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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (46 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Una vez dentro del local, Dimas distinguió una voz conocida:

—¡Qué casualidad, Dimas! Venid aquí, que hoy es mi día libre y acabo de cobrar las propinas. Hola, soy Manel —se presentó a Àngel—. Os invito a una ronda.

Tomaron asiento a una de las mesas. Salvador Seguí estaba cerca y respondió a la llamada de Àngel. Vestido con chaqueta y chaleco y con el pelo bien engominado, a Dimas le llamó la atención su elegancia. Estaba acostumbrado a anarquistas de rodillas raspadas y jersey de lana. El Noi del Sucre trató con confianza a Àngel y en los pocos minutos que estuvo con ellos comentó en tono jocoso las tribulaciones que había sufrido hacía tan sólo un par de horas: de camino al Gran Café un matón le había disparado varias veces desde la oscuridad de un callejón. Manel y Dimas cruzaron sus miradas, les parecía increíble que alguien pudiera explicar con esa templanza el hecho de que hubieran intentado asesinarlo.

—Debía de ser un novato impaciente por quedar bien con su patrón —explicó Seguí, divertido—. La verdad es que me tiré al suelo, me revolví y pude esquivar las balas. Entré aquí —concluyó— con la ropa todavía humeando. Pero como dije hace un rato, no era mi hora: ¡no me había tomado ni un anís!

Dimas se fijó en que en la falda de la chaqueta se entreveían dos agujeros ennegrecidos, dos agujeros de bala.

—¿Y después de eso no te dan ganas de liarte a tiros a ti también? —preguntó Manel.

Seguí cabeceó sonriente.

—Es que es eso precisamente lo que quieren, que la lucha obrera se radicalice para, por un lado, tener la excusa de detenernos a todos y, por otro, que la masa se asuste y se aleje de sus justas demandas. No podemos caer en esas provocaciones. La fortaleza te la da la razón, no las pistolas.

Salvador se disculpó, pues lo reclamaban de un grupo que se había organizado en unas mesas al fondo. Todos brindaron por su salud mientras se alejaba.

—¿Qué? ¿Qué os parece? —preguntó Àngel satisfecho.

—Valiente —admitió Dimas.

—Con un par de huevos —contestó Manel.

—La sutileza es lo tuyo, ¿eh? —le replicó Àngel guiñándole un ojo.

—Es lo que tiene trabajar todo el día junto a artistas; que se te pega la poesía. —Dejó escapar una sonrisa en forma de bufido.

La broma entre Àngel y Manel duró un rato hasta que se percataron de que Dimas se mantenía callado.

La breve conversación con Seguí, su bravura y su fuerza para luchar por la justicia, lo habían llevado bruscamente al recuerdo de Laura. A su manera, ella también se rebelaba por defender sus propias convicciones, por unos principios que reivindicaba y protegía a capa y espada. Nunca antes había conocido a alguien como ella: en el mundo del que él provenía y hacia el que se encaminaba, el dinero y la apariencia eran los únicos valores. En ningún bando era fácil batallar hasta el final: sin recursos, la lucha se veía reducida a fuegos de artificio, como las de los obreros a los que se refería Seguí, que además de no conseguir grandes resultados pagaban su osadía con la vida.

Dimas rememoró la expresión dura de Laura mientras le confesaba cuánto le desagradaba lo que veía en él. Ella era una persona valiente y honrada, y no volvería a mirarlo de otra manera si no le demostraba que también él podía serlo, que había dejado atrás al ser despiadado que echó a Pau Serra, que había cambiado. Y ni siquiera eso aseguraba su perdón.

Suspiró y sonrió con tristeza a sus amigos cuando le preguntaron qué le sucedía. Dio un trago largo a su vaso de anís e inclinó la cabeza dubitativo; él no era de los que hablaban. Àngel y Manel pidieron una nueva ronda con la que brindar por lo que quedaba de noche. Ésa era tal vez la manera más sencilla de distraer la pena.

La luna les contempló benevolente mientras, al salir del café, recorrían zigzagueantes las calles sucias y húmedas de una Barcelona que se había asomado al siglo XX con pasión desesperada. Cuando Dimas regresó a casa se tumbó en la cama y cerró los ojos. Entre sueños etílicos y esperanzadores decidió que haría cuanto estuviera en su mano para que Laura le perdonara. No iba a conformarse.

Capítulo 40

Al abrir los ojos a la mañana siguiente, el suelo, las paredes, el armario del fondo, el techo… el dormitorio entero le daba vueltas. La última vez que Dimas había mirado su reloj antes de llegar a casa eran las tres de la madrugada. Le dolían los párpados como si alguien le hubiera estado clavando los nudillos en ellos toda la noche. Abrió la boca en un bostezo, pero la lengua pastosa y su propio aliento a licor rancio le provocaron unas ganas terribles de vomitar. Mientras corría hasta el lavabo notó un dolor de cabeza que casi le devuelve a la cama. Sin embargo, eran ya las siete y en menos de una hora debía estar en el despacho de Ferran. Se lavó con agua helada y dejó que el frío le despejara, se puso uno de sus trajes y salió del piso con rapidez.

Entró en el taller y vio a Laura en una esquina hablando con uno de los trabajadores. Se esforzó por no acudir a ella, casi también por no mirarla ni atraer su atención; sabía bien que las palabras no le harían recuperarla. Siguió su camino directo hasta el despacho de Ferran. Cuando abrió la puerta y se topó con el jefe Bragado se le erizó el vello; estaba acostumbrado a que la presencia del policía acarreara complicaciones. Mientras se quitaba el sombrero se fijó en los oscuros cercos que hundían los ojos de Ferran.

—Sabes que la falta de puntualidad me saca de mis casillas —le reprochó airado desde su sillón de piel. Dimas miró la hora: pasaban dos minutos de las ocho.

—Lo siento.

Ferran agitó la cabeza visiblemente inquieto. Parecía que hubiese pasado la noche en vela. Llevaba un traje azul marino con rayas finas.

—No tengo tiempo para disculpas, Navarro. Necesito que hagas tu trabajo ya —dijo señalando la silla que estaba frente a la mesa.

Dimas entrecerró los ojos dubitativo mientras tomaba asiento, sin saber bien a qué se estaba refiriendo. Su patrón estaba irritado y todo indicaba que el día sería muy largo. Bragado permanecía sentado en una esquina al fondo del despacho, al lado de una estantería llena de carpetas, sin mentar palabra; probablemente estaba más enterado de lo que sucedía que él. Con un brazo apoyado en la butaca, se acariciaba concentrado la barbilla roma. Tenía el ceño fruncido de manera permanente.

—Me refiero al asunto del Campo del Arpa, maldita sea —aclaró Ferran—. No entiendo por qué no has hecho nada todavía. El único motivo por el cual el ayuntamiento ha decidido retrasar las obras del Ensanche son las protestas y, no sé si estás enterado, ayer mismo hubo otro incidente en uno de los vecindarios. Esto empieza a parecerse a París, cuando los propietarios consiguieron alargar los trámites y causar deudas y más deudas al Estado. Yo no quiero eso.

Ferran temía las pérdidas que en París sufrieron muchos constructores debido a los retrasos en el desarrollo de los planes urbanísticos que comenzaron en la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, Dimas no comprendía esas prisas. El lunes había hablado con Ferran en ese mismo despacho sobre el resultado de sus pesquisas, le había entregado los nombres de los líderes de las protestas para que decidiera qué hacer y él no le había dado más que largas. Y ahora, de repente, actuaba como si la pelota estuviera en su tejado.

—No entiendo…

—¿Qué te pasa? ¿Es que te has quedado lelo? —Ferran, agresivo, volvió a interrumpirle.

De vez en cuando dirigía su mirada a Bragado para refrendar sus palabras. Ferran Jufresa buscaba su aprobación como si pretendiera demostrar al policía que sus capacidades seguían siendo las de siempre. Normalmente, el joven Jufresa no había sido un jefe al uso para Dimas. Éste entraba y salía como quería y gestionaba su tiempo a voluntad. Por eso esta reprimenda no cuadraba con el carácter de Ferran, más preocupado por los resultados que por el modo de conseguirlos. Dimas admitió para sí que debía tener sus razones para estar nervioso, ya que los negocios no estaban saliendo como deberían, pero esa mañana, con la resaca a cuestas y la ruptura con Laura como lastre, no estaba de humor para animar a nadie.

—No tienes que entender nada —insistió—. Te dije que lo mejor era asustar a esa gente y tú me vienes con los nombres de dos patanes que me resultan totalmente inútiles. ¿Para eso te pago? Nuestro buen amigo Bragado ha buscado información sobre esos dos hombres y no van a aceptar cualquier cosa a cambio de su silencio. No son dos cualesquiera, ¿me equivoco?

—No. Ésos son dos buenas piezas que intentarían sacarte la sangre hasta dejarte seco. —La voz de Bragado surgió como un silbido desde su posición privilegiada.

Dimas notaba su presencia tras él y le incomodaba. Prefería tener a las personas dentro de su campo de visión y así poder asegurarse de que no hacían a su espalda cualquier gesto o movimiento que él no pudiera percibir; sobre todo si se trataba de Bragado. Siempre experimentaba una sensación extraña cuando estaba cerca: demasiada seguridad en sí mismo, una cautela fría y tranquila, unos ademanes estudiados. Todo en el jefe de policía era control, y eso lo ponía nervioso.

—Yo no soy ni el ayuntamiento ni la Junta Consultiva —continuó Ferran—; si ellos no mueven un dedo para pagar, ¿por qué debería hacerlo yo? Tienes que asustarlos, Navarro, hacer lo que sea para que se caguen de miedo. No nos queda otra solución. El miedo es más poderoso que cualquier billete.

Dimas bajó la mirada a la punta de sus zapatos. No le había dado tiempo de limpiarlos y los veía sucios y desgastados. Notó cómo las punzadas de la migraña volvían a atravesarle las córneas como finas e infinitas agujas.

—Son demasiados —susurró.

—¿Cómo dices?

Dimas plantó sus ojos en los de Ferran y dejó que la mansa luz de la mañana le calentara el rostro.

—Que los que protestan son un barrio entero, ¿cómo asusto a todas esas personas sin que resulte sospechoso y no lo denuncien?

—Eso no es algo de lo que debas preocuparte ahora —intervino Esteban Bragado desde su asiento.

—Sí, exacto —le dio la razón Ferran como activado por un resorte—. Tú haz tu trabajo y deja el resto para más adelante. ¿De acuerdo?

Dimas se resistió a hacer gesto afirmativo alguno. Sabía que estaba provocando a su jefe, pero no iba a acobardarse otra vez y obedecerle sin que nada más importara. Se debatía entre la razón y lo que su corazón le impelía a hacer. Nunca hasta entonces le había sucedido aquello. Por primera vez primaban sus principios ante la renuncia a los mismos con tal de conseguir salir del pozo. Era consciente de que se le planteaba un abierto dilema entre Laura o Ferran, entre la templanza o la gula, la solidaridad o el egoísmo y el materialismo más salvaje… Sabía que no debía oponerse a su jefe; no le pagaba para discutir y, sin embargo, todo en lo que hasta entonces había creído se le escapaba ahora, se escurría como arena entre sus dedos, dejando sólo dentro de sí sus convicciones más arraigadas, más nítidas y brillantes, más claras. La insistencia de Ferran le sacó de sus cavilaciones. Echándose atrás en su asiento, le repitió la pregunta:

—¿De acuerdo? —Dimas asintió sin convencimiento y Ferran, algo más sosegado, añadió—: ¿Algo más?

Dimas suspiró hondo antes de responder:

—No.

La sonrisa triunfal de Bragado le apuntaba, podía intuirlo, al cogote.

—Estupendo. Por cierto —resolvió Ferran distante—, mañana ven a buscarme a casa a las seis, bien temprano. Debemos recoger algunas muestras en el taller antes de entregarlas a clientes importantes.

Se levantó y empezó a rebuscar entre los documentos de su mesa. Tras unos segundos, alzó la vista y le espetó:

—Y ahora, largo.

Cuando Dimas cerró la puerta escuchó cómo Bragado y Ferran recuperaban la conversación que se había visto interrumpida a su llegada. Con los ojos buscó a Laura por el taller, pero no la encontró. Saludó a Àngel a lo lejos, que le devolvió el saludo llevándose la mano a la sien, y salió de allí sin mirar atrás. En la calle se topó con un afilador inclinado sobre el pedal de su muela. La rueda giraba y un reguero de chispas se expandía por el borde de la calle hasta chocar contra la pared. El sonido de la piedra arañando el filo metálico se le hizo insoportable, como si lo sintiera en sus propios huesos.

—Nunca antes se había mostrado tan obtuso, poniendo en entredicho mis órdenes —se quejó Ferran dando vueltas por el despacho.

—Quizá cuente con motivos que tú desconoces para hacerlo —añadió el jefe de policía.

—¿Qué quieres decir?

Bragado chasqueó la lengua, como preparando una broma.

—Ay, Ferran, cuánto tengo que enseñarte todavía. ¿Qué es lo que hace que un hombre se convierta en un calzonazos? —Ferran le dio a entender con un gesto que no sabía adónde pretendía llegar—. Mujeres, Ferran, mujeres.

—¡Bah! —rechazó Ferran—. Me da igual a qué zorrita se esté tirando ahora; eso no tiene por qué afectarme. Se habrá acomodado… ¡yo qué sé! Tenías razón con eso de presionarle, pero más allá de eso… Si no cumple con lo que le he pedido ya sabremos si puedo seguir contando con él o habrá que explicarle que no vuelva por aquí.

—Eso no sería del todo inteligente. Ha visto demasiado…

—¿Y qué debo hacer? ¿Pagar a un inútil para que encima no cumpla ni lo que le ordeno?

—Está bien —accedió Bragado, y cambió el tono socarrón que había mantenido hasta ese momento tornando su mirada sombría. Se puso en pie y añadió—: Si no cumple, habrá que hacerle olvidar.

La amenaza contenida de Bragado rasgó el aire de aquel despacho y lo desintegró en pequeñas moléculas, cada una de ellas cargada de un enorme peso. Cuando la idea acertó como un dardo en la cabeza de Ferran, cada una de esas moléculas estalló a su vez en mil pedazos. Todo se aceleró y Ferran se dio cuenta de que, llegado ese momento, ni Bragado ni nadie estaría con él, de que nadie le escucharía ni le acompañaría. Y se sintió solo, terriblemente solo.

En cuanto pudo salir del taller, mediada la mañana, Laura deambuló por el templo de la Sagrada Familia en busca del maestro Gaudí. Subió las escaleras de la casa del capellán custodio que llevaban al obrador y lo vio en una esquina, lejos del ajetreo que se respiraba al fondo, en el almacén de modelos. Estaba de pie, encorvado sobre su sencilla mesa rústica atendiendo a lo que parecía una maqueta. Desde que en febrero del año anterior muriera su fiel colaborador Francisco Berenguer, no compartía ya despacho con nadie. No en vano Berenguer, natural de Reus como él, fue su amigo íntimo y fiel colaborador desde 1887. Tras un ataque de uremia, falleció con tan sólo 48 años, dejando desolado a un Gaudí que con su dolor conmovió a todos los que asistieron al entierro de Berenguer.

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