El tercer hombre (4 page)

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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

BOOK: El tercer hombre
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«Por aquí, señor. Está a la vuelta de la esquina».

[3]

Lo que ocurrió luego no me lo contó Paine, sino Martins, mucho tiempo después, cuando reconstruía la cadena de acontecimientos que, desde luego —aunque no de la manera que él esperaba—, me dejaron en ridículo. Paine le acompañó simplemente hasta el mostrador de la conserjería y allí explicó:

«Este caballero llegó en el avión de Londres. El coronel Calloway dice que le den una habitación».

Después de esta aclaración, dijo:

«Buenas tardes, señor», y se marchó.

Probablemente estaba un poco avergonzado por el labio ensangrentado de Martins.

«¿Tiene usted reserva, señor?», preguntó el conserje.

«No. No creo», dijo Martins con voz apagada, con un pañuelo sobre la boca.

«Pensé que sería usted el señor Dexter. Tenemos una habitación reservada para una semana a nombre del señor Dexter».

«Ah, sí, yo soy el señor Dexter», dijo Martins.

Más tarde me contó que se le ocurrió que Lime podía haber reservado una habitación para él con ese nombre, porque tal vez fuera a Buck Dexter y no a Rollo Martins a quien iba a emplear con fines propagandísticos. Una voz a su lado dijo:

«Lamento no haberle recibido en el aeropuerto, señor Dexter. Me llamo Crabbin».

El que hablaba era un hombre regordete, en el principio de la edad madura, con una tonsura natural y con unas gafas de concha con los cristales más gruesos que había visto nunca Martins. Prosiguió en tono de disculpa:

«Uno de nuestros nombres llamó a Francfurt, y por casualidad le dijeron que estaba usted en el avión. Nuestra casa central metió una vez más la pata y nos mandó un telegrama avisando que no venía usted. Decía algo referente a Suecia, pero el telegrama estaba incompleto. Después de hablar con Francfurt intenté ir al aeropuerto, pero acababa de irse usted. ¿Recibió mi nota?».

Martins, con el pañuelo sobre la boca, dijo con voz oscura:

«Sí. ¿Sí?».

«¿Me permite que le diga, señor Dexter, que me siento emocionado de conocerle?».

«Muchas gracias».

«Desde que era niño le he considerado el mejor novelista de nuestro siglo».

Martins se sobresaltó. Le dolía abrir la boca para contestar. Por eso lo único que hizo fue lanzar una mirada colérica al señor Crabbin, pero era imposible pensar que aquel joven fuera un bromista.

«Tiene usted muchos lectores en Austria, señor Dexter, tanto de su obra original como de sus traducciones. Especialmente de
La Proa curvada
, que es mi favorita».

Martins trató de aclararse.

«¿Dijo usted una habitación para una semana?».

«Sí».

«Muy amable por su parte».

«El señor Schmidt, aquí presente, le dará los vales diarios para comer. Pero supongo que necesitará usted un poco de dinero de bolsillo. Nos encargaremos de eso. Pensamos que mañana le gustaría pasar un día tranquilo, para darse una vuelta».

«Sí».

«Por supuesto, cualquiera de nosotros estará a su servicio si necesita un guía. Luego, pasado mañana, habrá un pequeño coloquio privado en el Instituto por la tarde, sobre la novela contemporánea. Pensamos que tal vez podría pronunciar usted unas cuantas palabras para comenzar la discusión y responder a unas cuantas preguntas».

Martins, en aquel momento, estaba dispuesto a decir que sí a cualquier cosa con tal de quitarse de encima al señor Crabbin y conseguir alojamiento y comida gratis durante una semana; y Rollo, como descubrí más tarde, siempre estaba dispuesto a aceptar lo que se le ofreciera: una copa, una chica, una broma, una nueva diversión.

«Desde luego, desde luego», dijo desde detrás de su pañuelo.

«Perdóneme, señor Dexter, ¿le duelen las muelas? Conozco a un buen dentista».

«No. Alguien me pegó, eso es todo».

«¡Dios mío! ¿Han intentado robarle?».

«No, fue un soldado. Yo estaba intentando hincharle un ojo a su coronel». Se apartó el pañuelo para que Crabbin pudiera ver su boca partida. Me contó que Crabbin no fue capaz de articular ni una palabra. Martins no comprendía nada, porque nunca había leído la obra de su gran contemporáneo, Benjamín Dexter: ni siquiera sabía quién era. Soy un gran admirador de Dexter, así que podía entender el desconcierto de Crabbin. A Dexter se le considera un estilista de la categoría de Henry James, pero tiene una veta femenina más marcada que su maestro, hasta el punto de que sus enemigos han comparado su estilo sutil, complejo y fluctuante con el de una vieja solterona. Para ser un hombre que todavía no ha cumplido los cincuenta años, su apasionado interés por el bordado y su costumbre de aquietar su nada tumultuoso espíritu haciendo encaje de
frivolité
—rasgo muy apreciado por sus discípulos— puede parecer a otros un tanto afectado.

«¿Ha leído alguna vez un libro titulado
El jinete solitario de Santa Fe
?».

«No. No creo».

«Al mejor amigo de ese jinete», dijo Martins, «le mata a tiros el
sheriff
de un pueblo llamado Lost Claim Gulch. El relato describe cómo persigue a ese
sheriff
—siempre dentro de la legalidad— hasta que lleva a cabo su venganza».

«Nunca hubiera podido imaginarme que leyera usted novelas de vaqueros, señor Dexter», dijo Crabbin, y Martins tuvo que refrenar con todas sus fuerzas a Rollo para que no dijera: «Las escribo».

«Bueno, pues del mismo modo persigo yo al coronel Callaghan».

«Nunca he oído hablar de él».

«¿Ha oído hablar de Harry Lime?».

«Sí», dijo con precaución Crabbin, «pero realmente nunca le conocí».

«Yo sí. Era mi mejor amigo».

«No me parece que fuera un personaje muy literario».

«Ninguno de mis amigos lo es».

Crabbin parpadeó nerviosamente detrás de su montura de concha. Dijo con aire de apaciguamiento:

«Sé que le interesa el teatro. Una amiga suya —una actriz, ¿sabe?— está aprendiendo inglés en el Instituto. Él fue una o dos veces a recogerla».

«¿Joven o vieja?».

«Oh, joven, muy joven. Aunque yo creo que no es una buena actriz».

Martins recordó a la muchacha que estaba junto a la tumba, cubriéndose el rostro con las manos. Dijo:

«Me gustaría conocer a algún amigo o amiga de Harry».

«Probablemente asista a su conferencia».

«¿Es austríaca?».

«Dice que sí, pero yo sospecho que es húngara. Trabaja en el Josefstadt».

«¿Por qué dice que es austríaca?».

«A veces los rusos demuestran interés por los húngaros. No me sorprendería que Lime le ayudara con sus documentos. Dice llamarse Schmidt. Anna Schmidt. No podría imaginarse a una joven actriz inglesa llamándose Smith, ¿no le parece? Y encima siendo guapa. Siempre me ha parecido un poco demasiado anónimo como para ser verdad».

Martins pensó que le había sacado a Crabbin todo lo que había podido, de modo que se excusó diciendo que estaba cansado, que había sido un día muy largo, le prometió llamar a la mañana siguiente, aceptó diez libras de vales para los gastos inmediatos y se fue a su habitación. Le pareció que conseguía dinero con mucha rapidez: doce libras en menos de una hora.

Estaba
cansado: se dio cuenta cuando se estiró en la cama con las botas puestas. Al cabo de un minuto había dejado atrás Viena y Paseaba por un bosque espeso, donde se hundía hasta los tobillos en la nieve. Un búho ululó y de repente se sintió solo y asustado.

Tenía una cita para encontrarse con Harry bajo un árbol concreto, pero en un bosque tan espeso, ¿cómo podría distinguir un árbol de otro? Luego vio una figura y corrió hacia ella: ésta silbó una melodía familiar y su corazón sintió alivio y alegría por no estar solo. La figura se dio la vuelta y no era Harry, sólo un desconocido que le hacía una mueca en un círculo de agua nieve fangosa, mientras el búho ululaba una y otra vez. Se despertó súbitamente al escuchar el timbre del teléfono al lado de su cama.

Una voz con un poco de acento extranjero —sólo un poco—, dijo:

«¿Rollo Martins?».

«Sí». Era una novedad ser él mismo y no Dexter.

«No me conoce usted», dijo la voz innecesariamente, «pero yo era amigo de Harry Lime».

También era una novedad hablar con alguien que se declaraba amigo de Harry. El corazón de Martins se sintió inclinado hacia el desconocido. Dijo:

«Me gustaría conocerle».

«Estoy justo a la vuelta de la esquina, en “La Vieja Viena”».

«¿No podríamos esperar hasta mañana? He pasado un día bastante espantoso entre unas cosas y otras».

«Harry me pidió que me hiciera cargo de usted. Estaba con él cuando se murió».

«Creía», dijo Rollo Martins y se detuvo. Iba a decir, «creía que había muerto en el acto», pero algo le aconsejó precaución. En vez de eso dijo:

«No me ha dicho su nombre».

«Kurtz», dijo la voz. «Iría a verle, ¿sabe?, pero es que los austríacos no podemos entrar en el Sacher's».

«Quizá pudiéramos vernos en “La Vieja Viena” por la mañana».

«Desde luego», dijo la voz, «¿pero está
completamente
seguro de que va a estar bien hasta entonces?».

«¿Qué quiere decir?».

«Harry pensaba que estaría usted sin un céntimo».

Rollo Martins se reclinó en la cama con el auricular en el oído y pensó: Nada como venir a Viena para hacer dinero. Era el tercer desconocido que le ofrecía dinero en menos de cinco horas. Dijo prudentemente:

«Puedo aguantar hasta que nos veamos».

Para qué rechazar una buena oferta hasta que no supiera en qué consistía.

«¿Le parece bien, entonces, a las once, en “La Vieja Viena” de Kärntnerstrasse? Iré vestido con un traje marrón y llevaré uno de libros».

«Muy bien. ¿Cómo lo ha conseguido?».

«Me lo dio Harry».

La voz tenía un encanto y una cordura enormes, pero cuando Martins le dio las buenas noches y colgó no pudo por menos preguntarse cómo era que Harry, que se había mostrado tan lente antes de morir, no le había enviado un telegrama para no fuera.

¿No le había dicho también Callaghan que Lime había muerto instantáneamente? —o sin dolor, ¿no?—, ¿o era él mismo quien había puesto esas palabras en la boca de Callaghan? Fue entonces cuando se asentó firmemente en la cabeza de Martins que había algo raro en la muerte de Lime, algo que la policía había sido demasiado estúpida para descubrirlo. Intentó descubrirlo por su cuenta con la ayuda de dos cigarrillos, pero se quedó dormido sin cenar y con el misterio todavía sin resolver. Había sido un muy largo, pero no lo bastante como para conseguir eso.

[4]

«Lo que en seguida me cayó mal en él», me contó Martins, «fue su bisoñé. Era uno de esos bisoñés imposibles de disimular: liso y amarillo, con el pelo cortado en línea recta sobre el cogote y que no se ajustaba bien.
Tiene
que haber algo de falso en un hombre que lo acepta graciosamente la calvicie. Tenía también uno de esos rostros en los que las arrugas han sido colocadas cuidadosamente, como un maquillaje, justo donde deben estar: para expresar encanto, fantasía, arrugas en el rabillo de los ojos. Parecía diseñado para gustar a colegialas románticas».

Esta conversación tuvo lugar unos días más tarde: me contó toda su historia cuando la pista casi había desaparecido. Estábamos sentados en la misma mesa de «La vieja Viena» que había ocupado Aquella mañana con Kurtz, y cuando hizo ese comentario sobre las colegialas románticas vi que sus ojos acosados se fijaban en algo repentinamente. Era una chica, igual que cualquier otra chica, pensé, que pasaba apresuradamente allá afuera, bajo la fuerte nevada.

«¿Guapa?».

Desvió su mirada y dijo:

«He dejado eso para siempre. ¿Sabe, Calloway? Llega un momento en la vida de un hombre en que hay que renunciar a ese tipo de cosas…».

«Ya. Pensé que estaba mirando a una chica».

«Lo estaba. Pero sólo porque durante un momento me recordó a Anna, a Anna Schmidt».

«¿Quién es? ¿No es una chica?».

«Oh, sí, en cierto modo».

«¿Qué quiere decir en cierto modo?».

«Era la novia de Harry».

«¿Se va a quedar usted con ella?».

«No es de esa clase. Calloway. ¿No la vio en el funeral? No voy a mezclar más las bebidas. Tengo una resaca que me va a durar toda la vida».

«Me estaba contando lo de Kurtz», dije.

Al parecer, Kurtz estaba allí sentado, haciendo gran alarde de leer
El jinete solitario de Santa Fe
. Cuando Martins se sentó a la mesa dijo con un entusiasmo indescriptiblemente falso:

«Es maravilloso cómo mantiene usted la tensión».

«¿La tensión?».

«La emoción. Es usted un maestro en eso. Al final de cada capítulo uno está deseando saber…».

«Así que usted era amigo de Harry», dijo Martins.

«Creo que el mejor», pero Kurtz añadió tras una diminuta pausa, en la que su cerebro registró el error, «con la excepción de usted, por supuesto».

«Cuénteme cómo murió».

«Yo estaba con él. Habíamos salido juntos de su casa y Harry vio a un amigo al otro lado de la calle, un norteamericano llamado Cooler. Le saludó y comenzaba a cruzar la calle hacia él cuando un
jeep
tomó la curva a toda velocidad y le atropello. Realmente la culpa fue de Harry, no del conductor».

«Alguien me dijo que murió instantáneamente».

«Ojalá hubiera sido así. Murió antes de que llegara la ambulancia».

«Entonces pudo hablar, ¿no?».

«Sí. Ni siquiera el dolor hizo que se olvidara de usted».

«¿Qué dijo?».

«No me acuerdo de sus palabras exactas, Rollo, ¿me permite llamarle Rollo, no? Siempre se refería a usted así cuando hablaba con nosotros. Deseaba que yo me ocupara de usted cuando llegara. Que le atendiera. Que le comprara un billete de vuelta».

Al contármelo, Martins comentó: «Como verá no me faltaban ni billetes de vuelta ni dinero».

«¿Por qué no me mandó usted un telegrama para que no viniera?».

«Lo hicimos, pero sin duda el telegrama llegó tarde. Con esto de la censura y las zonas, a veces, los telegramas tardan en llegar cinco días».

«¿Hubo una investigación?».

«Por supuesto».

«¿Sabía usted que la policía tiene la disparatada idea de que Harry andaba metido en negocios sucios?».

«No. Pero lo está toda Viena. Todos vendemos cigarrillos y cambiamos chelines por vales y todo lo demás. No se encontrará a un solo miembro de la Comisión de Control que no haya quebrantado».

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