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Authors: César Vidal

Tags: #Historico

El testamento del pescador (17 page)

BOOK: El testamento del pescador
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¡Ése es el Señor! Y yo, nada más oírlo, me ceñí la ropa y me lancé al mar para llegar antes a la orilla. Los demás prefirieron seguir en la barca, arrastrando la red de peces, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos. Cuando llegaron a la playa, vimos unas brasas puestas, y un pez encima de ellas, y pan. Entonces Jesús, porque se trataba de él, nos dijo: Traed los peces que acabáis de pescar. Yo me puse inmediatamente en pie y comencé a tirar de la red. En su interior iban ciento cincuenta y tres peces, pero aun siendo tantos, la red no se rompió. Jesús dijo entonces que fuéramos y que comiéramos, pero todos nosotros guardábamos silencio porque nos hallábamos impresionados por su cercanía. Tan parados estábamos que él mismo tomó el pan y el pescado y comenzó a repartirlo.

Petrós hizo una pausa y, de repente, una sonrisa suave, plácida, serena afloró a sus labios.

—Durante toda la comida me estuve preguntando acerca de lo que Jesús pensaba de mí y, sobre todo, si me habría perdonado por haberle negado tres veces precisamente en los momentos en que le escupían, le insultaban y le golpeaban. Hubiera deseado postrarme ante él y pedirle perdón por todo, pero la vergüenza me lo impedía. Temía que me rechazara o simplemente que me recordara la manera en que había profetizado lo que iba a suceder. También pensaba en mi orgullosa presunción al no creerlo y entonces sentía como si la culpa fuera a estrangularme. Por un instante, recordé el sufrimiento de Petrós al narrar el episodio de las negaciones y me pareció revivir la angustia que había experimentado ante el tribunal mientras lo relataba. Sí, no era nada difícil comprender todo lo que estaba diciendo ahora.

—Cuando terminamos de comer, Jesús se dirigió a mí y me dijo: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Yo inmediatamente le respondí: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Entonces él me dijo: Apacienta mis corderos. Inmediatamente volvió a decirme: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Y yo le respondí nuevamente: Sí, Señor; tú sabes que te amo, a lo que él repuso: Pastorea mis ovejas. Apenas había pasado un instante cuando por tercera vez me preguntó: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Al escuchar que volvía a repetir aquella pregunta, me llené de tristeza y le respondí: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús me dijo entonces: Apacienta mis ovejas. Entonces comprendí que Jesús no dudaba de mi amor sino que por tres veces había vuelto a encomendarme la misión que me había dado cuando comencé a seguirle. Era yo el que había dudado de su perdón. Era yo el que desconfiaba de que pudiera cubrir con su misericordia mis tres negaciones. Sin embargo, en esos momentos, me había restaurado una vez por cada vez que yo le había negado.

—Sí, lo entiendo —dije impaciente—, pero quizá la mejor forma de pastorear a las ovejas de Jesús sea ponerse a salvo, esperar a que la tempestad se calme… A fin de cuentas, tú eres uno de los últimos testigos de lo que él hizo y enseñó.

—Cuando Jesús terminó de decirme las palabras que te he referido respondió Petrós con suavidad —añadió: En verdad, en verdad te digo que cuando eras más joven, eras tú el que te ceñías e ibas a donde deseabas. Sin embargo, llegará un momento en que serás viejo y entonces te verás obligado a extender las manos y será otro el que te ceñirá para llevarte a donde no quieres. Vitalis, ese momento ha llegado ya.

—Pero… pero ¿quién transmitirá lo que tú viste, lo que tú escuchaste? pregunté angustiado.

—Marcos casi ha terminado de recoger lo necesario y cuando lo haya hecho totalmente habrá llegado mi hora de ofrecerme como un sacrificio respondió tranquilamente Petrós. Guardé silencio. Hubiera deseado gritar, chillar, incluso empujar a aquel pescador testarudo que ya había tomado la decisión de permitir que el césar lo asesinara sin que existiera ningún motivo legal para ello. Sin embargo, me contuve porque carecía de cualquier atisbo de autoridad para torcer la voluntad inquebrantable de Petrós.

—Quizá desearías leer el texto…

El sonido de aquellas palabras de Marcos me arrancó de mis pensamientos aunque no de la tristeza que me provocaban.

—Desearía más bien —contesté con amargura— saber qué será de aquellos que no tuvieron inconveniente en asesinar a Jesús y de los que ahora van a comenzar a perseguir a sus discípulos.

—Si es así —dijo Marcos— permíteme un momento la luz. Le devolví la tea y el intérprete comenzó a rebuscar entre los textos que había debido de escribir en los días, quizá en las semanas, anteriores. Finalmente, dio con lo que buscaba y me lo tendió.

XXII

—Puedes comenzar tu lectura ahí —dijo señalándome un lugar del texto.

—Sí, claro… pero antes…

Me acerqué a la puerta y ordené al soldado que trajeran una iluminación adecuada para leer. Cuando, finalmente, las esperadas antorchas arrojaron su luz sobre las paredes de la lóbrega celda no sólo me percaté de la inmensa miseria que se daba cita en su interior sino también de la considerable dificultad que tenía que haber implicado el redactar allí el escrito más breve.

—¿Dónde dices? —pregunté.

Marcos volvió a señalarme un punto del texto pero inmediatamente añadió:

—Quizá desees comenzar la lectura por el principio y llegar tranquilamente a ese punto…

Fue lo que hice. Algunos de los episodios como el de la predicación de Juan, o la inmersión de Jesús en el Jordán, o la curación de la suegra de Petrós, me resultaban familiares. Sin embargo, otros me eran totalmente desconocidos. Supe así, entre otras muchas cosas, cómo Jesús había curado a un paralítico que fue llevado hasta su presencia por cuatro amigos y descolgado desde lo alto de un tejado; cómo había sanado de su mano seca a un pobre desdichado; cómo había liberado a un hombre poseído por tantos demonios que se daban a sí mismos el nombre de Legión; cómo había caminado sobre las aguas y cómo había devuelto la vista a un ciego con el que se encontró en las cercanías de Jericó, el lugar donde Herodes había regalado a Cleopatra un palmeral.

A medida que iba avanzando en el relato, me percataba de que cada episodio, por muy sencillamente que pudiera estar narrado, no hacía sino recoger los recuerdos de un testigo ocular, de alguien que recordaba cómo estaba la hierba el día en que Jesús había multiplicado los panes y los peces o dónde exactamente apoyaba la cabeza cuando estalló la tormenta que estuvo a punto de hundir la embarcación en la que navegaba con sus discípulos. Así, leyendo el sencillo testimonio de un anciano pescador, llegué al lugar que me había señalado Marcos.

Aprendí entonces que Jerusalén sería sitiada, que cuando estuviera rodeada por las águilas sería imperativo escapar de ella y que, finalmente, los no judíos arrasarían la ciudad sin excluir el templo del único Dios. Sin embargo, aquello no debía llevar a nadie a caer en el desánimo. El Hijo del Hombre volvería con gran poder y gloria y entonces enviaría a sus ángeles para juntar a sus escogidos desde un extremo de la tierra hasta el otro. Nadie podía saber cuándo sucedería todo aquello pero, precisamente por eso, la persona sensata sería la que velara y orara para no ser sorprendida al producirse la consumación de los tiempos.

—¿Es aquí donde termina el testamento de Petrós? —pregunté.

—No —respondió Marcos—. Aún queda por escribir parte de lo que le sucedió a Jesús la última semana que estuvo en Jerusalén y los detalles de su detención y juicio y, por supuesto, cómo fue su crucifixión, su sepultura y su regreso de entre los muertos. Sin embargo, tú ya le has oído hablar de todo eso. De todas formas, no disponemos de mucho tiempo y debemos acabar. Lo comprendes, ¿verdad, Vitalis?

—Sí —respondí mientras hacía ademán de marcharme—. Lo comprendo.

—Espera, Vitalis.

La voz del pescador había sonado tan dulce como en los últimos momentos, pero impregnada ahora de un tinte de perentoriedad.

—Debo agradecerte todo lo que has hecho por nosotros —dijo en latín, en ese latín que hubiera causado el espanto más profundo de cualquier regular maestro de retórica.

—No… no… —balbucí.

—Tú has recibido una bendición especial —continuó Petrós—. Has escuchado la Buena noticia y sabes que es verdad…

—Yo… —intenté protestar.

—No desperdicies la luz que has recibido —concluyó el pescador y antes de que pudiera darme cuenta me dio un fuerte abrazo.

XXIII

No conseguí salir de aquel calabozo inmundo antes de recibir los abrazos también emotivos de Marcos, de Alejandro y de Rufo. Llegué hasta la salida seguido por un soldado que jadeaba intentando mantenerse a mi altura y cuyo saludo se perdió en el aire mientras yo subía a mi vehículo. Cuando crucé el umbral de mi casa, me encontraba firmemente decidido a no seguir colaborando con el césar. De hecho, ya había concebido el propósito de retirarme al campo, a una hacienda familiar, e intentar serenarme en medio de aquel aislamiento. Desde luego, falta me hacía. En cuanto a la excusa no iba a serme difícil de encontrar. ¿Acaso no acababa de llegar de Asia? ¿Acaso, nada más venir a la ciudad, en lugar de aceptar un merecido reposo no había aceptado una comisión directa del césar?

¿Acaso no había reconocido él mismo lo gravoso de aquella prolija investigación? Sí, claro que sí. Enviaría una carta a Nerón informándole de que estaba enfermo y necesitaba respirar el aire del campo para recuperarme. Una misiva de ese tipo acompañada de las dosis suficientes de adulación tendría el efecto deseado. Redacté la carta aquella misma tarde y, tras sellarla pertinentemente, ordené que no se le hiciera llegar a Nerón antes de que hubieran pasado unas horas de mi salida hacia el campo. No deseaba que un correo inoportuno me impidiera abandonar Roma.

Durante algunas semanas llegué a pensar que me vería libre de todo lo que temía que iba a suceder. El sabor de la leche recién ordeñada, de la miel fresca, del pan bien horneado me distrajo de toda la hiel que se había ido acumulando en mi interior durante la instrucción del caso del pescador. Por el día, observaba las labores de la tierra y, por primera vez, comencé a preguntarme si no había desperdiciado mi existencia combatiendo en lugar de haciendo que creciera algo que pudiera servir de alimento a los demás. Por la noche, paseaba y al elevar la mirada al cielo tachonado de estrellas me decía que algo tan hermoso no podía haber sido creado por aquellos dioses con forma humana a los que había rendido culto desde mi infancia. En realidad, ¿qué eran sino una versión más poderosa de nosotros mismos?

En ellos, a diferencia del Padre de Jesús, podía contemplar la ira y el adulterio, el rencor y la mentira, el robo y el fraude. ¿Cómo podía haber surgido de semejantes seres lo sublime, lo bello, lo noble? ¿Cómo si ellos no tenían ninguna de esas virtudes? De esa manera, la creencia en aquellas divinidades se fue desprendiendo de mí y comencé cada noche a dirigirme a Jesús, aquel Hijo de Dios que había sido crucificado pero al que el sepulcro no había podido retener en su seno.

Sin embargo, aquella plácida tranquilidad no iba a durar mucho. Una tarde me encontraba descansando cuando un Roscio cansado, envejecido y lleno de miedo me trajo las primeras noticias acerca de un terrible incendio que había asolado Roma. Según me refirió, había salido de la parte del circo que se encuentra pegada a los montes Palatino y Celi y muy pronto había prendido en las tiendas de alimentos que se hallaban en las cercanías. Como por la zona no había casas con cortafuegos, ni templos cercados de murallas ni espacios a cielo abierto, el fuego se había extendido con enorme rapidez e incontenible vigor. Pronto, las calles angostas y estrechas de Roma se convirtieron en inesperados tiros por los que las llamas devoradoras corrían a mayor velocidad que las mujeres, los niños y los ancianos. Pregunté qué había hecho Nerón al saber de aquella desgracia y me respondió que el césar se encontraba en Ancio y que no había querido regresar a la ciudad hasta que le informaron de que el fuego se había acercado a sus casas por la parte que se juntaban con palacio y con los huertos de Mecenas. Al parecer, había ordenado que se abriera el campo Marcio, las memorias de Agripa y sus propios huertos para que en ellos encontrase refugio la pobre gente que había quedado sin techo. Sin embargo, nada de aquello había servido para aumentar su popularidad ya que se había corrido la voz de que mientras ardía Roma, había subido a un tablado que tenía en su casa y cantado la destrucción de Troya en una comparación de los desastres pasados con los presentes. Al cabo de seis días, el fuego había concluido en la parte más baja del monte Esquilino, una vez que se había adoptado la medida de derribar las casas suficientes como para impedir su avance. Sin embargo, aquello no había significado el final de la tragedia. Por el contrario, en las zonas más deshabitadas de la urbe se había iniciado un nuevo incendio que vino unido al rumor de que Nerón deseaba construir una ciudad nueva y para lograrlo estaba procediendo a incendiar la antigua. Al final, cuando todo terminó, de los catorce distritos de Roma sólo cuatro se habían visto libres de daños. Por supuesto, se emprendieron entonces todo tipo de ceremonias y ritos para propiciar a los dioses, pero la plebe no dejaba de señalar a Nerón como responsable de todo.

Lo que sucedió después —y de lo que Roscio me habló con lágrimas en los ojos— fue, sin ningún género de dudas, espantoso, aunque las causas últimas permanecieran en la sombra. Nerón había apuntado a los seguidores de Jesús como los responsables del incendio. ¿Había planeado desde el principio el incendio y con él también a los que cargarían con la culpa? ¿Fue todo un hecho fortuito pero consideró que aquellos inocentes eran un blanco ideal para la cólera popular? No lo supe entonces y sigo sin saberlo ahora. Sin embargo, de lo que no cabe la menor duda es de que el césar se comportó con ellos como no lo hubiera hecho siquiera una bestia monstruosa. En medio de aquella sangrienta e injustificada persecución, a algunos de los nazarenos los vistieron con pieles de animales para que los despedazaran los perros; a otros los crucificaron; a otros los situaron en medio de montones de leña a los que se prendió fuego para que sirvieran de antorchas y mientras morían Nerón aprovechaba para pasear por en medio de la turba disfrazado de auriga para atizar aún más la cólera popular. Fue en el curso de aquel río de sangre cuando perecieron Petrós y también Paulo, aquel judío que contaba con la ciudadanía romana y del que, por primera vez, me había hablado Roscio.

—Fueron centenares, quizá miles —me dijo mi amigo— los que hallaron la muerte de esas y de otras maneras espantosas. Al principio, los detuvieron acusándoles únicamente de una absurda participación en el incendio, pero al cabo de unas horas se les perseguía simplemente porque se había concebido contra ellos un profundo aborrecimiento.

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