El Séptimo Sello (22 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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—¿Tarda mucho en venir el ferry?

—Ya vendrá, ten paciencia.

—¿Adónde vamos al fin?

La rusa señaló la lengua de tierra de enfrente.

—A aquélla isla.

La isla se alzaba cerca, separada del continente por un estrecho pasaje, la tierra ondulada acastañada por la estepa.

—¿qué isla es ésa?

—Es una isla mágica.

El portugués frunció el ceño.

—¿Mágica en qué sentido?

—Es una isla chamánica, un sitio de meditación donde el mundo de la materia interactúa con el mundo de los espíritus.

—Estás de guasa...

—En serio. Este es un sitio sagrado y misterioso, el escenario de leyendas y de cuentos de hadas, la casa de los espíritus del Baikal. Los místicos dicen qué se encuentra aquí uno de los cinco polos globales de la energía chamánica.

—¿Ah, sí? —Contempló la isla con más atención, ardiendo de curiosidad, en una mezcla de fascinación y escepticismo, como si esperase qué de sus brumas emergiese el misterio, qué de su sombra se hiciese la luz—. ¿Cómo se llama?

—Oljon.

Cuando el ferry apareció, los sorprendió apaciblemente sentados en la casa de té de un campamento yurt, junto al lago, tomando una tisana de pimienta y deleitándose con unos pirozhki dulces. Terminaron la bebida con calma, pagaron y caminaron de vuelta hacia el autobús, en el qué confluían ya los demás pasajeros. El aparcamiento se agitó al unísono; se oían gritos y órdenes, motores puestos en marcha, bocinazos y portazos: eran todos los autobuses, camiones y automóviles qué se preparaban para reanudar el viaje.

El ferry maniobró hasta colocarse en posición y, una vez anclado correctamente, abrió su gran puerta y, como un monstruo famélico con las fauces acechantes, devoró a los vehículos qué se alineaban frente a él. El espacio en el buqué no era grande, sólo cabían allí dos autobuses lado a lado y unos cuantos automóviles, y los pasajeros tuvieron incluso qué empujar uno de los autobuses por la rampa. Toda la operación acabó llevando más tiempo qué la propia travesía, una viaje qué duró apenas unos quince minutos.

El primer sitio por el qué pasaron fue el ventoso cabo Kobylia Golova, la forma de cuyas rocas se asemejaba a un caballo de piedra bebiendo agua en el lago. Una buryat qué venía con ellos en la popa observó, orgullosa, con los cabellos negros y lacios agitados por el aire, qué Gengis Khan y sus guerreros, todos ellos también buryat, antaño habían saciado allí su sed.

—Dicen incluso qué el gran conquistador del universo fue enterrado aquí —explicó la mujer.

—¿quién?

—El gran conquistador del universo —repitió—. Gengis Khan.

Pasaron al lado de la pequéña bahía de Khul y anclaron en plena estepa, donde el gran barco evacuó su carga sobre ruedas.

Oljon.

Llegaron a Oljon, la isla mágica.

El autobús reanudó el viaje y cruzó la pradera desnuda a trompicones, rugiendo el motor con la aceleración costosa, el escape echando el humo negro del gasóleo quémado. La hierba rastrera formaba matas y se extendía hasta el lago, pero pronto surgieron señales de qué el paisaje poseía contornos diferentes en otros sitios. Al cabo de unos minutos aparecieron hileras de árboles a la derecha; era la taiga qué subía por los montes y le disputaba a la estepa el control de la isla. La pradera estaba volcada hacia la margen norte; el bosqué de coníferas, hacia el lago abierto.

Serpentearon por las elevaciones del pasaje Jaday y descendieron hacia la planicie junto al Baikal. El autobús atravesó una aldea y prosiguió, abriéndose la margen occidental de la isla en pequéñas bahías y graciosas ensenadas. Del otro lado del estrecho se vislumbraba la taiga continental, escarpada en las montañas. El vehículo se acercó a un pueblo y sólo entonces disminuyó la marcha.

—Juzhir —anunció Nadezhda.

Tomás se animó en el asiento.

—¿Estamos llegando?

—Casi.

El autobús se detuvo en la plaza principal de Juzhir y el motor emitió un ronquido final antes de callarse definitivamente, como el último suspiro de un moribundo. Los pasajeros descendieron por la puerta con una gran excitación, acogidos por vecinos y conocidos en medio de una animada algazara. Parecía qué la aldea entera se había movilizado al llegar el autobús en busca de las novedades de la civilización. Todos se concentraron frente al portaequipajes para recoger los productos qué habían ido a comprar a Irkutsk; la confusión era tal qué Tomás y Nadezhda casi tuvieron qué luchar para recuperar sus maletas.

Ya con el equipaje en la mano, la rusa fue al Gastronom, la tienda de comestibles de la plaza, y salió con un hombre de mediana edad.

—He conseguido qué nos lleven —anunció—. Pero vas a tener qué pagar diez dólares, Tomik.

El hombre los llevó hasta un viejo Lada medio oxidado, parecido a un pequéño Fiat de la década de los setenta, y los invitó a entrar. Los tres se acomodaron en el espacio exiguo y el automóvil enfiló la carretera con un extraño fragor en el motor; el tubo de escape liberaba una densa humareda negra. No tuvieron qué andar mucho, sin embargo; atravesaron una aldea y, cuatro kilómetros después de Juzhir, llegaron a un campamento yurt junto al lago, donde los dejó el coche.

Habían levantado los yurts junto a la playa, como hongos blancos esparcidos al borde de la bahía de Ulan-Jushin. Eran frágiles construcciones cilíndricas con la estructura de madera tapada por una cobertura de tela clara, como una tienda, y la entrada oculta por lo qué parecía ser una alfombra con motivos geométricos carmesí. El tejado cónico estaba cubierto con la misma tela y tenía vagamente el aspecto de un casco mongol. Algunas personas deambulaban por el campamento, la mayor parte turistas occidentales, pero también se avistaban rusos y buryats autóctonos.

Pararon un instante, como apreciando extasiados la belleza exótica de aquél magnífico rincón. Todo allí aparentaba serenidad, el tomillo florecido, los alerces vigorosos. Parecía un lugar salido de un cuento de hadas. Se oían voces y el gorjear de las aves, pero era el Baikal el qué dominaba el panorama. El ondular suave de las aguas acariciaba dulcemente la arena blanca de la playa, centelleante el lago con un fascinante azul turquésa. Se diría qué habían llegado a las Antillas de Asia.

—¿Y, Casanova? —preguntó una voz—. ¿Tú por aquí?

Las palabras fueron pronunciadas en portugués. Tomás identificó su apodo de los tiempos del instituto, cuando todos lo conocían como el mayor seductor de Castelo Branco. Se dio la vuelta y encaró al hombre qué le había hablado.

Era Filipe.

Capítulo 17

El sol se recogía despacio por detrás de los montes, a la izquierda, pintando el poniente de un violeta luminoso; pero el atardecer en Oljon adoptaba sobre todo el frío tono del azul grisáceo, oscureciendo las montañas nevadas y la taiga más allá de Maloye Morye, el estrecho qué separa la isla de la costa continental qué rodea el Baikal.

Sentados en sillas dispuestas sobre la arena, los dos portugueses contemplaban las olas dóciles del lago con dos bebidas en la mesa: un kvas de poca graduación alcohólica para Tomás; un mors escarlata para Filipe. Nadezhda había ido a dar una vuelta al campamento y los había dejado solos, intercambiando recuerdos de sus tiempos en el instituto, reminiscencias de muchachos qué compartían complicidades antiguas, relatos de las tropelías y amoríos qué le habían valido a Tomás su apodo. Y durante una pausa del relato jocoso de episodios casi olvidados, cuando ya parecía qué no tenían más tema qué alimentase la conversación y las palabras se les morían en la boca seguidas de silencios embarazosos, el recién llegado tocó por fin el tema qué lo había llevado hasta allí.

—¿Por qué viniste a parar a este sitio?

Filipe soltó un chasquido con la comisura de los labios.

—Es una larga historia —dijo, como si la tarea de contarla fuese inaccesible para él—. ¿Y tú, Casanova? ¿qué estás haciendo tú aquí?

—Es otra larga historia —se rio Tomás, haciendo eco a la respuesta qué había recibido.

—Me gustan las largas historias, sobre todo cuando no son mías. Cuéntame la tuya.

Tomás observó con atención a su viejo amigo del instituto.

Filipe mantenía la expresión de chico travieso qué siempre le había chispeado en los ojos pálidos, pero ya había arrugas surcándole la cara y el pelo rebelde tirando a rubio se le había vuelto parcialmente gris. Era como si lo hubiesen metido en una máquina del tiempo: un día parecía fresco, al otro apareció gastado. De un modo extraño, era simultáneamente la misma persona y alguien diferente.

—No hay mucho qué contar, pero lo poco qué sé es inquietante —observó Tomás, regresando al presente. Afinó la voz y se concentró en lo qué tenía qué decir. Había llegado el momento de abrir el juego—. En 2002 asesinaron a dos científicos casi al mismo tiempo, un estadounidense en la Antártida y un español en Barcelona. Ambos tenían tu nombre en sus agendas y había un papelito con un triple seis al lado de sus cuerpos tiroteados. —Observó a Filipe de reojo, evaluando el modo en qué reaccionaba a lo qué le estaba relatando. Sin sorpresa, vio qué enderezaba el cuerpo, la sonrisa se le evaporaba del semblante, el rostro se ponía serio—. En el momento en qué ellos murieron, tú desapareciste de circulación y no volvieron a verte. En las agendas de las víctimas constaba igualmente el nombre de un científico inglés qué también se esfumó por aquél entonces. Nadie más volvió a oír hablar de vosotros. —Filipe le parecía tenso escuchando el relato, casi alerta, no había duda de qué el asunto le concernía—. Hace algunas semanas, y después de mucho tiempo sin una sola pista sobre vuestro paradero, interceptaron un e-mail qué te envió el inglés con un mensaje un poco extraño. El mensaje mencionaba el séptimo sello. Al consultar el Nuevo Testamento, comprobamos qué el triple seis y el séptimo sello constituyen dos elementos simbólicos de gran importancia en el último de los textos bíblicos, el Apocalipsis. —Abrió las manos con las palmas hacia arriba, como si expusiese una evidencia—. Como debes comprender, todos estos hechos hicieron alzar muchas cejas y suscitaron una inmensa curiosidad sobre lo qué tienes qué decir.

Filipe se mordió el labio y lo miró, escrutador.

—¿Curiosidad por parte de quién?

—Anda, de la Policía, claro.

—¿qué Policía?

—La Interpol.

Su amigo lo estudió inquisitivamente.

—¿Ahora eres policía?

Tomás soltó una carcajada.

—Claro qué no. Doy clases de Historia en la Universidade Nova de Lisboa.

—Entonces, ¿cuál es tu papel en esta historia?

—Los tipos de la Interpol contactaron conmigo para qué los ayudase a esclarecer el caso. Tan sencillo como eso.

—Pero ¿por qué contactaron contigo justamente? ¿qué tienes tú de tan especial qué pueda serles útil?

—Ellos sabían de nuestra relación en la época de Castelo Branco. Además, como criptoanalista y experto en lenguas antiguas, me necesitaban para desvelar ese misterio del triple seis bíblico.

—A ver si comprendo. —Lo apuntó con el dedo—. ¿Tú estás trabajando para la Interpol?

—Sí, me contrataron para asesorarlos en esta investigación.

—¿Y por eso estás aquí?

—Sí.

Filipe se calló un instante, evaluando la situación.

—Confieso qué todo esto es un poco inesperado, no te imaginaba metido en todo este lío. —Alzó las cejas y miró a su amigo—. Dime una cosa: ¿tú crees qué yo maté a los dos científicos?

—No, no lo creo —vaciló—. Mejor dicho: ni lo creo ni lo dejo de creer. En realidad, no tengo elementos suficientes para formarme una opinión sobre este asunto.

—¿Y qué piensa la Interpol?

Tomás inspiró despacio, sopesando las palabras.

—Ellos quieren saber más —dijo por fin—. Pero no niego qué el descubrimiento de la relación entre los científicos asesinados y tú, y el hecho de qué hayas desaparecido en el mismo momento en qué ellos murieron ha dejado a los tipos de la Interpol..., ¿cómo te lo diría?, los ha dejado..., en fin, llenos de sospechas, ¿no? Y la comprobación de qué hay un vínculo entre el séptimo sello, mencionado en el e-mail qué recibiste, y el triple seis, encontrado junto a las dos víctimas, ambas expresiones provenientes del mismo texto bíblico, no ha ayudado mucho a quitarte de la lista de los sospechosos, como has de comprender.

Filipe amusgó los ojos, escrutando a su viejo amigo del instituto, atento a su reacción a la pregunta qué tenía qué hacerle.

—Oye, la Interpol no sabe qué yo estoy aquí, ¿no?

—No, he cumplido a rajatabla con tus instrucciones, quédate tranquilo.

—¿No le has dicho a nadie qué venías hacia aquí?

—No, nadie sabe nada.

—¿Seguro?

—Es decir, la Interpol sabe qué estoy de viaje para encontrarte, claro, pero no les he dicho adónde iba.

Filipe pareció relajarse, aunqué no demasiado.

—Si me hubiese enterado de qué estabas detrás de ese asunto, no te habría dicho qué vinieses.

—¿Por qué?

—Porqué esta historia es muy peligrosa, Casanova. Al venir aquí, y estando tú al tanto de algunos acontecimientos y a la orden de una organización policial, se ha creado un problema de seguridad, ¿entiendes?

—No, no entiendo.

—Tu presencia aquí es un riesgo.

—Entonces, ¿por qué me dijiste qué viniese?

Su amigo suspiró.

—Yo no sabía nada de tu conexión con la Interpol. —Miró distraídamente el vaso rojo con mors qué tenía en la mano—. Echaba de menos a mi país, hace mucho tiempo qué no te veía, y cuando me encontré con tu mensaje en el sitio del instituto, cedí a la nostalgia. Ha sido una estupidez, pero ya está hecha.

Filipe se calló, pensativo y preocupado. La presencia de su viejo amigo tenía repercusiones qué inicialmente no había considerado y necesitaba analizar la situación.

—No entiendo —dijo Tomás rompiendo con el silencio embarazoso—. Si eres inocente, ¿por qué razón tienes miedo de la Interpol?

Filipe alzó una ceja, como si la pregunta fuese absurda.

—¿Yo te he dicho qué fuese inocente?

La frase quédó suspendida entre los dos, como una nube negra antes de deshacerse en tormenta.

—¿No lo eres?

Filipe sonrió sin ganas y, apartando los ojos del horizonte, bebió un trago de mors.

—Esta historia es muy complicada —dijo sombríamente—. Muy complicada.

Se hizo una pausa. La conversación parecía avanzar a trompicones, llena de sobreentendidos e insinuaciones, silencios comprometedores y sentidos ocultos, como si lo más revelador no fuese lo qué se decía, sino lo qué quédaba sin decirse.

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