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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (3 page)

BOOK: El Sótano
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—Seguramente para que no entren okupas —respondió Víctor con retintín.

Todos rieron salvo Pau. Llevar siempre la contraria se había convertido en una costumbre para él.

—O para que no pueda salir nadie de este puto antro —masculló en su rincón.

Desde el centro de la estancia, Mar clavó en él la mirada. Pau la sostuvo unos segundos, pero finalmente la dirigió hacia otro lado.

—Qué gilipollez —exclamó la joven—. En serio, si no estás a gusto con el sitio y con la compañía, lárgate y déjanos en paz.

Clara lo escuchaba todo con gesto neutro. La chica tenía a Feo en el regazo, dormido ahora plácidamente al calor de su cuerpo. Su hermana Bárbara estaba junto a ella, con las mejillas sonrosadas por el esfuerzo. A unos metros de distancia, Alejandro desvió los ojos cuando lo descubrió observándola. Pero aún la vio, con el rabillo del ojo, sonriendo y agachando la cabeza en un gesto sumamente atractivo.

—¿Qué hora es? —preguntó Alejandro, aparentando indiferencia.

—Las siete menos cuarto —contestó Víctor—. Deberíamos cenar algo y acostarnos. Mañana tenemos mucho que hacer. Será un día muy largo.

Cenaron las latas de conserva que llevaban en sus mochilas. Luego se fumaron un par de porros y se acurrucaron dentro de sus sacos de dormir, en torno a la lámpara halógena. En el aire frío y cargado flotaba el humo de la marihuana. No pasó mucho tiempo hasta que comenzaron los ronquidos y las respiraciones pesadas. La jornada había sido agotadora y cargada de emociones. Sólo Víctor se mantuvo despierto mientras los demás dormían. Ni siquiera Pau llevó en eso la contraria, aunque no compartió los porros y colocó su saco un poco apartado de los demás.

A la tenue luz que llegaba desde las farolas de la calle, Víctor contempló, serio y meditabundo, los bultos a su alrededor y cada uno de los rostros, indefensos y pálidos, que emergían de los sacos en la penumbra. Recordó cómo se había unido a aquel pequeño grupo de jóvenes sin hogar. Y sus historias: lo que había llevado a cada uno a vivir de ese modo.

Él mismo tenía una historia por la que Alejandro pagaría lo que fuera con tal de poder escribirla. Pero les había contado otra muy distinta. Había tenido que hacerlo. De ningún modo podía decirles la verdad.

Con los ojos acostumbrados a la casi nula iluminación, miró el techo y cada una de las paredes. Lo hizo largamente, como si supiera que allí había algo más que desconchones, mugre y humedad. Si alguno de ellos se hubiera despertado en ese momento y le hubiera visto, no habría entendido el significado del extraño gesto que hizo, con una de sus manos, en medio de la oscuridad.

Un gesto muy especial, levantando el brazo derecho y estirando los dedos de la mano, para luego esconder el pulgar dentro de la palma como si redujera en uno la cuenta de cinco. Todo estaba saliendo según lo previsto. La jornada había finalizado también para él. Se arrebujó en su saco y trató de dormir. Sin darse cuenta de que, alguien que tampoco dormía, le había estado observando un momento antes desde las sombras.

4

Eran las ocho de la mañana cuando sonó el despertador. Eduardo le dio un golpe con la mano para que dejara de taladrarle el cerebro con su sonido estridente, pero sólo consiguió lanzarlo lejos de su alcance. No podría parar aquel suplicio hasta que se levantara y lo machacara como a una sucia alimaña.

Le estallaba la cabeza. Apenas recordaba nada de la noche anterior, lo que seguramente era una suerte para él. Tampoco se acordaba de que su amigo, el psiquiatra Miguel Quirós, visiblemente preocupado, le había dejado un mensaje en el buzón de voz de su móvil. El espejo del baño le ofreció el reflejo de un rostro que no reconocía. Pero era el suyo, no cabía duda. Se echó agua fría en la cara y se dispuso a desayunar. La nevera estaba vacía. Cogió un cuenco de un armario y lo llenó de cereales, que tuvo que comerse a palo seco. El ruido de cada copo rompiéndose en su boca le retumbaba dentro del cráneo y le provocaba un malestar inimaginable. Aun así, como tenía hambre, se los terminó.

Miró la hora. Iba bien de tiempo. A las diez en punto tenía que estar en una sala de conferencias de la Universidad Complutense, para asistir a una charla sobre predicción de terremotos y entrevistar al ponente principal, un profesor chino que no hablaba una palabra de español ni de inglés, pero que al parecer tenía mucho que decir. Si Eduardo hubiera creído en Dios, le habría pedido sin dudarlo que le librara de ese cáliz. Pero ni creía en Dios ni podía dejar de asistir a la conferencia. Bastante mal estaban las cosas en el trabajo como para facilitarles que le despidieran.

Se dio una ducha rápida, que duró media hora, se vistió con la ropa más limpia que pudo encontrar y se puso la única corbata que no tenía manchas. Guardó su libreta de notas en un bolsillo de la chaqueta y el teléfono móvil en el otro, y bajó a la calle. Hacía frío. Por fortuna no le costó mucho encontrar un taxi. Cuando llegó a la universidad, Serguéi, el cámara ucraniano con quien solía trabajar, ya estaba allí, esperándolo en la puerta principal de la Facultad de Matemáticas.

Serguéi Sirkis era un gran profesional y uno de sus pocos aliados en el canal de televisión. Más de una vez le había sacado las castañas del fuego o había salido en su defensa. Probablemente, sólo su ayuda incondicional y el hecho de que las crónicas y entrevistas de Eduardo fuesen de las mejores de la cadena, le habían salvado el cuello en las numerosas ocasiones en las que éste había pendido de un hilo. O más bien de una soga.

—¡Eduardo! ¡Por fin! Ya pensaba que no ibas a llegar a tiempo —dijo Serguéi con su acento eslavo, no del todo pulido a pesar de sus casi diez años de residencia en España.

—¡Pero si son sólo las nueve y cuarto! Precisamente he venido pronto para poder tomarme un café bien cargado. En casa se me ha terminado.

—Eres un desastre. Si Lorena te viera…

—Pero no me ve. Es una puta suerte, ¿verdad?

—¿La echas de menos?

—No… Claro que sí. Pero ya no hay nada que hacer. He firmado los papeles del divorcio. Fin de la historia.

—Lo siento. Lorena me gustaba y creo que hacíais buena pareja. ¿Cómo se lo ha tomado Celia?

—Mal. Todavía no ha cumplido los cinco años y ya me odia con toda su alma.

—No será para tanto.

—Pues debería serlo.

—Bueno, ejem… volvamos al trabajo. La conferencia es a las nueve y media, amigo.

—¿No era a las diez?

—No. Y nunca lo ha sido. Sólo tengo unos minutos para buscar el mejor ángulo para grabar. Anda, llévame el trípode, por favor.

Serguéi cogió la cámara con una de sus manos y con la otra agarró el asa de la maleta de los focos, para la entrevista posterior. Eduardo se echó al hombro el enorme cilindro negro dentro del cual iba protegido el trípode y entró en el edificio, seguido de Serguéi.

—¿Sabes dónde es? —le preguntó.

—Aquí cerca. Voy delante.

La sala de conferencias estaba llena a rebosar de investigadores, estudiantes y periodistas. El profesor Li Xai era una autoridad mundial en la predicción sísmica; había elaborado una nueva teoría que estaba levantando un gran revuelo en toda la comunidad científica, aumentado por el hermetismo habitual del país asiático. Una conferencia suya en Europa era todo un acontecimiento. Había elegido España porque aquí se estaba desarrollando un novedoso sistema de medición de la gravedad que poco antes se consideraba imposible.

Hasta ahí llegaba la documentación de Eduardo sobre el ponente. No tenía preparada la entrevista. Pero confiaba en que asistir a la charla previa le permitiría tomar suficientes notas en su libreta. Mientras Serguéi empezaba a grabar, Eduardo se afanó en concentrarse en las palabras que iba traduciendo el intérprete del profesor. El tedio y el sueño le acosaron durante la hora larga que duró la conferencia, pero los venció imaginando cómo su jefe le ponía de patitas en la calle.

Por fin acabó aquel suplicio, y Eduardo tenía una buena batería de preguntas anotadas. Sólo le faltaba ordenarlas antes de comenzar la entrevista, fijada para la una de la tarde. Serguéi y él tuvieron tiempo de comer un bocadillo en la cafetería de la facultad. Por fin, Eduardo se tomó el café que tanta falta le hacía. Y un whisky doble.

La universidad había habilitado una sala para las entrevistas. Se hallaba en el museo de instrumentación geodésica situado en la planta baja. Cuando Eduardo y Serguéi llegaron, el profesor estaba sentado en una silla, frente a algunos valiosos instrumentos del siglo XIX, y con el intérprete a su lado. El primero tenía el aspecto que cualquiera puede imaginar en un sabio oriental: tan viejo como Matusalén, calvo, con el pelo de los lados de la cabeza vaporosamente blanco y que se confundía con una barba igual de leve, pero larga y acabada en punta. Sus ojos eran los de una persona inteligente y mostraba una expresión acogedora. El intérprete, mucho más joven y con pinta de agente secreto del ejército chino, no dejaba de sonreír, como si tratara con ello de ponerse una máscara tras la que ocultar lo que estaba pensando. Posiblemente nada bueno.

Serguéi tardó diez minutos en colocar los focos que llevaba en la maleta. Eduardo esperó pacientemente y en silencio mientras ojeaba el dossier que acababa de entregarle una señorita de la oficina de prensa de la embajada china. Ultimados los preparativos, abrió su libreta y se dispuso a empezar la entrevista.

—Buenos días, y gracias por concedernos una parte de su valioso tiempo. Profesor Xai, lo primero que quiero pregun…

—Profesor Li, por favor —corrigió el intérprete, con su sonrisa de pega—. Los nombres chinos se escriben al revés que los occidentales. —Ante el gesto de sorpresa de Eduardo, añadió—: Primero va el apellido y luego el nombre. El profesor Li Xai debe ser tratado como profesor o señor Li, no como profesor Xai.

—Está bien… —aceptó Eduardo, algo irritado—. Profesor Li, mi primera pregunta es acerca del núcleo terrestre. ¿Cuál es el motivo de que genere anomalías en la gravedad?

El intérprete trasladaba las preguntas al profesor, escuchaba las respuestas de éste y luego las traducía. Siempre con su eterna sonrisa.

Más de una vez, Eduardo se dio cuenta de que el intérprete hacía algún comentario al profesor antes de traducir su respuesta, quizá para aclarar algún punto o para evitar que dijera algo que no debía. Y también lanzó a Eduardo alguna pequeña pulla de su cosecha, haciéndole ver que algunas de las cuestiones que planteaba estaban ampliamente explicadas en el dossier, para que le quedara claro que, en realidad, las consideraba poco originales.

Eduardo se sentía cada vez más contrariado por aquel tipo prepotente, sensación que aumentaba en su interior a medida que el whisky le hacía efecto. No tenía nada contra el profesor, pero con el único objetivo de molestar al intérprete, le hizo una pregunta que no estaba en su libreta y que se le ocurrió de pronto.

—La predicción sísmica está bien, pero ¿la próxima vez que haya un terremoto en China, las autoridades gubernamentales lo harán público o dejarán morir a miles de personas para no pedir ayuda exterior?

La cámara que sujetaba Serguéi vaciló. Eduardo iba a meterse en líos otra vez. La expresión sonriente, y hasta entonces impertérrita, del hombre que hacía de intérprete, cambió al instante y por completo. Se pudo notar su ira como dos cuchillos que emergían de sus ojos y se clavaban en los de Eduardo.

—Esa pregunta está fuera de lugar.

—¿Podría usted hacer el favor de traducírsela al profesor Li?

—Le repito que esa pregunta está fuera de lugar.

—Creo que debe ser el profesor quien lo decida.

El intérprete siguió manteniendo su mirada furibunda fija en Eduardo mientras le decía algo en chino al profesor. Por el gesto de éste, era evidente que no le estaba transmitiendo lo que Eduardo había preguntado.

—El profesor considera que el suyo es un comentario inadecuado y ofensivo, y que ha llegado el final de la entrevista.

—Mire, yo no sé chino, pero tampoco soy un completo idiota —dijo Eduardo con aplomo, aunque no estaba tan seguro de eso último—. Usted no ha traducido lo que yo he dicho.

—Es una pregunta fuera de lugar. La entrevista ha terminado.

El whisky que corría por las venas de Eduardo le impulsó a levantar la voz y gritarle a aquel tipo. Serguéi volvió a agitarse, inquieto.

—¿Va a decir algo más aparte de que la pregunta está fuera de lugar, especie de mamarracho?

El intérprete se levantó como impulsado por un resorte, y Eduardo también. Se lanzó hacia él con el puño en alto y, cuando el chino intentó sacudirle, se zafó y le descargó un puñetazo en pleno rostro.

—¡Y puede decirle al profesor gi—Li—pollas que se meta por el culo el núcleo de la tierra! —gritó.

El profesor Li y Serguéi lo miraban estupefactos.

Los que no miraron a Eduardo con el menor asomo de indulgencia fueron los dos policías nacionales que lo detuvieron y le metieron en la parte de atrás de un furgón, en dirección a la comisaría. En pocos minutos, tras prestar declaración, Eduardo estaba encerrado en un calabozo del sótano, junto a dos inmigrantes negros que se maldecían mutuamente en francés, y un hombre gordo hasta reventar, con un traje barato, que sólo hacía que lamentarse.

Bonito cuadro. Si al menos hubiera tenido una botella de Johnnie Walker…

Antes de que lo encerraran, Eduardo había pedido a Serguéi que intentara sacarle de allí y que, por lo que más quisiera, no le contara nada del incidente al «recto» Guillermo Parra, su jefe. Si Parra se enteraba, estaba seguro de que lo despedirían. Y ni tan siquiera haría falta convencer al director del canal, que hasta ahora le había protegido gracias a la calidad de su trabajo como reportero.

Cuando el policía que le sacó de la jaula llevó a Eduardo otra vez arriba, su sorpresa fue mayúscula. No era Serguéi quien lo esperaba afuera, sino Lorena, su ex. Serguéi la había avisado y ella había hablado con un amigo suyo abogado que había conseguido evitar la denuncia formal de los chinos. Eduardo sintió grandes remordimientos.

—Lorena, yo… Gracias por venir a buscarme.

Eduardo recogió sus objetos personales y la siguió hasta el exterior de la comisaría. Un poco más adelante, en la calle, tenía aparcado el coche. Mientras caminaba detrás de ella, Eduardo trató de disculparse. Lorena ni siquiera le dirigió la palabra. Iba demasiado rápido. La rodilla izquierda de Eduardo, dañada por un trozo de metralla regalo del ejército serbio, se resintió al forzarla. Lorena montó en el coche, le lanzó una última mirada como sólo ella sabía hacer, en la que se entremezclaban lástima y desprecio, y se marchó.

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