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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (29 page)

BOOK: El sueño del celta
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¿Serviría su informe? Por lo menos para que la Peruvian Amazon Company fuera sancionada, sin duda. El Gobierno británico pediría al Gobierno peruano que lle vara a los tribunales a los responsables de los crímenes. ¿Se atrevería el presidente Augusto B. Leguía a hacerlo? Juan Tizón decía que sí, que, al igual que en Londres, en Lima estallaría un escándalo cuando se supiera lo que aquí ocurría. La opinión pública exigiría castigo para los culpables. Pero Roger dudaba. ¿Qué podía hacer el Gobierno peruano en el Putumayo, donde no tenía un solo representante y donde la Compañía de Julio C. Arana se jactaba, con razón, de ser ella, con sus bandas de asesinos, la que man tenía la soberanía del Perú sobre estas tierras? Todo se quedaría en algunos desplantes retóricos. El martirio de las comunidades indígenas de la Amazonia proseguiría, hasta su extinción. Esta perspectiva lo deprimía. Pero, en vez de paralizarlo, lo incitaba a esforzarse más, investigan do, entrevistando y escribiendo. Tenía ya un alto de cuadernos y fichas escritos con su letra clara y apurada.

De Ultimo Retiro pasaron a Entre Ríos, en un desplazamiento por río y por tierra que los llevó a sumergirse en la maleza toda una jornada. La idea encantó a Roger Casement: en ese contacto corporal con la naturaleza bravía reviviría sus años mozos, las largas expediciones de su juventud por el continente Africano. Pero, aunque en esas doce horas de recorrido por la selva, hundiéndose a ratos hasta la cintura en el fango, resbalando en matorrales que ocultaban pendientes, haciendo ciertos tramos en canoas que, al impulso de las pértigas de los indígenas, se deslizaban por unos «caños de agua» delgadísimos sobre los cuales descendía un follaje que oscurecía la luz del sol, sintió a veces la excitación y la alegría de antaño, la experiencia le sirvió sobre todo para comprobar el paso del tiempo, el desgaste de su cuerpo. No sólo era el dolor en los brazos, la espalda y las piernas, también el cansancio invencible contra el que tuvo que luchar haciendo esfuerzos denodados para que sus compañeros no lo notaran. Louis Barnes y Seymour Bell quedaron tan agotados que, desde la mitad del viaje, debieron ser cargados en hamacas cada uno por cuatro indígenas de la veintena que los escoltaba. Roger observó, impresionado, cómo estos indios de piernas tan delgadas y contextura esquelética se desplazaban con des envoltura llevando sobre los hombros sus equipajes y pro visiones, sin comer ni beber durante horas. En uno de los descansos, Juan Tizón aceptó el pedido de Casement y ordenó que se repartieran varias latas de sardinas entre los indígenas.

Durante el recorrido vieron bandadas de loros y esos monitos juguetones de ojos vivísimos llamados «frailecillos», muchas clases de pájaros, e iguanas de ojos legañosos cuyas pieles rugosas se confundían con las ramas y troncos en los que estaban aplastadas. Y, asimismo, una victoria regia, esas hojas circulares enormes que flotaban en las lagunas como balsas.

Llegaron a Entre Ríos al atardecer. La estación es taba convulsionada porque un jaguar se había comido a una indígena que se alejó del campamento para ir a parir, sola, como acostumbraban las nativas, a orillas del río. Una partida de cazadores había salido en busca del jaguar, en cabezada por el jefe, pero volvieron, ya al anochecer, sin haber dado con la fiera. El jefe de Entre Ríos se llamaba Andrés O'Donnell. Era joven y apuesto y decía que su padre era irlandés, pero Roger, después de interrogarlo, advirtió en él un despiste tan grande respecto a sus ante pasados y a Irlanda, que probablemente fue más bien el abuelo o el bisabuelo de O'Donnell el primer irlandés de la familia en pisar tierra peruana. Le apenó que un descendiente de irlandeses fuera uno de los lugartenientes de Arana en el Putumayo, aunque, según los testimonios, parecía menos sanguinario que otros jefes: se lo había visto azotar a indígenas y robarles sus mujeres y sus hijas para su harén particular —tenía siete mujeres viviendo con él y una nube de hijos—, pero en su prontuario no figuraba haber matado a nadie con sus manos ni haber ordenado asesinatos. Eso sí, en un lugar visible de Entre Ríos, se alzaba el cepo y todos los «muchachos» y barbadenses llevaban látigos a la cintura (algunos los usaban como correas para los pantalones). Y gran número de indios e indias lucían cicatrices en las espaldas, piernas y nalgas.

Pese a que su misión oficial le exigía interrogar sólo a los ciudadanos británicos que trabajaban para la Compañía de Arana, es decir, a los barbadenses, desde Occidente Roger comenzó a entrevistar también a los «racionales» dispuestos a contestar sus preguntas. En Entre Ríos esta práctica se extendió a toda la Comisión. Los días que estuvieron aquí dieron testimonio ante ellos, además de los tres barbadenses que servían a Andrés O'Donnell como capataces, el mismo jefe y buen número de sus «muchachos».

Casi siempre ocurría lo mismo. Al principio, todos eran reticentes, evasivos y mentían con descaro. Pero bastaba un desliz, una imprudencia involuntaria que revelara el mundo de verdades que ocultaban para que de pronto se lanzaran a hablar y a contar más de lo que se les pedía, implicándose a sí mismos como prueba de la veracidad de aquello que contaban. Pese a varios intentos que hizo, Roger no pudo recoger el testimonio directo de algún indio.

El 16 de octubre de 1910, cuando él y sus compañeros de la Comisión, acompañados por Juan Tizón, tres barbadenses y unos veinte indios muinanes, dirigidos por su curaca, que llevaban el cargamento, se dirigían a través del bosque, por una pequeña trocha, de la estación de Entre Ríos a la de Matanzas, Roger Casement anotó en su diario una idea que había ido tomando cuerpo en su cabeza desde que desembarcó en Iquitos: «He llegado a la convicción absoluta de que la única manera como los indígenas del Putumayo pueden salir de la miserable condición a que han sido reducidos es alzándose en armas contra sus amos. Es una ilusión desprovista de toda realidad creer, como Juan Tizón, que esta situación cambiará cuando llegue aquí el Estado peruano y haya autoridades, jueces, policías que hagan respetar las leyes que prohiben la servidumbre y la esclavitud en el Perú desde 1854. ¿Las harán respetar como en Iquitos, donde las familias compran por veinte o treinta soles a las niñas y niños robados por los traficantes? ¿Harán respetar las leyes esas autoridades, jueces y policías que reciben sus sueldos de la Casa Arana porque el Estado no tiene con qué pagarles o porque los pillos y burócratas se roban el dinero en el camino? En esta sociedad el Estado es parte inseparable de la máquina de explotación y de exterminio. Los indígenas no deben esperar nada de semejantes instituciones. Si quieren ser libres tienen que conquistar su libertad con sus brazos y su coraje. Como el cacique bora Katenere. Pero sin sacrificarse por razones sentimentales, como él. Luchando has ta el final». Mientras, absorbido por estas frases que había estampado en su diario, caminaba a buen ritmo, abriéndose paso con un machete entre las lianas, matorrales, troncos y ramas que obstruían la trocha, una tarde se le ocurrió pensar: «Los irlandeses somos como los huitotos, los boras, los andoques y los muinanes del Putumayo. Colonizados, explotados y condenados a serlo siempre si seguimos con fiando en las leyes, las instituciones y los Gobiernos de Inglaterra, para alcanzar la libertad. Nunca nos la darán. ¿Por qué lo haría el Imperio que nos coloniza si no siente una presión irresistible que lo obligue a hacerlo? Esa presión sólo puede venir de las armas». Esta idea que, en los días, semanas, meses y años futuros, iría puliendo y reforzando —que Irlanda, como los indios del Putumayo, si quería ser libre tendría que pelear para lograrlo— lo absorbió de tal modo durante las ocho horas que les tomó el trayecto, que se olvidó incluso de pensar que dentro de muy poco conocería en persona al jefe de Matanzas: Ar mando Normand.

Situada a orillas del río Cahuinari, un afluente del Caquetá, para llegar a la estación de Matanzas había que escalar una pendiente escarpada a la que la fuerte lluvia que se desató poco antes de su llegada había convertido en una torrentera de barro. Sólo los muinanes la pudieron trepar sin caerse. Los demás se resbalaban, rodaban, se levantaban cubiertos de fango y moretones. En el descampa do, también protegido por empalizada de cañas, unos indígenas baldearon a los viajeros para sacarles el barro.

El jefe no estaba. Dirigía una «correría» contra cinco indígenas fugitivos que, al parecer, habían conseguido cruzar la frontera colombiana, muy próxima. Había cinco barbadenses en Matanzas y los cinco trataron con mucho respeto al «señor cónsul», de cuya venida y misión estaban perfectamente enterados. Los llevaron a las casas donde se alojarían. A Roger Casement, Louis Barnes y Juan Tizón los instalaron en una gran vivienda de tablas, techo de yarina y ventanas con rejillas que, les dijeron, era la casa de Normand y sus mujeres cuando estaban en Matanzas. Pero su vivienda habitual se hallaba en La China, un pequeño campamento a un par de kilómetros río arriba, don de a los indios les estaba prohibido acercarse. Allí vivía el jefe rodeado de sus «racionales» armados, pues temía ser víctima de un intento de asesinato por parte de los colombianos, que lo acusaban de no respetar la frontera y cruzar la en sus «correrías» para secuestrar cargadores o capturar a desertores. Los barbadenses les explicaron que Armando Normand llevaba siempre consigo a las mujercitas de su harén porque era muy celoso.

En Matanzas había boras, andoques y muinanes pero no huitotos. Casi todos los indígenas tenían cicatrices de látigo y por lo menos una docena de ellos la marca de la Casa Arana en las nalgas. El cepo estaba en el centro del descampado, bajo ese árbol lleno de forúnculos y plantas parásitas llamado lupuna al que todas las tribus de la región profesaban una reverencia impregnada de miedo.

En su cuarto, que, sin duda, era el del propio Normand, Roger vio fotografías amarillentas donde aparecía la cara aniñada de aquél, un diploma de The London School of Bookkeepers del año 1903, y otro, anterior, de un Sénior School. Era cierto, pues: había estudiado en Inglaterra y tenía un título de contador.

Armando Normand entró en Matanzas cuando anochecía. Por la ventanita enrejada, Roger lo vio pasar, en el resplandor de las linternas, bajito, menudo y casi tan enclenque como un indígena, seguido de «muchachos» de ca ras patibularias armados de winchesters y revólveres, y de unas ocho o diez mujeres embutidas en la cushma o túnica amazónica, y meterse a la vivienda vecina.

Durante la noche Roger se despertó varias veces, angustiado, pensando en Irlanda. Sentía nostalgia de su país. Había vivido tan poco en él y, sin embargo, se sentía cada vez más solidario con su suerte y sufrimientos. Desde que había podido ver de cerca el vía crucis de otros pueblos colonizados, la situación de Irlanda le dolía como nunca antes. Tenía urgencia por terminar con todo esto, acabar el informe sobre el Putumayo, entregarlo al Foreign Office y volver a Irlanda a trabajar, ahora sin distracción alguna, con esos compatriotas idealistas y entregados a la causa de su emancipación. Recuperaría el tiempo perdido, se volcaría en Eire, estudiaría, actuaría, escribiría y por todos los medios a su alcance trataría de convencer a los irlandeses de que, si querían la libertad, tendrían que conquistarla con arrojo y sacrificio.

A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar, ahí estaba Armando Normand, sentado ante una mesa con frutas, trozos de yuca que hacían las veces de pan y tazas de café. En efecto, era muy bajito y flaco, con una cara de niño avejentado y una mirada azul, fija y dura, que aparecía y desaparecía por su parpadeo constante. Llevaba botas, un overol azul, una camisa blanca y encima un chaleco de cuero con un lapicero y una libretita asomando en uno de sus bolsillos. Cargaba un revólver en la cintura.

Hablaba perfecto inglés, con un extraño deje, que Roger no alcanzó a identificar de dónde procedía. Lo saludó con una venia casi imperceptible, sin decir palabra. Fue muy parco, casi monosilábico, para responder sobre su vida en Londres, así como precisar su nacionalidad —«digamos que soy peruano»—, y respondió con cierta altanería cuando Roger le dijo que él y los miembros de la Comisión se habían quedado impresionados al ver que en los dominios de una compañía británica se maltrataba a los indígenas de manera inhumana.

—Si vivieran aquí, pensarían de otro modo —comentó, secamente, sin amilanarse lo más mínimo. Y, después de una pequeña pausa, añadió—: A los animales no se les puede tratar como a los seres humanos. Una yacumama, un jaguar, un puma, no entienden razones. Los salvajes tampoco. En fin, ya sé, a forasteros que están por aquí sólo de paso no se les puede convencer.

—Viví veinte años en el África y no me volví un monstruo —dijo Casement—. Que es en lo que se ha convertido usted, señor Normand. Su fama nos ha acompañado a lo largo de todo el viaje. Los horrores que se cuentan de usted en el Putumayo superan todo lo imaginable. ¿Lo sabía?

Armando Normand no se conmovió en absoluto. Mirándolo siempre con esa mirada blanca e inexpresiva, se limitó a encoger los hombros y escupió en el suelo.

—¿Puedo preguntarle cuántos hombres y mujeres ha matado usted? —le soltó Roger a boca de jarro.

—Todos los que ha hecho falta —repuso el jefe de Matanzas, sin cambiar de tono y levantándose—. Discúlpeme. Tengo trabajo.

El disgusto que Roger sentía hacia ese hombrecillo era tan grande que decidió no entrevistarlo personalmente y dejar la tarea a los miembros de la Comisión. Ese asesino sólo les diría una catarata de mentiras. El se dedicó a escuchar a los barbadenses y «racionales» que aceptaron testimoniar. Lo hizo mañana y tarde, dedicando el resto del día a desarrollar con más cuidado los apuntes que tomaba durante las entrevistas. En las mañanas, bajaba a zambullirse en el río, sacaba algunas fotos y luego no pa raba de trabajar hasta el anochecer. Caía rendido en su camastro. Su sueño era entrecortado y febril. Notaba cómo día a día se iba adelgazando.

Estaba cansado y harto. Como le ocurrió en algún momento en el Congo, empezó a temer que la sucesión enloquecedora de crímenes, violencias y horrores de toda índole que iba descubriendo a diario, afectara su equilibrio mental. ¿Resistiría todo este espanto cotidiano la sanidad de su espíritu? Lo desmoralizaba pensar que en la civilizada Inglaterra pocos creerían que los «blancos» y «mestizos» del Putumayo podían llegar a estos extremos de salvajismo. Una vez más sería acusado de exageración y prejuicio, de agigantar los abusos para dar mayor dramatismo a su in forme. No sólo el inicuo maltrato contra los indígenas lo tenía en ese estado. Sino saber que, después de ver, oír y ser testigo de lo que aquí sucedía, nunca más tendría la visión optimista de la vida que tuvo en su juventud.

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