Principios del siglo XIX. Una Norteamérica no independizada todavía de la corona británica, donde la magia y los conjuros del folclore son tan efectivos entre el hombre blanco como entre los pieles rojas. Alvin ha nacido en el seno de una familia de colonos que se dirige al oeste. Es el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, y por las prodigiosas circunstancias de su nacimiento, está llamado a ser un hacedor; un antagonista de los poderes innominables que persiguen la destrucción de todo lo creado.
Orson Scott Card
El séptimo hijo
Alvin Maker - I
ePUB v1.1
Tanodos17.06.12
A Emily Jan,
quien sabe de magia todo lo
que pueda necesitar
Debo mi gratitud a Carol Breakstone, quien me ayudó en la investigación sobre la magia tradicional de la frontera americana. El material que logró reunir ha resultado ser una rica mina de ideas arguméntales y detalles sobre la vida en los territorios del noroeste durante su período de la frontera. También hice amplio uso de la información contenida en A Field Guide to America's History (Facts of File, Inc.), de Douglass L. Brownstone, y en The Forgotten Crafts (Knopf), de John Seymour. Scott Russell Sanders contribuyó al poner en mis manos un ejemplar de su deliciosa serie histórica Wilderness Plots: Tales About the Settlement of the American Land (Quill). Su obra me demostró cuánto podía lograrse con un tratamiento realista de la vida de la frontera y me mantuvo en la senda correcta en mi siguiente proyecto, Alvin el Hacedor. Y, aunque haya fallecido hace largo tiempo, es considerable mi deuda con William Blake (1757-1827), por haber escrito los poemas y refranes que tanbien quedan en labios de Truecacuentos. Pero, sobre todo, estoy en deuda con Kristine A. Card por el inapreciable valor de sus opiniones, su aliento y la edición y corrección de pruebas, y por haber hecho de nuestros hijos —sin ayuda— seres amables, sabios y de buenos modales, dispuestos a perdonar a su padre cuando no es ejemplo cabal de estas virtudes.
La pequeña Peggy era muy cuidadosa con los huevos. Enterraba la mano entre la paja hasta que sus dedos daban con algo duro y pesado. No le preocupaban las deposiciones de los pollos. Después de todo, cuando en la posada se hospedaban los viajeros con niños, Mamá nunca fruncía la nariz ante los pañales más escandalosos. Los excrementos eran húmedos, viscosos y le dejaban los dedos pegajosos, pero a la pequeña Peggy le daba igual.
Apartaba la paja, envolvía el huevo con la mano y lo retiraba del cajón de la ponedora. Y todo eso subida en una tabla bamboleante, de puntillas y con el brazo extendido por encima de la cabeza. Mama dijo una vez que era muy pequeña para recoger los huevos, pero Peggy le hizo una demostración.
Todos los días revolvía los cajones de paja y retiraba todos los huevos, sin dejar ni uno, vaya que sí.
Sin dejar ni uno, repetía para sus adentros, una y otra vez. No debo dejar ni uno.
Y entonces la pequeña Peggy miraba hacia el rincón más oscuro del gallinero.
Y allí estaba Mary la Mala en su cajón de ponedora, la peor pesadilla del demonio, con el odio brotando de sus ojos repugnantes, como si dijera: ven aquí, niñita, que te voy a picotear. Quiero picotearte los dedos y los pulgares, y si te acercas bien e intentas llevarte mi huevo, hasta te picotearé un ojo.
La mayoría de los animales carecían de fuego interior, pero Mary la Mala era fuerte y arrojaba un humo ponzoñoso. Nadie más que la pequeña Peggy podía verlo. Mary la Mala deseaba la muerte de todos los hombres, pero en especial la de cierta niña de cinco años, y la pequeña Peggy llevaba en los dedos las marcas que lo atestiguaban. Bueno, al menos una marca, y aunque Papá dijera que no veía ninguna, la pequeña Peggy recordaba cómo se la había hecho y nadie podía culparla de nada si a veces olvidaba buscar por debajo de Mary la Mala, que se sentaba allí como un indio salvaje a la espera del primer viajero que osara acercarse.
Nadie podía enfadarse si a veces se le olvidaba buscar allí.
Me olvidé. Miré en todos los cajones, en toditos, y si me dejé alguno, pues fue porque me olvidé, me olvidé y me olvidé.
Al fin y al cabo, todos sabían que Mary la Mala era una gallina vulgar y mezquina, incapaz de poner un solo huevo que no estuviese podrido.
Me olvidé.
Entró la cesta de los huevos antes incluso de que Mamá hubiera preparado las brasas, y Mamá se alegró tanto que le permitió poner los huevos uno a uno en el agua fría. Y entonces Mamá colgó el perol del gancho y lo arrimó al fuego. Para hervir huevos no hay que esperar a que bajen las llamas. Se puede hacer con humo y todo.
—Peg —dijo Papá.
Ése era el nombre de Mamá, pero Papá no lo dijo con la voz de llamarla a ella. Lo dijo con su tono de pequeña-Peggy-te-la-has-ganado, y la pequeña Peggy supo que la habían descubierto sin remedio, conque dio media vuelta y anunció a viva voz lo que todo el tiempo había planeado decir:
—¡Me olvidé, Papá!
Mamá se volvió y miró a la pequeña con asombro. Pero Papá no pareció sorprendido en absoluto. Enarcó una ceja. Escondía una mano detrás de la espalda. La pequeña Peggy sabía que en esa mano habría un huevo. El huevo infame de Mary la Mala.
—¿De qué te olvidaste, pequeña Peggy? —preguntó Papá con su voz mas suave.
Y en ese mismo instante la pequeña Peggy supo que era la niña más idiota nacida sobre la faz de la tierra. Tenía que negarlo todo antes de que nadie la acusara de nada...
Pero no iba a rendirse. No tan fácilmente. No podía soportar que se enfadaran de ese modo con ella; lo único que quería era que la dejaran partir rumbo a Inglaterra. Compuso su rostro más inocente y dijo:
—No lo sé, Papá.
Se imaginaba que no había mejor sitio para vivir que Inglaterra, porque Inglaterra tenía un Lord Protector. A juzgar por la mirada de Papá, un Lord Protector era, casi seguro, lo que mejor le vendría a Peggy en ese momento.
—¿De qué te olvidaste? —insistió Papá.
—Dilo y acabemos de una vez, Horace —intervino Mamá—. Si ha hecho algo malo, lo ha hecho y ya está.
—Me olvidé una sola vez, Papá —dijo la pequeña Peggy—. Es una gallina vieja y mala, y me odia.
Papá respondió con voz lenta y suave.
—Una sola vez... —repitió.
Y entonces asomó la mano que tenía detrás de la espalda. Pero no llevaba un solo huevo, no. Era una cesta. Y en la cesta había un montón de paja —muy probablemente la paja del cajón de Mary la Mala—, y la paja estaba pegoteada y aplastada con huevo crudo seco y pedazos de cáscara mezclados con los restos masticados de tres o cuatro pollitos.
—¿Tenías que traer eso a casa justo antes del desayuno, Horace? —se irritó Mamá.
—No sé qué me enfurece más —dijo Horace—. Que haya hecho esta maldad o que haya preparado una mentira para salvarse.
—No he preparado nada y no he mentido —gritó la pequeña Peggy. O en todo caso quiso gritar. Lo que se escuchó se parecía lastimosamente al llanto, aun cuando la pequeña Peggy había decidido ayer, sin ir más lejos, que ya había llorado lo suficiente para el resto de su vida.
—Estarás contento —inquinó Mamá—. Has conseguido que se sienta mal...
—Se siente mal porque la he cazado —dijo Horace—. Eres demasiado blanda con ella, Peg. Es de las que mienten. No quiero que me salga una hija torcida.
Preferiría verla muerta como a sus hermanitas antes que verla crecer torcida.
La pequeña Peggy vio que el fuego interior de Mamá se encendía de recuerdos, y ante sus ojos vio una hermosa pequeña yacer en un cajoncito, y luego otra, sólo que no era tan pequeña, porque era la segunda Missy, la que murió de pústulas y nadie podía tocarla salvo Mamá. Aunque Mamá estaba tan débil de las mismas pústulas que no pudo hacer demasiado. La pequeña Peggy vio la escena y supo que Papá había cometido un error al decir aquello, pues a Mamá sé le enfrió el rostro, a pesar de que su fuego interior seguía ardiendo.
—Es lo más maligno que alguien haya dicho jamás en mi presencia —dijo Mamá. Luego tomó de la mesa la cesta con la porquería y la llevó afuera.
—Mary la Mala me pica en las manos —dijo Peggy.
—Veremos dónde te pica —anunció Papá—. Por haberte olvidado los huevos te daré un azote, porque comprendo que esa gallina lunática pueda asustar a una niñita como tú, del tamaño de una rana. Pero por decir mentiras te daré diez azotes.
Al escuchar la noticia, Peggy lanzó un quejido de súplica. Papá era riguroso en las cuentas, pero muy especialmente cuando se trataba de contar azotes.
Tomó la varita de avellano del estante superior. La guardaba allí desde que la pequeña Peggy había arrojado la anterior al fuego hasta reducirla a cenizas.
—Preferiría oír mil verdades duras y amargas de ti, hija, que una mentira fácil e inofensiva —sentenció, y luego se inclinó y le dio con la varita en los muslos. Juic, juic, juic, fue contando todos los azotes. Le dolían hasta el alma, tanta era la ira que contenía. Y lo peor de todo era que sabía que era injusto, pues el fuego interior de su padre rugía por una causa enteramente distinta, como siempre. El odio que Papá sentía hacia la perversidad siempre provenía de sus más íntimos recuerdos. La pequeña Peggy no llegaba a comprenderlo, porque era algo confuso y retorcido, y ni Papá mismo se acordaba bien de ello. Lo único que Peggy veía siempre con claridad era una señora que no era Mamá. Papá pensaba en esa señora cada vez que algo no salía bien. Cuando la pequeña Missy murió sin ninguna razón, y luego cuando la otra niña que también se llamaba Missy falleció de pústulas, y cuando una vez se incendió el granero y murió una vaca, cada vez que algo salía mal, él pensaba en esa señora y comenzaba a decir cuánto aborrecía la perversidad, y en esas ocasiones la varita de avellano volaba que ponía la carne de gallina.
Preferiría escuchar mil verdades duras y amargas; eso es lo que decía, pero la pequeña Peggy sabía que había una verdad que nunca querría oír, de modo que no pensaba decírsela. Jamás le diría nada sobre esa verdad, aunque él le partiera la varita de avellano en las nalgas, pues cada vez que pensaba en decir algo sobre esa señora, se imaginaba a su padre muerto, y eso era algo que nunca deseaba tener que ver. Además, esa señora que rondaba su fuego interior no tenía ropas, y la pequeña Peggy sabía que se ganaría unos cuantos azotes si hablaba de gente desnuda.
De modo que aguantó los azotes y lloró hasta que sintió que se le taponaba la nariz. Papá se alejó de la habitación de inmediato, y Mamá regresó a preparar el desayuno para el herrero, las visitas y los peones, pero nadie dijo esta boca es mía, como si lo ocurrido no fuera importante. Siguió llorando y gritando un minuto más, pero no sirvió de nada. Finalmente, tomó a su Bugy de la canasta de la costura y caminó envarada hasta la choza de Abuelito.
Estaba dormido, pero lo despertó.
Él la escuchó, como siempre.
—Conozco a Mary la Mala —aseguró— y le advertí a tu padre cincuenta veces, vaya si lo hice, que le retorciera el cogote a la gallina esa, y a otra cosa. Es un bicho loco. Semana por medio le da un ataque y rompe sus propios huevos, aun los que ya están listos para nacer. Mata a sus propias crías. Quien mata a sus crías está loco de remate.