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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (38 page)

BOOK: El sueño del celta
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Estaba pálido, le temblaba la voz y había comenzado a morderse una uña. Pidió una copita de aguardiente y se la bebió de golpe. Escuchó en silencio la relación que le hizo Roger de su entrevista con el prefecto Gamarra.

—Es un soberano farsante —le dijo al fin, envalentonado por el trago—. Gamarra tiene un informe mío, corroborando todas las acusaciones del juez Valcárcel. Se lo entregué en julio. Han pasado más de tres meses y todavía no lo envía a Lima. ¿Por qué cree usted que lo ha retenido tanto tiempo? Porque todo el mundo sabe que el prefecto Adolfo Gamarra es también, como medio Iquitos, un empleado de Arana.

En cuanto al juez Valcárcel, le dijo que había salido del país. No sabía su paradero, pero sí que, si se hubiera quedado en Iquitos, probablemente sería ya cadáver. Se puso de pie, bruscamente:

—Que es lo que me ocurrirá a mí también en cual quier momento, señor cónsul —se limpiaba el sudor mientras hablaba y Roger pensó que iba a romper en llanto—. Porque yo, por desgracia, no puedo irme. Tengo mujer e hijos y mi único negocio es el periódico.

Se marchó sin siquiera despedirse. Roger regresó donde el prefecto, enfurecido. El señor Adolfo Gamarra le confesó que, en efecto, el informe elaborado por el doctor Paredes no había podido ser enviado a Lima «por problemas de logística, felizmente ya resueltos». Partiría de todas maneras esta semana misma «y con un propio para mayor seguridad, pues el mismo presidente Leguía lo reclama con urgencia».

Todo era así. Roger se sentía mecido en un remolino adormecedor, dando vueltas y vueltas en el sitio, manipula do por fuerzas tortuosas e invisibles. Todas las gestiones, promesas, informaciones, se descomponían y disolvían sin que los hechos correspondieran jamás a las palabras. Lo que se hacía y lo que se decía eran mundos aparte. Las palabras negaban los hechos y los hechos desmentían a las palabras y todo funcionaba en la engañifa generalizada, en un divorcio crónico entre el decir y el hacer que practicaba todo el mundo.

A lo largo de la semana estuvo haciendo averiguaciones múltiples sobre el juez Carlos A. Valcárcel. Como Saldaña Roca, el personaje le inspiraba respeto, afecto, piedad, admiración. Todos prometían ayudarlo, informar se, llevarle el recado, localizarlo, pero lo mandaban de un lugar a otro sin que nadie le diera la menor explicación seria sobre su situación. Por fin, siete días después de llegar a Iquitos, consiguió salir de esa telaraña enloquecedora gracias a un inglés residente en la ciudad. Mr. F. J. Harding, gerente de la
John
Lilly & Company, era un hombre alto y tieso, solterón y casi calvo, uno de los pocos comerciantes de Iquitos que no parecía bailar a los compases de la Peruvian Amazon Company.

—Nadie le dice ni le dirá lo sucedido con el juez Valcárcel porque temen verse enredados en el lío, sir Roger —conversaban en la casita de Mr. Harding, vecina del malecón. En las paredes había grabados de castillos escoceses. Tomaban un refresco de coco—. Las influencias de Arana en Lima consiguieron que el juez Valcárcel fuera destituido, acusado de prevaricación y no sé cuántas falsedades más. El pobre hombre, si está vivo, debe lamentar amargamente haber cometido el peor error de su vida aceptando esta misión. Vino a meterse en la boca del lobo y lo ha pagado caro. Era muy respetado en Lima, parece. Ahora lo han hundido en la mugre y acaso asesinado. Nadie sabe dónde está. Ojalá se haya marchado. Hablar de él se ha vuelto un tabú en Iquitos.

En efecto, la historia de ese probo y temerario doctor Carlos A. Valcárcel que vino a Iquitos a investigar los «horrores del Putumayo» no podía ser más triste. Roger la fue reconstruyendo en el curso de estas semanas como un rompecabezas. Cuando tuvo la audacia de dictar orden de detención contra 237 personas por presuntos crímenes, casi todas ellas vinculadas a la Peruvian Amazon Company, corrió un escalofrío por la Amazonia. No sólo la peruana, también la colombiana y la brasileña. De inmediato, la maquinaria del imperio de Julio C. Arana acusó el golpe y comenzó su contraofensiva. La policía sólo pudo localizar a nueve de los 237 incriminados. De los nueve, el único realmente importante era Aurelio Rodríguez, uno de los jefes de sección en el Putumayo, responsable de un abultado prontuario de raptos, violaciones, mutilaciones, secuestros y asesinatos. Pero los nueve detenidos, incluido Rodríguez, presentaron un
habeas corpus
a la Corte Superior de Iquitos y el Tribunal los puso en libertad provisional mientras estudiaba su expediente.

—Desafortunadamente —explicó a Roger el prefecto, sin pestañear y afligiendo la expresión—, aprovechan do la libertad provisional esos malos ciudadanos huye ron. Como usted no puede ignorar, será difícil encontrarlos en la inmensidad de la Amazonia si la Corte Superior con valida la orden de arresto.

La Corte no tenía ningún apuro en hacerlo, pues cuando Roger Casement fue a preguntar a los jueces cuándo verían el expediente, le explicaron que eso se hacía «por riguroso orden de llegada de los casos». Había un voluminoso número de legajos en la cola «antes del susodicho que a usted le interesa». Uno de los pasantes del Tribunal se permitió añadir, en tono de burla:

—Aquí la justicia es segura pero lenta y estos trámites pueden durar muchos años, señor cónsul.

Pablo Zumaeta, desde su supuesto escondite, orquestó la ofensiva judicial contra el juez Carlos A. Valcárcel, iniciándole, a través de testaferros, múltiples denuncias por prevaricación, desfalco, falso testimonio y otros varios delitos. Una mañana se presentaron en la comisaría de Iquitos una india bora y su hija de pocos años, acompañadas de un intérprete, para acusar al juez Carlos A. Valcárcel de «atentado contra el honor de una menor». El juez tuvo que emplear gran parte de su tiempo en defenderse de esas fabricaciones calumniosas, declarando, corretean do y escribiendo oficios en vez de ocuparse de la investigación que lo trajo a la selva. El mundo entero se le fue cayendo encima. El hotelito donde estaba alojado, El Yurimaguas, lo despidió. No encontró albergue ni pensión en la ciudad que se atreviera a cobijarlo. Tuvo que alquilar una pequeña habitación en Nanay, una barriada llena de basurales y estanques de aguas pútridas, donde, en las noches, sentía bajo su hamaca las carreritas de las ratas y pisaba cucarachas.

Todo esto lo fue sabiendo Roger Casement a pedazos, con detalles susurrados aquí y allá, mientras aumentaba su admiración por ese magistrado al que hubiera querido estrecharle la mano y felicitarlo por su decencia y su coraje. ¿Qué había sido de él? Lo único que pudo saber con certeza, aunque la palabra «certeza» no parecía tener arraigo firme en el suelo de Iquitos, era que, cuando llegó la orden de Lima destituyéndolo, Carlos A. Valcárcel ya había desaparecido. Desde entonces nadie en la ciudad podía dar cuenta de su paradero. ¿Lo habían matado? Se repetía la historia del periodista Benjamín Saldaña Roca. La hostilidad contra él había sido tan grande que no tuvo más remedio que huir. En una segunda entrevista, en casa de Mr. Stirs, el director de
El Oriente
, Rómulo Paredes, le dijo:

—Yo mismo le aconsejé al juez Valcárcel que se mandara mudar antes de que lo mataran, sir Roger. Ya le habían llegado bastantes avisos.

¿Qué clase de avisos? Provocaciones en los restaurantes y bares donde el juez Valcárcel entraba a comer un bocado o tomar una cerveza. Súbitamente, un borracho lo insultaba y lo desafiaba a pelear mostrándole una chaveta. Si el juez iba a presentar una denuncia a la policía o a la Prefectura, le hacían rellenar interminables formularios, pormenorizando los hechos, y asegurándole que «investigarían su queja».

Roger Casement se sintió muy pronto como debía haberse sentido el juez Valcárcel antes de escapar de Iquitos o de ser liquidado por alguno de los asesinos a sueldo de Arana: engañado por doquier, convertido en el hazmerreír de una comunidad de títeres cuyos hilos movía la Peruvian Amazon Company, a la que todo Iquitos obedecía con obsecuencia vil.

Se había propuesto volver al Putumayo, aunque era evidente que, si aquí en la ciudad la Compañía de Arana había conseguido burlar las sanciones y evitar las reformas anunciadas, era obvio que allá en las caucherías todo seguiría igual o peor que antes, tratándose de los indígenas. Rómulo Paredes, Mr. Stirs y el prefecto Adolfo Gamarra lo urgieron a renunciar a ese viaje.

—Usted no saldrá vivo de allá y su muerte no ser virá para nada —le aseguró el director de
El Oriente
—. Señor Casement, siento decírselo, pero usted es el hombre más odiado en el Putumayo. Ni Saldaña Roca, ni el gringo Hardenburg, ni el juez Valcárcel, son tan detestados como usted. Yo regresé vivo del Putumayo de milagro.

Pero ese milagro no se va a repetir si usted va allá a que lo crucifiquen. Además, ¿sabe una cosa?, lo más absurdo será que lo harán matar con los dardos envenenados de las cerbatanas de esos boras y huitotos que usted defiende. No vaya, no sea insensato. No se suicide.

El prefecto Adolfo Gamarra, apenas se enteró de sus preparativos de viaje al Putumayo, vino a buscarlo al Hotel Amazonas. Estaba muy alarmado. Lo llevó a tomar una cerveza a un bar donde tocaban música brasileña. Fue la única vez que a Roger le pareció que el funcionario le hablaba con sinceridad.

—Le suplico que renuncie a esa locura, señor Casement —le dijo, mirándolo a los ojos—. Yo no tengo cómo asegurar su protección. Siento decírselo, pero es la verdad. No quiero cargar con su cadáver en mi hoja de servicios. Sería el fin de mi carrera. Le digo esto con el corazón en la mano. No llegará usted al Putumayo. He conseguido, con mucho esfuerzo, que aquí nadie lo toque. No ha sido nada fácil, se lo juro. He tenido que rogar y amenazar a quienes mandan. Pero mi autoridad desaparece fuera de los límites de la ciudad. No vaya al Putumayo. Por usted y por mí. No arruine usted mi futuro, por lo que más quiera. Le hablo como un amigo, de verdad.

Pero lo que al fin lo hizo desistir del viaje fue una inesperada y brusca visita, en medio de la noche. Estaba ya acostado y por pescar el sueño cuando el empleado de la recepción del Hotel Amazonas vino a tocarle la puerta. Lo buscaba un señor, decía que era muy urgente. Se vistió, bajó y se encontró con Juan Tizón. No había vuelto a saber de él desde el viaje al Putumayo, en el que este alto funcionario de la Peruvian Amazon Company colaboró con la Comisión de modo tan leal. No era ni sombra del hombre seguro de sí mismo que Roger recordaba. Se lo veía envejecido, exhausto y sobre todo desmoralizado.

Fueron a buscar un sitio tranquilo pero era imposible porque la noche de Iquitos estaba llena de ruido, borrachera, timba y sexo. Se resignaron a sentarse en el Pim Pam, un bar-boite donde tuvieron que sacarse de encima a dos mulatas brasileñas que los acosaban para que salieran a bailar. Pidieron un par de cervezas.

Siempre con el aire caballeroso y las maneras ele gantes que Roger recordaba, Juan Tizón le habló de una manera que le pareció absolutamente sincera.

—No se ha hecho nada de lo que la Compañía ofreció, pese a que, luego del pedido del presidente Leguía, lo acordamos en reunión del Directorio. Cuando les pre senté mi informe, todos, incluidos Pablo Zumaeta y los hermanos y cuñados de Arana, coincidieron conmigo en que había que hacer mejoras radicales en las estaciones. Para evitar problemas con la justicia y por razones morales y cristianas. Pura palabrería. No se ha hecho ni se hará nada.

Le contó que, salvo dar instrucciones a los emplea dos en el Putumayo de que tomaran precauciones y borraran las huellas de pasados abusos —desaparecer los cadáveres, por ejemplo—, la Compañía había facilitado la huida de los principales incriminados en el informe que Londres hizo llegar al Gobierno peruano. El sistema de recogida del caucho con la mano de obra indígena forzada seguía como antes.

—Me bastó pisar Iquitos para darme cuenta de que nada había cambiado —asintió Roger—. ¿Y usted, don Juan?

—Regreso a Lima la próxima semana y no creo que vuelva por aquí. Mi situación en la Peruvian Amazon Company se volvió insostenible. He preferido renunciar antes de que me despidan. Me recomprarán mis acciones, pero a precio vil. En Lima, tendré que ocuparme de otras cosas. No lo lamento, a pesar de haber perdido diez años de mi vida trabajando para Arana. Aunque tenga que empezar desde cero, me encuentro mejor. Después de lo que vimos en el Putumayo me sentía sucio y culpable en la Compañía. Lo consulté con mi mujer y ella me apoya.

Conversaron cerca de una hora. Juan Tizón insistió también en que Roger no debía volver al Putumayo por ningún motivo: no conseguiría nada salvo que lo mataran y, acaso, ensañándose, en uno de esos excesos de crueldad que él ya había visto en su recorrido por las caucherías.

Roger se dedicó a preparar un nuevo informe para el Foreign Office. Explicaba que no se había hecho reforma alguna ni aplicado la menor sanción a los criminales de la Peruvian Amazon Company. No había esperanzas de que se hiciera algo en el futuro. La culpa recaía tanto en la firma de Julio C. Arana como en la administración pública, e, incluso, en el país entero. En Iquitos, el Gobierno peruano no era más que un agente de Julio C. Arana. El poder de su compañía era tal que todas las instituciones políticas, policiales y judiciales trabajaban activamente para permitirle continuar explotando a los indígenas sin riesgo alguno, porque todos los funcionarios recibían dinero de ella o temían sus represalias.

Como queriendo darle la razón, en esos días, súbitamente, la Corte Superior de Iquitos falló respecto a la reconsideración que habían pedido los nueve detenidos. El fallo era una obra maestra de cinismo: todas las acciones judiciales quedaban suspendidas mientras las 237 personas de la lista establecida por el juez Valcárcel no fueran detenidas. Con sólo un grupito de capturados cualquier investigación sería trunca e ilegal, decretaron los jueces. De modo que los nueve quedaban definitivamente libres y el caso suspendido hasta que las fuerzas policiales entregaran a la justicia a los 237 sospechosos, algo que, por supuesto, no ocurriría jamás.

Pocos días después otro hecho, todavía más grotesco, tuvo lugar en Iquitos poniendo a prueba la capacidad de asombro de Roger Casement. Cuando iba de su hotel a casa de Mr. Stirs, vio gente apiñada en dos locales que parecían oficinas del Estado pues lucían en sus facha das el escudo y la bandera del Perú. ¿Qué ocurría?

—Hay elecciones municipales —le explicó Mr. Stirs con esa vocecita suya tan desganada que parecía impermeable a la emoción—. Unas elecciones muy particulares porque, según la ley electoral peruana, para tener derecho a voto hay que ser propietario y saber leer y escribir. Esto reduce el número de electores a unos pocos centenares de personas. En realidad, las elecciones se deciden en las oficinas de la Casa Arana. Los nombres de los ganadores y los porcentajes que obtienen en la votación.

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