Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—El Sumo Iniciado… —empezó a decir, pero la lengua se le secó en la boca y, con ella, las palabras.
Tarod les miró y su sonrisa se hizo más amplia, súbitamente amenazadora.
—¿El Sumo Iniciado…? —repitió, con una suavidad que no engañó a sus oyentes.
Al ver que ninguno de los dos respondía, avanzó un paso, y ellos retrocedieron al unísono.
—El Sumo Iniciado —prosiguió Tarod, ahora en tono suave y malicioso— me envía sus saludos y sus disculpas. El Sumo Iniciado ha decidido que ya no puedo seguir viviendo como Adepto del Círculo; mejor dicho, que no puedo seguir vivo. El Sumo Iniciado me tiene miedo, y por eso os envía a vosotros para hacer su trabajo, furtivamente, como esos bandidos que degüellan a sus víctimas amparándose en la noche. ¿O he juzgado mal al Sumo Iniciado?
Supo la respuesta sin necesidad de mirar los pasmados semblantes. Poco a poco, cerró la mano derecha sobre la izquierda, tocando ligeramente, casi instintivamente, su anillo.
—Con que Keridil ha tomado por fin una decisión. —Miró de nuevo a los Iniciados y éstos palidecieron—. Cree que soy un embustero, y cree que soy el mal. Tal vez ahora descubrirá lo que es el verdadero mal…
El más joven de los presuntos asesinos se dejó llevar por el pánico. Incitado por las palabras de Tarod, un terror ciego anuló su razón y, súbitamente, saltó sobre el hechicero de cabellos negros, levantando la espada, dispuesto a matar. Por un instante, Tarod se sorprendió; después, con tal rapidez que ninguno de sus dos atacantes se dio cuenta de ello hasta que fue demasiado tarde, desenvainó su cuchillo y lo levantó para parar el golpe. Chocaron ruidosamente los metales, saltaron chispas al encontrarse las dos hojas, y el cuchillo de Tarod se hundió hasta el mango en el pecho de su adversario.
El Iniciado se tambaleó, soltó la espada y se apoyó de espaldas en la pared. Su cara había palidecido de espanto y de dolor, la sangre brotó a raudales de la larga y curva herida del torso. Después cayó de rodillas y Tarod volvió su atención a su compañero.
El Iniciado mayor había adoptado una posición entre agresiva y defensiva, sosteniendo la espada con ambas manos. Tarod le miró un breve instante; después, hizo un ligero movimiento con la mano izquierda. El anillo resplandeció, como si cobrase vida de repente, y el hombre retrocedió tambaleándose y lanzando un alarido al ser alcanzado de lleno por una fuerza colosal y sentir que le ardían los ojos. Ciego, cayó al suelo y Tarod se inclinó sobre él. Habló, casi sin poder controlar la voz:
—Dile a tu traidor Sumo Iniciado que, si quiere tenérselas conmigo, será mejor que lo haga en persona, ¡en vez de enviar a unos niños en su lugar!
El Iniciado cegado estaba demasiado aterrorizado y dolorido para responderle. Abrió la boca, pero ninguna palabra salió de ella, y su mano, que se movía a tientas, no encontró nada. Sintió que se agitaba el aire a su alrededor, como si alguien o algo se moviese, y lo último que oyó, antes de sumirse en el olvido, fue el furioso golpe de la puerta exterior al cerrarse.
Si los Siete Dioses y todas sus legiones le hubiesen cerrado el camino en aquel momento, Tarod les habría derribado sin pensarlo. Se dirigió a la escalera principal, y, bajó de tres en tres los escalones, salió al gran vestíbulo y lo cruzó, sin reparar en el cuchillo ensangrentado que colgaba de nuevo de su cinto, manchando su ropa y su mano izquierda. Todos sus sentidos estaban embotados; lo único que sentía era una enorme y sofocante amargura por la magnitud de la traición de Keridil. Fingir amistad, jugar con el lazo que les había atado desde la infancia, con el único fin de intentar un frío y cínico asesinato…, todavía no podía creerlo. Pero los dos hombres con sus espadas desenvainadas no habían sido fruto de su imaginación.
Al parecer desde muy lejos, alguien gritó su nombre; él hizo caso omiso de la llamada, apartó a un criado de su camino y oyó una exclamación de sorpresa. Hasta aquel momento, pocos moradores del Castillo, aparte de Keridil y de los miembros más ancianos del Consejo, conocían los detalles de las muertes de Rhiman y Themila; Keridil quería que los hechos no se divulgasen hasta después de que muriese Tarod, y por esto nadie intentó detenerle cuando abrió de golpe la doble puerta del vestíbulo y salió al patio.
La brillante luz del sol le deslumbró, y se detuvo, confuso. Sentía una necesidad salvaje y animal de encontrar a Keridil y matarle, pero la razón se estaba ya abriendo paso entre el miasma de su cerebro. Podía vengarse, pero tendría que enfrentarse con todo el Círculo, y ni siquiera él podría resistir su fuerza combinada. No quería morir…, su venganza contra Keridil tendría que esperar.
Se volvió bruscamente y caminó en dirección a las caballerizas. Ni siquiera se había preguntado a qué lugar del mundo podía ir; lo único que le importaba era alejarse del Castillo y de su ambiente de ruindad y de traición.
Su llegada a las caballerizas hizo que los caballos pataleasen y piafasen en sus compartimientos. Fin Tivan Bruall, que había estado disfrutando de lo que consideraba una merecida siesta sobre un montón de balas de paja, se despertó sobresaltado y empezó a maldecir al intruso que venía a molestarles, a él y a los animales que tenía a su cuidado. Una mirada a la cara de Tarod cortó en seco sus maldiciones.
—La yegua alazana —dijo fríamente Tarod—. ¿Está aquí ?
—¿Aquella bestia resabiada? Está aquí, Señor, pero…
—Ensíllala. —Tarod se volvió al encargado de las caballerizas, cuando éste empezó a protestar de nuevo—. No discutas conmigo, hombre, si aprecias en algo tu cabeza. ¡Ensíllala!
Fin palideció y se dispuso a obedecer. La yegua reconoció a su antiguo jinete y captó algo de su estado mental. Luchó contra Fin, que intentaba ensillarla, tratando de morderle y desorbitando los ojos con agitación. Cuando el hombre la sacó al patio, la bestia sudaba copiosamente y estaba al borde del pánico.
—Señor, nadie podría montarla en estas condiciones —dijo Fin, desalentado. ¡Sería un suicidio!
Tarod avanzó y asió la rienda de la yegua.
—¡Déjame en paz con tus nervios!
Forzó la cabeza de la yegua, obligándola a volverla, y cuando el animal dio un paso de lado para protestar, saltó sobre la silla. La yegua se encabritó y Tarod le golpeó el flanco con el extremo de la rienda. En ese momento, sintió que despreciaba a todos los seres vivientes del mundo; no iba a dejarse dominar por un animal. Fin Tivan Bruall saltó a un lado cuando la yegua se lanzó hacia adelante. Tarod se dio perfecta cuenta de que estaba llamando la atención a todos los que se hallaban en el patio; pero, si querían detenerle, habían esperado demasiado. Retuvo a la bestia a pura fuerza de brazos hasta que estuvieron cerca de la puerta del Castillo; entonces le dio rienda suelta.
El ruido de los cascos sobre la piedra fue casi ensordecedor cuando la yegua salió disparada bajo el gran arco hasta el césped que se extendía más allá. Cruzaron a velocidad vertiginosa el Laberinto, y los contornos de la vasta costa del norte parecieron surgir, de pronto, de ninguna parte, mientras el animal galopaba sobre el peligroso camino del puente.
A Tarod no le habría importado que la yegua, en su furiosa carrera, le hubiese arrojado sobre el borde del estrecho puente de granito al mar embravecido que rugía abajo. Ahora chillaba a su montura, inclinado sobre su cuello y ordenándole que fuese más de prisa, casi incitándola a que les matase a los dos. Pero ella llegó sin tropiezo al otro lado, cruzó al galope la Península y, a medida que se alejaban del Castillo, la ciega y rabiosa locura que se había apoderado de Tarod iba desvaneciéndose, siendo reemplazada por una emoción que le atormentaba en lo más íntimo.
Había dejado atrás todo lo que había conocido, había roto los lazos que le habían atado desde la infancia. Ellos habían despreciado su lealtad, le habían maldecido, le habían condenado… El ya no era parte de su mundo, sino un proscrito. La amistad se había convertido en fiera enemistad de la noche a la mañana; su única amiga y protectora había muerto… y el Círculo no guardaba nada para él, salvo dolor.
¿Adónde podía ir? El Círculo había sido su vida; no tenía parientes ni amigos más allá de sus confines. Lo único que tenía era una sola fe, una sola esperanza.
Sashka. Ahora debía de haber salido de la casa de su padre para volver a la Residencia de la Tierra Alta del Oeste y esperarle allí. En una cosa no se hacía ilusiones: en cuanto circulase la noticia, la Señora Kael Amion le condenaría con tanta vehemencia como cualquier Iniciado del Círculo; pero la Señora Kael no era madre ni tutora de Sashka. Y su hermosa, fiel y testaruda novia no prestaría atención a las advertencias o consejos de los viejos, sino que seguiría los impulsos de su corazón.
Ahora la necesitaba más que nunca. En cuanto estuviesen de nuevo juntos, podrían trazar planes y decidir lo que había que hacer: su futuro sería ahora muy diferente, pero, pasara lo que pasara, nunca volverían a separarse…
La yegua, calmado su frenesí, había ralentizado su andadura. Más amablemente que antes, pero con mayor resolución, Tarod levantó las riendas y la condujo hacia adelante, en dirección al estrecho y peligroso camino que se adentraba hasta el corazón de las montañas.
A
unque se acercaba lo más crudo del invierno y los pocos árboles que crecían tan al norte se habían despojado de sus hojas, el jardín de la Residencia de la Hermandad de la Tierra Alta del Oeste era un lugar agradable para pasar en él un par de horas. Sashka había salido del salón de recreo, donde se presumía que ella y las otras Novicias pasarían los ratos de ocio divirtiéndose con pasatiempos propios de muchachas de su posición, y se alegraba de haberse librado de lo que consideraba tonterías de sus compañeras. Durante la visita a sus padres, casi había olvidado lo aburrida que podía ser la vida en la Residencia. Dondequiera que volviese la cara, se encontraba con alguna forma de autoridad, y para una joven acostumbrada a hacer su voluntad en todo, el reglamento de la Residencia podía ser, ciertamente, muy irritable.
Sonrió en su fuero interno mientras bajaba por uno de los senderos empedrados del jardín, deteniéndose para cortar una flor tardía de uno de los bien cuidados arbustos. En verdad, tenía que confesarse que otros factores habían influido en su rápido cambio de actitud en lo tocante a la Hermandad. Tarod le había hecho ver horizontes que se extendían mucho más lejos de lo que anteriormente había imaginado; ahora, la Hermandad, que había sido su ambición suprema, parecía un pálido sustituto, comparada con lo que había visto del Círculo y sus costumbres.
Introdujo una mano en la bolsa colgada de su cinto y, por quincuagésima vez, acarició la insignia de oro que conservaba en ella. Recordaba con satisfacción la reacción de su padre a la prenda de su noviazgo; había sido su triunfo final sobre cualquier desaprobación o duda que hubiese podido existir todavía, y desde que había mostrado orgullosamente la insignia, sólo había oído alabanzas del Adepto de alto grado que iba a honrar a su clan con su apellido, y súplicas apremiantes de que le diese la bienvenida en su casa a la primera oportunidad posible.
Lo único que la desconcertaba un poco era que Tarod no había cumplido todavía su promesa de venir a buscarla. Esto había motivado en parte su súbita decisión de regresar a la Tierra Alta del Oeste; la insistencia de sus padres se estaba haciendo engorrosa, y había deseado la relativa soledad de la Residencia en su valle aislado. Seguía estando segura de que él vendría en cuanto pudiese, pero no estaría mal que, cuando llegase a la casa de su padre, se encontrase con que ella se había ido. Una promesa, pensaba Sashka, era una promesa; si los asuntos del Círculo le habían retenido en la Península de la Estrella más tiempo del previsto, tendría que aprender que lo que necesitaba ella tenía preferencia sobre todo lo que pudiese exigirle el Castillo.
Sin embargo, no había tardado en darse cuenta de que estaba tan inquieta en la Residencia como lo había estado en la casa de sus padres. Y su inquietud mental no era en modo alguno remediada por la curiosidad de sus compañeras Novicias, que no paraban de hacerle preguntas banales sobre el Adepto a quien se había prometido, ni por la tácita pero inconfundible desaprobación de la Hermana Superiora, la Señora Kael Amion.
Sashka recordaba con cierto malestar la conversación sostenida en el despacho de la Señora Kael. Esta la había felicitado, pensando sin duda que no podía hacer otra cosa, pero su actitud había sido distante, casi fría. Sashka se había atrevido a preguntarle sin ambages si desaprobaba su noviazgo y la Señora Kael había estado a punto de perder los estribos, cosa muy rara en una persona normalmente estoica.
—La conveniencia o no de tu matrimonio, Sashka, es de incumbencia de tu clan —había respondido secamente—. Lo único que puedo decir es que, como Novicia de esta Hermandad, tendrías que haber aprendido una prudencia y un buen criterio que les son negados a mujeres menos afortunadas. Espero que los emplees para tu bien.
Sashka había reflexionado sobre las palabras de la anciana Superiora durante unos días, antes de decidir que era la envidia la que había dictado su consejo. La Señora Kael no se había casado nunca y las jóvenes se preguntaban sobre las desilusiones que habría sufrido en su juventud. A Sashka le divertía pensar que, si Kael hubiese sido cincuenta años más joven, probablemente le habría echado el anzuelo a Tarod.
—¡Sashka! —le gritó una voz ahogada desde cierta distancia, y Sashka se detuvo y se volvió.
Vetke Ansyllin, su más íntima amiga y compañera de estudios en la Residencia, avanzaba resoplando en su dirección, agobiada por las largas faldas y por su exceso de peso. Tenía la cara enrojecida y parecía muy agitada.
Sashka, despiadadamente, no trató de aliviar el sofoco de Vetke yendo a su encuentro. Se quedó simplemente donde estaba, deshojando la flor que había cortado, hasta que la rolliza muchacha se detuvo jadeando junto a ella.
—Sashka, las Novicias te han estado buscando por todas partes. La Señora quiere que vayas a su despacho, ¡inmediatamente!
—¿La Señora…?
Sashka frunció el ceño. ¿Qué podía querer de ella la Señora Kael ?
—¡Oh, Sashka, espero que no sean malas noticias!
Vetke estaba enloquecida de curiosidad. Sashka, inquieta, la apartó a un lado.
—Buenas o malas, pronto lo sabrás, dada la rapidez con que circulan los chismes en este lugar…