de los demás muertos.

PAUL KEARNEY, nacido en Ballymena (norte de Irlanda), estudió lenguas en la Universidad de Oxford y se hizo un nombre publicando algunas novelas autoconclusivas como The Way to Babylon (1992), a Different Kingdom (1993) y Riding the Unicorn (1994), todas ellas reuniendo un tema central y común a muchas obras de temática fantástica (visto en «El Tapiz de Fionavar», por ejemplo) como es el viajero de nuestra realidad que se desplaza a un mundo alternativo. La lástima es que a pesar de las buenas críticas, no vendieron lo suficiente y se instó al autor a recauzar su obra hacia un género de fantasía épica más convencional. De ahí su incursión en «Las Monarquías de Dios», compuesta por un total de cinco volúmenes, el primero de ellos publicado en 1995, siendo el último de 2002.

Es además autor de un par de series adicionales como The Sea Beggars o The Macht. La primera, una colección de aventuras en torno al mar (cuyo primer título es The Mark of Ran, dejada de lado por la editorial Bantam en 2007), la segunda publicada bajo el amparo de la editorial inglesa Solaris Books (fundada dentro de la Black Library, especializada en «Warhammer»), para quien Kearney firmó un contrato para dicha serie, de fantasía épica con ecos de la obra cumbre del escritor griego Xenophon. Su primer título es The Ten Thousand.

Kearney ha sido nombrado al British Fantasy Award y al David Gemell Legend Award por sus «The Monarchies of God» («Las Monarquías de Dios») y «The Sea Beggars».

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