El sueño de los justos (42 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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»Sentí un calambre en el corazón. Néstor había pasado frente a mí y ni siquiera se había vuelto a saludarme. Qué tontería, dirás, pero me sentí humillada y no pude contenerme. Abandoné el balcón, bajé las escaleras y salí corriendo a la calle.

»Apenas me podía mover entre aquella marejada. La multitud ocupaba la Calle Real de rostro a rostro y me costó un triunfo llegar hasta la Plaza de Armas. Cuando al fin pude entrar en el recinto, vi al general en el balcón de palacio. Su Estado Mayor hacía gestos para que la gente callara, pero los que gritaban no estaban por la labor y, entre vítores y aplausos, hacían demandas terribles. Querían la cabeza de los ministros serviles, del obispo, de los jesuítas. Y por momentos volví a vivir la repugnante sensación que había experimentado cuando, allí mismo, vi emerger de un canasto la cabeza de Serapio Cruz.

»El gentío guardó al cabo silencio y el general les habló. Les dijo que no habría revanchismos ni venganzas. Que la revolución no se iba a solazar con desmanes ni actos de barbarie con los vencidos. Esta es la revolución de la libertad, dijo a voces, y ay de aquél que se atreva a abusar de ella.

»Yo estaba ensimismada. Era la primera vez que oía palabras así en un país donde la intolerancia religiosa había llevado a la intolerancia política. O quizá al revés. O tal vez hayan ido siempre de la mano. No importa, la cuestión era que don Miguel dejaba las cosas claras desde el primer momento. Su discurso auguraba, ¡ay!, los idus de junio, una nueva nación, un tiempo nuevo con ideas y hombres nuevos. Aquél era también el sueño cumplido de la tía, de las
Damas del Amor Hermoso,
de
Don Chema
Samayoa, de los Larrave, los Estrada, los Barrundia, los Valle, los Diéguez, los Molina, los Gálvez y tantos otros que esperaban ver, desde medio siglo atrás, sus sueños de libertad realizados.

»Sentí que alguien me tocaba el hombro. Me volví sobresaltada. Néstor me miraba a los ojos y reía. Yo no pude discernir la razón de aquel milagro, pero él, adivinando la pregunta, se limitó a señalar mi pamela. Debía de ser la única que había en la plaza. Después me tomó de la mano y, abriéndose camino a empujones, me llevó al Portal del Comercio. Allí me abrazó y me besó. No dejamos de hacerlo por un rato. Tomábamos aire, me miraba como cautivado, y yo a él, y volvíamos a abrazarnos.

»Estaba más hecho, a pesar de su delgadez. Era un hombre, Elena, no un jovencito. ¡Dios mío, siempre que recuerdo aquella hora me estremezco! Imagínate. Por encima de nosotros, la voz del general hacía promesas de un país nuevo y distinto, y abrazado a mi tenía el fantasma de mis sueños.

»Fue uno de los mejores momentos de mi vida... miento otra vez: fue el mejor, el más intenso. Yo sentía un deseo muy grande de amor físico. Supuse que a Néstor le ocurría igual. Así que, separando mis labios de los suyos, le susurré, acalorada, al oído:

»—Quiero estar con usted esta noche...»

III. Duelo de odios
1. El coplón

Cuando a don Porfirio Frutos le preguntaban cuál era su oficio, respondía que el de juntaletras y arrimapárrafos. Y comoquiera que el indagador de turno concluía por lo regular con un «entonces es usted escritor», don Porfirio se refugiaba en una sonrisa socarrona e insistía:

—No, no: soy juntaletras y arrimapárrafos.

Y es que don Porfirio era cajista, ocupación que consistía en alzar textos en un soporte, seleccionando de pequeñas cajas letras y signos de puntuación que después unía en planchas de plomo.

Don Porfirio trabajaba de pie, en un taller caluroso y oscuro propiedad de don Eliseo Taboada, situado en la calle del Hospicio. Lo hacía sobre una mesa inclinada, con el panal de cajitas enfrente y, sujeto por una pinza, un texto que colgaba a la altura de los ojos. Ordenado y perfeccionista, don Porfirio calificaba su trabajo de «menos que un arte y más que un oficio» y presumía de que, ante sus ojos, había pasado la reciente historia de la República, merced al semanario de ocho páginas que armaba con el auxilio de un aprendiz.

De manera inopinada, el semanario dejó de publicarse la penúltima semana de junio de aquel año de gracia de 1871. Sus dos editores, ambos adeptos al gobierno de Cerna, habían huido del país y dejado sin pagar una suma considerable. Don Porfirio temió por su empleo, pero, en medio de la grave situación en que don Eliseo se hallaba, el gobierno revolucionario declaró la total libertad de expresión, sin limitaciones, obstáculos, frenos ni censuras, fueran éstas civiles o eclesiásticas.

Y allí fue Troya. O acaso sea más propio decir la biblioteca de Alejandría. La imprenta comenzó a recibir un aluvión de trabajos tan copioso que, un mes más tarde, ni el taller ni el personal se daban abasto. Don Elíseo recuperó muy pronto la pérdida y, en vista de lo bien que iba el negocio, dispuso importar una nueva máquina que imprimía el doble de páginas y a más velocidad que la vieja.

Don Porfirio asistía, perplejo, al cambio. El taller había vivido hasta entonces no sólo del semanario, sino también de la impresión de hojas devotas, novenarios, estampas, almanaques y vidas de santos que el cajista coleccionaba y exhibía con justificado orgullo por haber salido de sus cajas y sus plomos. Ahora, empero, la imprenta se veía inundada con toda clase de pasquines deslenguados, manifiestos, hojas sueltas, folletos escandalosos y hasta un nuevo semanario,
El Liberal Progresista
, que don Elíseo Taboada había resuelto editar en reemplazo del fenecido.

Cierto día, don Porfirio recibió el encargo de levantar un texto que había de imprimirse con urgencia: un coplón irreverente y sin firma que se mofaba del clero. Y don Porfirio que, además de ordenado y prolijo, era hombre muy devoto, se horrorizó. No podía entender que su patrón hubiese autorizado la impresión de tal atrocidad y se fue a hablar con él. Pero don Elíseo, sin duda influido por los nuevos vientos que corrían en el país, le dijo que el pecado no era de quien imprimía sino de quienes pagaban por imprimir, y que se limitara a obedecer y a hacer su trabajo sin objeciones ni peros.

Don Elíseo, quien durante toda su vida había sido un conservador de rompe y rasga, no perdía ocasión ahora de gritar viva la libertad y vivan los liberales. Y como don Porfirio tenía seis bocas que atender, volvió a las cajas, colgó el coplón en la pinza y comenzó a juntar las letras y a arrimar los párrafos de una cantinela cuyas primeras estrofas rezaban así:

Si los curas y frailes

supieran la paliza que les van a dar

estarían todo el día cantando

¡libertad, libertad, libertad!

2. El despertar

«Tras aquel augural 30 de junio, Néstor
y
yo guardamos una discreta, pero desaforada, relación amorosa. Mi sensualidad había brotado de repente y yo no sabía cómo manejar aquel cúmulo de sensaciones nuevas. Vivía en un estado febril, abrasada en un sofoco que sólo experimentaba alivio tras las convulsiones del éxtasis. Amar se había vuelto para mí una demencia, un perturbador motín de los sentidos que me era muy difícil sujetar.

»Ignoraba yo hasta qué extremo el amor carnal te puede alterar la vida y sólo sé decirte que la mujer que había habitado en mí hasta esos días empezó a caducar con una celeridad insospechada, al paso que surgía otra más complicada y ansiosa, y excuso decir, más desinhibida.

»Los primeros días, sin embargo, no fueron muy felices. El tifus se había llevado a doña Genoveva, la madre de Néstor, unos días antes de que el ejército libertador entrara en la capital, y Rafael se negaba a verle ni hablarle, pues tenía a Néstor por poco menos que la casaca de Judas. Pero, con todo y el dolor que le causaba el silencio de su hermano y no haberse podido reconciliar con su madre, Néstor no se derrumbó.

»Ayudaba, desde luego, el júbilo que vivía el país. Pasar de lo viejo a lo nuevo engendra una euforia contagiosa que alivia traumas y olvida pesares. De un estado de abatimiento y baja estima, quieres pasar a otro más animoso y risueño. Y ésas eran en aquellos días las emociones de un pueblo que deseaba borrar las huellas del pasado. Vivíamos... ¿cómo explicarlo?... una conciencia inédita, un cambio de mentalidad semejante al que suscita, imagino, el nacimiento de una herejía. La libertad era una fiesta y aunque, por el luto de Néstor, no nos entregamos a sus júbilos, sí nos dimos a sus transgresiones.

»Hacíamos el amor en mi casa, cuando la tía, quien ya no conocía a nadie, se retiraba a su alcoba y las mucamas, a su cuarto. Pasábamos la noche juntos y cuando volvíamos a vernos, todo era nuevo otra vez: nuestros cuerpos, nuestros jadeos, nuestra fiebre. No deseábamos otra cosa que incinerarnos en aquella hoguera, esquiva a todo lo que mermara su ardor. Descubrir una sensibilidad oculta o una voluptuosidad inesperada bastaban para que nos abandonáramos a ellas sin censura. Habíamos perdido la inocencia y, sin embargo, nos regocijábamos de ello sin pudor, entregándonos uno al otro hasta que las fuerzas nos vencían. A ninguno de los dos le importaba quebrantar unas normas morales que hasta esas fechas habíamos acatado mientras otros, más hipócritas, las violaban en secreto. Y a lo largo de dos meses nos amamos sin contrición ni remilgos y sin que el deseo de poseernos diera muestras de atenuarse. Qué te voy a decir que no sepas. No hay nada que se parezca al encuentro con esa enajenación en que los sentidos se arrebatan y te elevan a las cúpulas más altas del placer.

»Pero hubo un despertar aún más pertubador que nos dejó, no sólo a Néstor y a mí, sino a toda la nación, desconcertados. Veinticuatro horas después de haber tomado el poder, don Miguel García Granados decretó la libertad de imprenta. Y desde ese día en adelante, la vida, la cultura y la idiosincrasia del país, tal y como yo las había conocido, empezaron a declinar, al tiempo que otras insospechadas iniciaban su andadura.

»Por primera vez en nuestra historia podíamos hablar sin temor a decir lo que pensábamos. La gente recitaba en voz alta y sin pudor dichos como:
Cuando veas a un cura de La Merced, ponte de espaldas a la pared.
O bien,
si un cura te da un bizcocho, es que se ha comido ocho.
Las niñas de los colegios de monjas dejaban de cantar aquella cancionci-ta que decía
las modas arrastran/al fuego infernal/vestid con decencia/si os queréis salvar,
¿recuerdas?, y la reemplazaban por otras como
el primer amor que tenga/ha de ser de un señor cura./Aunque no tenga dinero/tendrá tortilla segura.

»Fue un desahogo saludable. El país se hallaba inmerso en un cambio inesperado donde todo bien parecía posible. Había que erradicar cuanto antes los lastres históricos y crear sin demora un país con una nueva identidad. El problema era que no había unanimidad en la dirección que debía tomar la historia. Sabíamos de dónde veníamos, pero no a dónde ni cómo ir. Habitábamos una tierra de nadie en la que convivían simultáneamente lo que agonizaba y lo que aún estaba por nacer. Una sociedad intolerante y trasnochada se desleía ante nuestros ojos, al tiempo que otra nueva comenzaba a tejer su propio destino. Y el país se contagiaba de aquella exaltación y aquellas alas con las que pretendíamos elevarnos a un mayor grado de autoestima.

»Néstor planeaba abrir un bufete. Se avecinaban nuevos códigos, nueva Constitución, nueva ordenación jurídica. La coyuntura no podía ser mejor para un joven abogado que estaba en el poder y que, además, había hecho la revolución. Así que dispuso seguir trabajando con
Chico
Andreu, en la Presidencia del Gobierno, y dedicar el tiempo libre al bufete.

»Todo iba tan bien esos días que pensamos casarnos en octubre. Las perspectivas del país le tenían entusiasmado. Su vida, me decía, tenía ahora un solo propósito: construir una familia y una nueva patria.

»Pero cuando todos pensaban que la tierra temblaba bajo el paso de los liberales, la revolución empezó a perder pulso. Con cada decisión del Gobierno se desataba una reacción imprevista y a menudo terrible. Las aguas llevaban contenidas demasiado tiempo y los diques comenzaron a agrietarse. Los conservadores no se limitaron a cruzarse de brazos ante la derrota y, atizados por el resentimiento, lanzaron contra el liberalismo una ofensiva devastadora.

»Fue como el sonido de un trueno en medio de un día de sol. Los heraldos de la vorágine hicieron sonar sus tambores. Y de improviso, dos formas de ver la vida, dos lógicas enfrentadas, la ilustrada y la absolutista, se aventaron una a la otra con el fin de arrancarse las entrañas.

»La libertad impone estas cargas, supongo, cuando se vive tanto tiempo privados de ella. Disociarse y caer en la anarquía pareciera ser la propensión de todos aquellos pueblos que, de pronto, se liberan de doctrinas impuestas por alguna autoridad inapelable. Y nosotros no fuimos la excepción.

La argamasa que había sostenido los muros del país, luego de que una rígida ortodoxia lo hubiese atenazado durante siglos, estaba a punto de desmoronarse. Y eso era algo que el poder sacerdotal no podía consentir. De resultas, el clero llamó a una cruzada y los liberales, a una guerra sin cuartel. El rencor mostró sus colmillos, la ira sacó sus uñas y el país se volvió un tumulto maniqueo entre aves de presa y serpientes, como Néstor lo solía llamar. O eras
fiebre
o eras
servil.
Si eras
fiebre,
tenías que ser la fiebre de la fiebre. Y si
servil,
un fanático recalcitrante. No había lugar para los términos medios. La discordia se había enconado en nosotros y la revolución que yo creía concluida, se volvió un sangriento zafarrancho que, lejos de librarnos de la barbarie, nos hundió aún más en sus abismos».

3. Desencuentro en palacio

19 de julio de 1871,

Palacio de Gobierno

Néstor Espinosa abandonó su despacho situado en la Casa Presidencial y cruzó la calle de Mercaderes. Caminó bajo el Portal de los Soldados, el largo pasaje de cuarenta . arcos que ornaba la fachada del palacio de Gobierno, y entró por la puerta principal del edificio ante el amistoso saludo de dos veteranos de la batalla de Laguna Seca.

No era propiamente un palacio. Lo llamaban así por tradición. Era un enorme edificio de una sola planta cuyas dependencias conservaban la austeridad de un recinto militar, ya que, hasta medio siglo antes, había sido la sede de la Capitanía General de Centroamérica. De hecho era más cuartel que palacio, pero la blanquísima arquería de la fachada le otorgaba esa notación de grandeza a que toda ciudad modesta aspira.

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