Oyó la risa de Mecha. Seca, sin humor.
—¿Cuánto pagarían por mí?
Él no respondió, y dieron algunos pasos más en silencio.
—¿Qué esperas del futuro, Max?
—Seguir vivo el mayor tiempo posible, supongo —encogía los hombros, sincero—. Disponer de lo que necesito.
—No siempre serás joven y apuesto. ¿Y la vejez?
—No me preocupa. Tengo cosas de que ocuparme antes.
La miró de soslayo: caminaba observándolo todo, la boca ligeramente entreabierta, casi con gesto de sorpresa por la novedad de cuanto veía. Se mostraba, concluyó Max, atenta a la manera de un cazador con el zurrón preparado, como si pretendiera registrar cada escena de un modo indeleble en su memoria: las casas de ladrillo y madera con techo de chapa, pintadas de verde y azul, que flanqueaban una vía de tren con los raíles cubiertos de óxido; las madreselvas que asomaban de los patios por las cercas y muros coronados de cascos de botellas rotas; los plátanos y los ceibos de flores rojas que a trechos animaban las calles. Ella se movía muy despacio entre todo eso, estudiando cada detalle con ojos curiosos pero actitud indolente; tan natural en sus movimientos como cuando tres horas antes paseaba desnuda por la habitación de Max, serena como una reina en su alcoba. Con el rectángulo de sol de la ventana, que subrayaba en contraluz las líneas prolongadas del cuerpo elegante, asombroso y flexible, dorándole el vello suave y rizado entre los muslos.
—¿Y tú? —inquirió Max—. Tampoco serás siempre joven y bella.
—Yo tengo dinero. Lo tenía antes de casarme… Ahora es dinero viejo, acostumbrado a sí mismo.
No había vacilado en la respuesta: tranquila, objetiva. Remató esas palabras con una mueca de desdén.
—Te asombraría lo que tener dinero simplifica las cosas.
Él se echó a reír.
—Puedo hacerme una idea.
—No. Dudo de que te la hagas.
Se apartaron para dejar paso a un repartidor de hielo. Caminaba encorvado por el peso de una enorme y goteante barra, apoyada sobre el hombro cubierto por una protección de caucho.
—Tienes razón —dijo Max—. No es fácil ponerse en los zapatos de la gente rica.
—Armando y yo no somos gente rica. Sólo somos gente bien.
Reflexionó Max sobre la diferencia. Se habían detenido junto a una barandilla que corría por la vereda, siguiendo la curva del recodo de Rocha. Con un vistazo atrás, comprobó que el eficiente Petrossi también había detenido el automóvil un poco más lejos.
—¿Por qué te casaste?
—Oh, bueno —ella miraba los barcos, las gabarras y la estructura gigantesca del puente Avellaneda—. Armando es un hombre interesantísimo… Cuando lo conocí era ya un compositor de éxito. A su lado podía vivir un torbellino de cosas. Amigos, espectáculos, viajes… Lo hubiera hecho tarde o temprano, claro. Pero él me permitió hacerlo antes de lo previsto. Salir de casa y abrirme a la vida.
—¿Lo amabas?
—¿Por qué hablas en tiempo pasado? —Mecha seguía mirando el puente—. De todas formas es una pregunta extraña, viniendo de un bailarín de hoteles y transatlánticos.
Tocó Max la badana del sombrero. Ya estaba seca. Se lo puso de nuevo, ligeramente inclinada el ala sobre el ojo derecho.
—¿Por qué yo?
Ella había seguido sus movimientos, observándolos como si le interesara cada detalle. Aprobadora. Al escuchar la pregunta de Max, sus ojos chispearon divertidos.
—Supe que tenías una cicatriz antes de verla.
Pareció a punto de sonreír ante el desconcierto masculino. Unas horas antes, sin preguntas ni comentarios, Mecha había acariciado aquella marca de su piel posando los labios en ella, lamiendo las gotas de sudor que hacían relucir su torso desnudo sobre la huella del disparo recibido siete años atrás, cuando ascendía trabajosamente con sus camaradas por la ladera de una colina, entre las rocas y arbustos donde se deshilachaba la bruma del amanecer de un día de Difuntos.
—Hay hombres que tienen cosas en la mirada y en la sonrisa —añadió Mecha tras un instante, como si él mereciera una explicación—. Hombres que llevan una maleta invisible, cargada de cosas densas.
Le miraba ahora el sombrero, el nudo de la corbata, el botón central abrochado de la chaqueta. Valorativa.
—Además, eres guapo y tranquilo. Endiabladamente apuesto…
Por alguna razón que a él se le escapaba, parecía apreciar que no despegara los labios en ese momento.
—Me gusta esa cabeza fría que tienes, Max —añadió—. Tan parecida a la mía, en cierto modo.
Aún estuvo un instante mirándolo ensimismada. Muy fija e inmóvil. Luego alzó una mano para rozarle el mentón, sin importarle en apariencia que Petrossi la viera desde el automóvil.
—Sí —concluyó—. Me gusta esta incapacidad mía para fiarme de ti.
Anduvo de nuevo y Max la imitó, manteniéndose a su lado mientras intentaba asimilar todo aquello. Esforzándose por reducir el propio desconcierto a límites razonables. Pasaron junto a un anciano que hacía girar la manivela de un viejo organillo Rinaldi; molía los compases de
El choclo
mientras el caballo que tiraba del carrito vertía un denso chorro de orines espumosos en el empedrado.
—¿Volveremos mañana a La Ferroviaria?
—Si tu marido quiere, sí.
El tono de ella era distinto. Casi frívolo.
—Armando está entusiasmado… Anoche, cuando regresamos al hotel, sólo hablaba de eso; y estuvo hasta muy tarde en pijama, sin poderse dormir, tomando notas, llenando ceniceros y tarareando cosas. Pocas veces lo veo así… «Ese bufón de Ravel se va a comer su bolero con mayonesa», decía riéndose… Está muy contrariado por el compromiso de esta tarde en el teatro Colón. La Asociación Patriótica Española, o algo parecido, le ofrece un concierto homenaje. Y para rematar la noche, velada oficial de tango en un cabaret de lujo llamado Folies Bergère, me parece. Y de etiqueta. Figúrate el horror.
—¿Irás con él?
—Naturalmente. No es cosa de que vaya solo, con todas esas lobas empolvadas de Garden Court rondando cerca.
Se verían mañana, añadió al cabo de un momento. Si Max no tenía otros compromisos, podrían mandarle el automóvil a la avenida Almirante Brown, sobre las siete. Tomar el aperitivo en la Richmond, por ejemplo, y cenar luego en algún lugar simpático del centro. Le habían hablado de un restaurante elegante y muy moderno, Las Violetas, creía recordar. Y de otro situado en una torre de la calle Florida, sobre el pasaje Güemes.
—No hace falta —Max no tenía interés en verse junto a Armando de Troeye en terreno difícil y en conversación sostenida—. Os veré en el Palace e iremos directos a Barracas… Tengo cosas que hacer en el centro.
—Esta vez me debes un tango. A mí.
—Claro.
Se disponían a cruzar la calle, y se detuvieron cuando a su espalda repicó la campana de un tranvía. Pasó éste, estrepitoso, con su trole deslizándose bajo los cables eléctricos colgados de postes y edificios: largo, verde y vacío a excepción del motorman y del cobrador uniformado que los miró desde la plataforma.
—Veo una laguna oscura en lo que se refiere a tu vida, Max… Esa cicatriz y lo demás. Cómo llegaste a París y cómo saliste de allí.
Asunto incómodo, resolvió él. Pero ella quizá tenía derecho. A preguntar, al menos. Y no lo había hecho hasta entonces.
—No hay mucho secreto en eso. Has visto la cicatriz… Me pegaron un tiro en África.
No se mostró sorprendida. Como si recibir disparos le pareciera lo más corriente en un bailarín de salón.
—¿Por qué estabas allí?
—Recuerda que fui soldado por un tiempo.
—Habría soldados en muchos lugares, imagino. ¿Por qué tú en ése?
—Creo que ya te conté algo en el
Cap Polonio
… Fue cuando el desastre de Annual, en el Rif. Después de tantos miles de muertos, necesitaban carnaza.
Por un brevísimo instante, Max consideró si era posible resumir en una docena de palabras conceptos tan complejos como incertidumbre, horror, muerte y miedo. Obviamente, no lo era.
—Creí haber matado a un hombre —concluyó en tono neutro— y me alisté en la Legión… Luego me enteré de que no había muerto, pero ya no tuvo remedio.
—¿Una pelea?
—Algo así.
—¿Por una mujer?
—No fue tan novelesco. Me debía dinero.
—¿Mucho?
—Suficiente para clavarle su propia navaja.
Vio cómo chispeaban los iris dorados. De placer, quizás. Desde unas horas antes, Max creía conocer ese brillo.
—¿Y por qué la Legión?
Entornó él los párpados rememorando la luz violenta de los patios y calles de Barcelona, el miedo a toparse con un policía, el recelo hasta de la propia sombra, el cartel pegado en la pared del número 9 de Prats de Molló:
A los que la existencia ha decepcionado, a los sin trabajo, a los que viven sin horizonte ni esperanza. Honor y provecho
.
—Pagaban tres pesetas por día de servicio —resumió—. Y cambiando de identidad, allí un hombre está a salvo.
Mecha entreabría de nuevo la boca, ávida como antes. Curiosa.
—Está bien eso… ¿Te alistas y eres otro?
—Algo parecido.
—Debías de ser muy joven.
—Mentí sobre mi edad. No pareció importarles mucho.
—Me encanta el sistema. ¿Admiten mujeres?
Después se interesó por el resto de su vida, y Max mencionó, escueto, algunas de las etapas que lo habían llevado hasta el salón de baile del
Cap Polonio
: Orán, el Vieux Port de Marsella y los cabarets baratos de París.
—¿Quién fue ella?
—¿Ella?
—Sí. La amante que te enseñó a bailar el tango.
—¿Por qué supones que fue una amante, y no una profesora de baile?
—Hay cosas obvias… Maneras de bailar.
Estuvo un rato callado, analizando aquello, y luego encendió un cigarrillo y habló un poco de Boske. Lo imprescindible. En Marsella había conocido a una bailarina húngara que luego lo llevó a París. Ella le compró un frac y actuaron juntos como pareja de baile en Le Lapin Agile y otros lugares de poca categoría, durante algún tiempo.
—¿Bella?
El humo de tabaco sabía amargo, y Max tiró en seguida el cigarrillo al agua oleosa del Riachuelo.
—Sí. También durante algún tiempo.
No contó nada más, aunque las imágenes se sucedían en su memoria: el cuerpo espléndido de Boske, su pelo negro cortado a lo Louise Brooks, el hermoso rostro enmarcado por sombreros de paja o fieltro, sonriendo en los animados cafés de Montparnasse; allí donde, aseguraba ella con insólita ingenuidad, quedaban abolidas las clases sociales. Siempre provocativa y cálida en su francés de voz ronca y argot marsellés, dispuesta a todo, bailarina, modelo ocasional, sentada ante un café-crème o una copa de ginebra barata en alguna de las sillas de mimbre de la terraza del Dôme o La Closerie des Lilas, entre turistas americanos, escritores que no escribían y pintores que no pintaban. «
Je danse et je pose
», solía decir en voz alta, como si pregonara su cuerpo en busca de ocasión de pinceles y fama. Desayunando a la una de la tarde —rara vez ella y Max se acostaban antes del alba— en su lugar favorito, Chez Rosalie, donde solía reunirse con amigos húngaros y polacos que le conseguían ampollas de morfina. Oteando siempre alrededor, con ávido cálculo, a los hombres bien vestidos y a las mujeres enjoyadas, los abrigos de pieles finas y los automóviles lujosos que circulaban por el bulevar; lo mismo que miraba cada noche a los clientes del mediocre cabaret donde ella y Max bailaban tango elegante, de seda y corbata blanca, o ceñido tango apache de camiseta a rayas y medias de malla negra. En espera siempre, ella, del rostro adecuado y la palabra definitiva. De la oportunidad que jamás llegó.
—¿Y qué fue de esa mujer? —quiso saber Mecha.
—Se quedó atrás.
—¿Muy atrás?
Él no respondió. Mecha seguía estudiándolo, valorativa.
—¿Cómo diste el paso a los ambientes de la buena sociedad?
Regresaba muy despacio Max a Buenos Aires. Sus ojos enfocaron de nuevo las calles de La Boca que morían en la plazoleta, las orillas del Riachuelo y el puente Avellaneda. El rostro de mujer que lo observaba inquisitivo, sorprendido tal vez por la expresión que en ese instante crispaba el suyo. Parpadeó el bailarín mundano como si el resplandor del día lo incomodase igual que la claridad lacerante de Barcelona, de Melilla, de Orán o de Marsella. Aquella luminosidad porteña hería la vista, deslumbrando su retina impresa por otra luz más turbia y antigua, con Boske tumbada en la cama revuelta, cara a la pared. Su espalda desnuda y blanca, inmóvil en la penumbra gris de un alba sucia como la vida. Y Max cerrando la puerta sobre esa imagen, en silencio, cual si deslizara a hurtadillas la tapa de un ataúd.
—En París no es difícil —se limitó a añadir—. Allí la sociedad se mezcla mucho. Gente con dinero frecuenta lugares canallas… Como tu marido y tú en La Ferroviaria, aunque sin necesitar pretextos.
—Vaya. No sé cómo tomarme eso.
—Tuve un amigo en África —prosiguió él sin detenerse en la objeción—. También te hablé de él en el barco.
—¿El aristócrata ruso de nombre largo?… Me acuerdo. Dijiste que murió.
Asintió él, casi aliviado. Era más fácil hablar de eso que de Boske semidesnuda en el brumoso amanecer de la rue Furstenberg, de la última mirada de Max a la jeringuilla, las ampollas rotas, los vasos, botellas y restos de comida sobre la mesa, la entreluz sucia tan cercana al remordimiento. Aquel amigo ruso, dijo, aseguraba haber sido oficial zarista. Estuvo con el Ejército Blanco hasta la retirada de Crimea, y de allí pasó a España, donde se alistó en el Tercio después de un asunto de juego y dinero. Era un individuo peculiar: despectivo, elegante, que gustaba mucho a las mujeres. Había enseñado modales a Max, dándole una primera mano del barniz adecuado —las maneras correctas de anudarse la corbata, cómo doblar un pañuelo de bolsillo, la variedad exacta de entremeses, desde anchoas a caviar, que debía acompañar un vodka frío—. Era divertido, según comentó alguna vez, convertir un trozo de carne de cañón en alguien que podía pasar por un caballero.
—Tenía parientes exiliados en París, donde algunos se ganaban la vida como porteros de hotel y taxistas. Otros habían logrado salvar su dinero; entre ellos un primo, dueño de cabarets donde se bailaba tango. Un día fui a ver al primo, conseguí trabajo y las cosas fueron mejor… Pude comprar ropa adecuada, vivir de manera razonable y viajar un poco.