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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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Para huir del terrible destino al que el Círculo lo había condenado, Tarod logra detener el Péndulo que rige el ineludible fluir del tiempo. Y el tiempo deja de existir. Tarod, prisionero en un limbo sin ayer ni mañana, vive resignándose a su inmortalidad… cuando un Warp, la terrible tempestad desencadenada por las fuerzas del Caos, arrastra a dos seres humanos, un hombre y una mujer, hasta el Castillo de la Península de la Estrella. Ella es Cyllan, una humilde boyera dotada de poderes parpsicológicos, y por la que Tarod sentirá un amor intenso y puro. Él, Drachea, el presuntuos heredero del Margrave de la provincia de Shu. Encerrados los tres en el castillo, provocarán nuevos y terribles acontecimientos hasta lograr que el Tiempo reemprenda su lento e inexorable camino.

Louise Cooper

El Proscrito

El señor del tiempo - Tomo II

ePUB v1.2

Mística
23.08.12

Título original:
The Outcast

Louise Cooper, 1986.

Traducción: J. Ferrer Aleu

Diseño/retoque portada: Mística

Editor original: Mística (v1.0 a v1.2)

ePub base v2.0

CAPÍTULO I

—T
e digo que no encontrarás mejores productos alimenticios en Shu, y ni siquiera en Perspectiva o en Han. —El vendedor puso un puñado de raíces rosadas y purpúreas ante las narices de la compradora y las sacudió casi amenazadoramente—. Y tengo cosas mejores que hacer en el mercado que perder el tiempo con una moza forastera que probablemente no tiene un gravín en el bolsillo. Así que, decídete pronto, ¡si no quieres que azuce a mi perro contra ti!

El sarnoso perro híbrido, torpemente tumbado debajo del desvencijado tenderete miró hoscamente a su dueño, y la muchacha a quien se había dirigido el vendedor le miró a su vez, fría e impávida. Tenía ya demasiada experiencia en el regateo para prestar atención a las amenazas y a los insultos; había juzgado la calidad de las frutas y verduras en venta y tomado su propia decisión sobre su precio. Metió una mano sucia en la bolsa colgada de su cinto y sacó una gastada moneda de cobre.

—He dicho un cuarto, y no daré más. Lo tomas o lo dejas.

Por un instante, el hombre la miró airadamente, resentido por sus modales, por el hecho de que ella no se dejase intimidar y, sobre todo, por la ignominia de tener que regatear con una mujer… y una mujer de baja estofa. Pero era evidente que ella no iba a ceder, y una venta era una venta… En invierno, el negocio era flojo, en el mejor de los casos.

Agarró bruscamente la moneda y arrojó las raíces en la bolsa de cáñamo que ella le tendía.

—Y la fruta —dijo la muchacha.

El hombre añadió de mala gana seis peras arrugadas a las verduras y después escupió en el suelo, a los pies de ella.

—¡Toma! ¡Y que los gatos se coman tu cadáver!

Rápida pero reflexivamente, la muchacha hizo delante de su propia cara una señal que tenía por objeto frustrar las maldiciones y prevenir contra el mal de ojo y, por un momento, la mirada de sus extraños ojos ambarinos hizo que el vendedor se sintiese claramente inquieto. Algo en ella le había irritado; a juzgar por su acento, era de la costa del Este, y los de aquella región no tenían fama de hechiceros…, pero, al hacer ella aquella señal, había sentido como si el veneno de sus propias palabras se volviese palpablemente contra él.

¡Maldita mujer! No era más que una campesina vestida con ropa vieja de hombre…, pero él tenía su moneda en el bolsillo y esto era lo que contaba. Sin embargo, la miró disimuladamente mientras se alejaba y su inquietud no se desvaneció hasta que se hubo mezclado con la muchedumbre y perdido de vista.

Cyllan Anassan se tragó su cólera mientras cruzaba la plaza del mercado para volver al puesto de su tío, al margen de los grupos de tenderetes. Ahora hubiese debido estar ya acostumbrada a la actitud de aquellos hombres, sobre todo aquí, en el más próspero Sur; esperaban que una muchacha de su edad y de humilde condición fuese tonta en el mejor de los casos, y cuando no conseguían engañarla con la hez de sus productos a precios exagerados, recurrían al insulto. Desde luego, Shu-Nhadek, capital de la provincia de Shu, era mejor que muchas ciudades que había visitado, pero el trato arrogante que le había dado el vendedor todavía le escocía. Y después de toda la discusión, se había marchado de allí con unos productos de mala calidad que tardarían el doble de lo normal en cocerse, para ser comestibles.

Le habría gustado detenerse en la parte mejor del mercado y elegir entre las suculentas verduras que allí se vendían (y, según se confesó, tener la secreta satisfacción de mezclarse con la flor y nata de los clanes que honraban con su visita aquellos tenderetes), pero desistió de ello al imaginar la cólera de su tío ante tanta prodigalidad. Si estaba sereno, sentiría Cyllan la hebilla de su cinturón marcándole la espalda; si estaba borracho, la perseguiría probablemente a patadas desde un extremo al otro de la plaza.

Inconscientemente espoleada por esta idea, aceleró el paso, murmurando una disculpa al tropezar con un grupo de mujeres elegantemente vestidas que chismorreaban junto a un puesto de golosinas y vino, y tratando de apresurarse entre la multitud. Pero ahora que había dejado atrás la parte más barata y menos concurrida del mercado, darse prisa era imposible; había allí demasiada gente. Pero la tentación de holgazanear era irresistible; ésta era su primera visita a Shu-Nhadek y había tantas cosas que ver y que comprar… A su alrededor, la enorme plaza del mercado estaba llena de color y movimiento; a lo lejos, el revoltijo de tejados de los altos edificios y de paredes pintadas de colores pastel enmarcaba el cuadro, y todavía más lejos, si Cyllan estiraba el cuello para mirar los esbeltos mástiles de los barcos anclados en el puerto eran apenas visibles. Shu-Nhadek era el puerto de mar más grande y más antiguo de todo el país; al abrigo de la Bahía de las Ilusiones, de cara al Sur, y favorecido por las mansas corrientes de los Estrechos de la Isla de Verano, era durante todo el año un refugio perfecto tanto para los comerciantes como para los viajeros. La mayoría de las rutas importantes de ganado terminaban en la ciudad, y la proximidad de ésta a la Isla de Verano, residencia del Alto Margrave, le daba un prestigio que ninguna otra capital de provincia podía esperar igualar. Allí podía encontrarse gente de todas las condiciones imaginables: ricos mercaderes, artesanos, agricultores, conductores de ganado como la pandilla de su tío, Hermanas de Aeoris, con sus hábitos blancos, e incluso hombres y mujeres de la Isla de Verano, que se tomaban un respiro de las formalidades de la vida cortesana. Y en los dos días de mercado mensual, la población de la ciudad se quintuplicaba. Cyllan habría podido permanecer plantada allí, observando aquel bullicio desde el amanecer hasta el crepúsculo sin aburrirse en absoluto.

Pero al fin tuvo que detenerse en seco para dejar pasar a un mozo que conducía varios caballos de pura sangre del Sur. Mientras esperaba, Cyllan contempló con envidia los altos y elegantes animales (tan diferentes del rechoncho e irritable poni que había montado ella cuando viajaba con Kand Brialen y sus mozos) y brusca e inopinadamente, el calor y el bullicio y la vida exuberante del mercado despertaron en ella un recuerdo que durante meses había tratado de olvidar. Un recuerdo de otro lugar, de otra ocasión festiva…, y que hizo que el gran mercado de Shu-Nhadek pareciese de pronto un débil reflejo de aquél. Un espectáculo que probablemente no volvería a presenciar en su vida: las fiestas de la investidura del nuevo Sumo Iniciado, en el Castillo de la Península de la Estrella, en aquella punta del lejano Norte. Había sido a finales de verano, cuando incluso el clima del Norte era agradable, e imágenes de la ceremonia y su boato (el antiquísimo Castillo adornado con gallardetes y banderas, el largo desfile de la nobleza, las hogueras, la música, los bailes) cruzaron por su mente con la misma claridad que si las viese con sus propios ojos. Incluso había visto al Sumo Iniciado, Keridil Toln, joven, seguro, resplandeciente en su traje de ceremonia, cuando salió con su comitiva de las puertas del Castillo para dar la bendición de Aeoris a la enorme multitud.

Había sido una experiencia inolvidable…, pero el recuerdo que le había causado alegría y dolor durante los últimos meses nada tenía que ver con la gloria de las celebraciones. Era el recuerdo de un hombre; alto, de cabellos negros y piel blanca, con una mirada atormentada en sus ojos verdes; un hechicero y alto Adepto del Círculo. Se habían encontrado una vez antes de entonces, por casualidad y, contra toda probabilidad, él la había recordado. Ella estaba bebiendo un asqueroso brebaje que había comprado con su última moneda en un puesto de vinos; él había arrojado al suelo el contenido del vaso, dado un rapapolvo al vinatero y hecho que le sirviese vino de una cosecha de alta calidad. Desde entonces, había lamentado ella mil veces su propia cobardía, había deseado tener otra oportunidad…, pero ésta no se había presentado. Y más tarde, aquella misma noche, su sentido psíquico le había dicho que sus sueños no podían hacerse realidad, al conjurar una visión de él en sus habitaciones privadas y verle en compañía de una joven agraciada y noble, y había comprendido que él ya la había olvidado…

Los caballos habían salido ahora de la plaza y la multitud volvió a agruparse. Al pasar por delante de un puesto donde se vendían anticuados aderezos de metal y esmalte, Cyllan se detuvo, al llamar su atención algo medio oculto entre los montones de quincalla. Se acercó más, para verlo mejor, y después miró con expresión culpable al dueño del puesto, esperando que la echase de allí. Pero este vendedor sabía por experiencia que los buenos clientes se presentaban a menudo bajo los disfraces más inverosímiles y la invitó cortésmente a proseguir su examen. Cyllan, animada por este gesto, tomó el objeto que la había intrigado y lo levantó. Era un collar; una cadena de cobre finamente tallada y de la que pendían tres discos de cobre batido. En el del centro, que era el más grande, un hábil artesano había labrado, en una filigrana de plata y esmalte azul, un relámpago dividido en dos partes por un ojo.

Un relámpago…, símbolo de los Adeptos. Cyllan se mordió el labio, al despertar de nuevo el recuerdo, y se preguntó cuánto podría costar aquel collar. No se atrevería a regatear en un puesto de esta naturaleza y, además, no sabía nada del valor de los metales. Pero tenía un poco de dinero… muy poco: un par de gravines que había podido ahorrar durante meses. Y sería tan agradable poseer una sola cosa bella, un objeto que le recordase…

—Derret Morsyth es uno de los mejores artesanos de la provincia —dijo de pronto el dueño del puesto.

Cyllan se sobresaltó y después miró al hombre a la cara. Este se había plantado delante de ella, y no había hostilidad en sus ojos.

—Es… muy bello —dijo ella.

—Ciertamente. Derret sólo quiere trabajar con metales inferiores, y hay quien lo desprecia porque no hace incrustaciones de oro y piedras preciosas en sus piezas. Pero a mi modo de ver, puede haber tanta belleza en un pedazo de cobre o de estaño como en un montón de esmeraldas. Es la mano y la vista lo que cuenta, no los materiales.

Cyllan asintió enérgicamente con la cabeza, y el hombre señaló el collar.

—Pruébatelo.

—No. Yo… no podría…

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