Glauser-Röist se levantó de su asiento y se dirigió hacia el ordenador.
—No puedo decirle nada.
Pulsó varias teclas rápidamente y la impresora empezó a crepitar y a expulsar papel.
—Me haría falta saber algo más —protesté, frotándome el puente de la nariz por debajo de las gafas—. Quizá usted conoce detalles que podrían facilitarme el trabajo.
La Roca no se dejó conmover por mis ruegos. Con trozos de cinta adhesiva que cortaba con los dientes, fue pegando en el dorso de la puerta —el único espacio que quedaba libre en mi pequeño laboratorio— las hojas que salían de la impresora hasta formar la silueta completa de un ser humano.
—¿Puedo ayudarla en alguna otra cosa? —preguntó al terminar, volviéndose hacia mí.
Le miré despectivamente.
—¿Puede usted consultar las bases de datos del Archivo Secreto desde ese ordenador?
—Desde este ordenador puedo consultar cualquier base de datos del mundo. ¿Qué desea saber?
—Todo lo que pueda encontrar sobre escarificaciones.
Se puso manos a la obra sin perder un segundo y yo, por mi parte, cogí un puñado de rotuladores de colores de un cajón de mí mesa y me planté con decisión frente a la silueta de papel. Al cabo de media hora, había logrado reconstruir con bastante fidelidad el doloroso mapamundi de las heridas del cadáver. Me pregunté por qué un hombre sano y fuerte, de unos treinta y tantos años, se habría dejado torturar de aquella manera. Era muy extraño. Además de las letras griegas, encontré un total de siete bellísimas cruces, cada una completamente diferente a las demás: de forma latina, en la parte interior del antebrazo derecho, y de hechura latina inmmissa (con el travesaño corto en mitad del palo), en el izquierdo; en la espalda, una cruz ebrancada (de troncos) sobre las vértebras cervicales, otra, ansata egipcia, sobre las dorsales y una última, horquillada, sobre las lumbares. Las dos cruces restantes, hasta completar las siete, eran de las llamadas decussatas (en equis) y griegas, y estaban situadas en la parte posterior de los muslos. La variedad era admirable aunque, sin embargo, todas tenían algo en común: estaban encerradas, o protegidas, por cuadrados, círculos y rectángulos —a modo de pequeñas ventanas o troneras medievales—, con una misma pequeña corona radiada en la parte superior, en forma de dientes de sierra, que, en todos los casos, tenía siete puntas.
A las nueve de la noche estábamos muertos de cansancio. Glauser-Röist apenas había localizado algunas pobres referencias a las escarificaciones. Me explicó, someramente, que se trataba de una usanza religiosa circunscrita a una franja del África central en la que, por desgracia para nosotros, no estaba comprendida Etiopía. En esa zona, al parecer, las tribus primitivas acostumbraban a friccionar con cierta mixtura de hierbas las incisiones de la piel, hechas, generalmente, con unas pequeñas cañas tan afiladas como cuchillos. Los motivos ornamentales podían llegar a ser muy complejos, pero, en esencia, respondían a formas geométricas de simbología sagrada, muchas veces en relación con algún rito religioso.
—¿Eso es todo…? —pregunté desengañada, al verle cerrar la boca tras el exiguo informe.
—Bueno, hay algo más, pero no es significativo. Los queloides, o sea, las escarificaciones más gruesas y abultadas, son un auténtico reclamo sexual para los varones cuando las exhiben las mujeres.
—¡Ah, vaya…! —repuse con un gesto de extrañeza—. ¡Eso sí que tiene gracia! Jamás se me hubiera ocurrido.
—De modo… —prosiguió, indiferente— que seguimos sin saber por qué están esas cicatrices en el cuerpo de ese hombre —creo que fue entonces cuando me fijé, por primera vez, en que sus ojos eran de un color gris desteñido—. Otro dato curioso, aunque también irrelevante para nuestro trabajo, es que últimamente esta práctica se está poniendo de moda entre los jóvenes de muchos países. Lo llaman
body art
o
performance art
, y uno de sus mayores defensores es el cantante y actor David Bowie.
—No me lo puedo creer… —suspiré, esbozando una sonrisa—. ¿Quiere decir que se dejan hacer esos cortes por gusto?
—Bueno… —murmuró tan desconcertado como yo—, tiene algo que ver con el erotismo y la sensualidad, pero no sabría explicárselo.
—Ni lo intente, gracias —le dispensé, extenuada, poniéndome en pie y dando por terminada aquella primera y agotadora jornada de trabajo—. Vayamos a descansar, capitán. Mañana va a ser otro día muy largo.
—Permítame que la lleve a su casa. Estas no son horas para que vaya usted sola por el Borgo.
Estaba demasiado cansada para negarme, así que arriesgué de nuevo mi vida dentro de aquel cochazo tan espectacular. Al despedirnos, le di las gracias con algo de mala conciencia por mi forma de tratarle —aunque se me pasó enseguida— y rechacé educadamente su ofrecimiento de venir a buscarme a la mañana siguiente; llevaba dos días sin oír misa y no estaba dispuesta a dejar pasar ni uno más. Me levantaría temprano y, antes de reanudar el trabajo, iría a la Iglesia de Santi Michele e Magno.
Ferma, Margherita y Valeria estaban viendo una vieja película en la televisión cuando entré por la puerta. Habían tenido el detalle de guardarme la cena caliente en el microondas, de modo que tomé un poco de sopa —sin ganas; había visto demasiadas cicatrices ese día— y me encerré un rato en la capilla antes de irme a dormir. Pero aquella noche no pude concentrarme en la oración, y no sólo porque estuviera demasiado cansada (que lo estaba), sino porque a tres de mis ocho hermanos se les ocurrió llamarme por teléfono desde Sicilia para preguntarme si pensaba acudir a la fiesta que, por San Giuseppe, organizábamos todos los años para nuestro padre. Les dije a los tres que sí y me fui a la cama, desesperada.
El capitán Glauser-Röist y yo vivimos unas semanas frenéticas a partir de aquel primer día. Encerrados en mi laboratorio desde las ocho de la mañana hasta las ocho o nueve de la noche, de lunes a domingo, repasábamos los pocos datos que teníamos a la luz de las escasas informaciones que íbamos obteniendo de los archivos. Solventar los problemas de las letras griegas y del Crismón resultó relativamente sencillo en comparación con el titánico esfuerzo que nos supuso resolver el enigma de las siete cruces.
El segundo día de trabajo, nada más entrar en el laboratorio, mientras cerraba la puerta y contemplaba de reojo la silueta de papel pegada en la madera, la solución de las letras griegas me golpeó en la cara como el guante de un desafío de honor. Resultaba tan evidente que no podía creer que la noche anterior no lo hubiera visto, aunque me justifiqué recordando lo muy cansada que estaba: leyendo desde la cabeza hasta las piernas, de derecha a izquierda, las siete letras formaban la palabra griega
STAUROS (ΣΤΑΥΡΟΣ)
, cuyo significado era, obviamente,
Cruz
. A esas alturas, resultaba incuestionable que todo lo que había en aquel cuerpo cobrizo estaba relacionado con el mismo tema.
Algunos días más tarde, tras poner varias veces del derecho y del revés —sin éxito— la historia de la vieja Abisinia (Etiopía), tras consultar la más variada documentación sobre la influencia griega en la cultura y la religión de dicho país, tras permanecer largas horas examinando cuidadosamente decenas de libros de arte de todas las épocas y estilos, extensos expedientes sobre sectas remitidos por los diferentes departamentos del Archivo Secreto y exhaustivos informes sobre crismones que el capitán pudo conseguir a través del ordenador, hicimos otro descubrimiento bastante significativo: el monograma del Nombre de Cristo que el etíope llevaba sobre el pecho y el estómago, respondía a una variedad conocida como Monograma de Constantino y, en lo que a su uso en el arte cristiano se refería, había dejado de utilizarse a partir del siglo
VI
de nuestra era.
En los orígenes del cristianismo, y por sorprendente que pueda parecer, la Cruz no fue objeto de ninguna clase de adoración. Los primeros cristianos ignoraron completamente el instrumento del Martirio, prefiriendo otros elementos ornamentales más alegres si de representar signos e imágenes se trataba. Además, durante las persecuciones romanas —escasas, por otra parte, ya que se redujeron, poco más o menos, a la conocida actuación de Nerón tras el incendio de Roma en el año 64 y, según Eusebio
[1]
, a los dos años de la mal llamada Gran Persecución de Diocleciano (del 303 al 305)—, durante las persecuciones romanas, como digo, la exhibición y adoración pública de la Cruz hubiera resultado, indudablemente, muy peligrosa, de modo que en las paredes de las catacumbas y de las casas, en las lápidas de los sepulcros, en los objetos personales y en los altares, aparecieron símbolos tales como el cordero, el pez, el ancla o la paloma. La representación más importante, sin embargo, era el Crismón, el monograma formado por las primeras letras griegas del nombre de Cristo, ΧΡ —ji y rho—, que se usó profusamente para decorar los lugares sagrados.
Existían múltiples variaciones de la imagen del Crismón, en función de la interpretación religiosa que se le quisiera dar: por ejemplo, sobre las tumbas de los mártires se representaban Crismones con una rama de palma en lugar de la letra Ρ, simbolizando la victoria de Cristo, y los monogramas con un triángulo en el centro expresaban el Misterio de la Trinidad.
En el año 312 de nuestra era, el emperador Constantino el Grande —adorador del dios Sol—, en la noche previa a la batalla decisiva contra Majencio, su principal rival por el trono del Imperio, soñó que Cristo se le aparecía y le decía que grabara esas dos letras, ΧΡ, en la parte superior de los estandartes de sus regimientos. Al día siguiente, antes de la contienda, dice la leyenda que vio aparecer dicho sello, con el añadido de una barra transversal formando la imagen de una Cruz, sobre la esfera cegadora del sol y, debajo, las palabras griegas
ΕΝΤΟΥΤΩΙ-ΝΙΚΑ
, más conocidas en su traducción latina de
In hoc signo vinces
, «Con este signo vencerás». Como Constantino, incuestionablemente, derrotó a Majencio en la batalla del Puente Milvio, su estandarte con el Crismón, llamado más tarde
Labarum
, se convirtió en la bandera del Imperio. Este símbolo, pues, adquirió una importancia extraordinaria en lo que fueron los restos del Imperio Romano y, cuando la parte occidental del territorio —Europa—, cayó en poder de los bárbaros, continuó usándose en la parte oriental —Bizancio—, al menos hasta el siglo
VI
, momento en el que, como ya he dicho, desapareció por completo del arte cristiano.
Pues bien, el Crismón que nuestro etíope exhibía en el torso era precisamente ese que el emperador vio en el cielo antes de la batalla; ese con el travesaño horizontal y no alguna de sus variaciones, y no dejaba de ser un dato curioso —y, más que curioso, extraño—, porque había dejado de utilizarse hacía catorce siglos, como bien atestiguaba el Padre de la Iglesia san Juan Crisóstomo, quien, en sus escritos, afirmaba que, por fin, a finales del siglo
V
, dicho símbolo había sido sustituido por la auténtica Cruz, expuesta ahora públicamente con orgullo y prodigalidad. Es cierto que a lo largo de los períodos románico y gótico los crismones habían reaparecido como motivos ornamentales, pero con otras formas diferentes a la sencilla y concreta del Monograma de Constantino.
Bien, otro misterio aparentemente resuelto que, sin embargo, como la palabra
STAUROS
repartida en letras por el cuerpo, nos sumía de nuevo en la perplejidad más absoluta. Cada día que pasaba, el deseo de desenredar todo aquel embrollo, de comprender lo que aquel extraño cadáver estaba intentando indicarnos, se volvía más y más acuciante. Sin embargo, el encargo se ceñía a la explicación de los signos, independientemente de lo que todos ellos juntos quisieran decir, así que no quedaba más remedio que seguir adelante, sin salirse del camino señalado, y aclarar por fin el significado de las siete cruces.
¿Por qué precisamente siete y no ocho, o cinco o quince, por ejemplo? ¿Por qué todas diferentes? ¿Por qué todas enmarcadas por formas geométricas, a modo de ventanucos medievales? ¿Por qué todas dignificadas por una pequeña corona radiada…? Jamás lo podríamos averiguar, me decía compungida, era demasiado complejo y demasiado absurdo a la vez. Levantaba la mirada de las fotografías y los croquis y la posaba en la silueta de papel, por si la ubicación de las cruces en el cuerpo me daba la pista; pero no veía nada, o, al menos nada que me ayudara a resolver el jeroglífico, así que bajaba de nuevo los ojos hacia la mesa y me concentraba fatigosamente en el estudio de cada una de las peculiares tronerillas coronadas.
Glauser-Röist apenas pronunció una palabra durante aquellos días; se pasaba las horas muertas tecleando en el ordenador y yo sentía nacer en mi interior un rencor absurdo contra él por perder el tiempo tonteando de aquella manera mientras mi cerebro se iba convirtiendo lentamente en pasta de papel.
A pasos agigantados se acercaba el domingo, 19 de marzo, día de San Giuseppe, y se imponía empezar a preparar mi viaje a Palermo. Iba poco a casa, apenas dos o tres veces al año, pero, como buena familia siciliana, los Salina permanecíamos indisolublemente unidos, para bien o para mal, incluso más allá de la muerte. Ser la penúltima de nueve hermanos —de ahí mi nombre, Ottavia, la octava— tiene muchas ventajas en cuanto al aprendizaje y uso de las técnicas de supervivencia; siempre hay algún hermano o hermana mayor dispuesto a torturarte o a aplastarte bajo el peso de su autoridad (tus cosas son del primero que las coge, tu espacio es invadido por el primero que llega, tus triunfos o fracasos siempre han sido ya los triunfos o fracasos de los que vinieron antes, etc.). Sin embargo, la adhesión entre los nueve hijos de Filippa y Giuseppe Salina era indestructible: a pesar de mí ausencia de veinte años, de la de Pierantonio (franciscano en Tierra Santa) y de la de Lucía (dominica destinada en Inglaterra), se contaba con nosotros para organizar cualquier festejo familiar, comprar cualquier regalo a nuestros padres o adoptar cualquier decisión colegiada que afectara a la familia.
El jueves previo a mi partida, el capitán Glauser-Röist regresó de comer en los barracones de la Guardia Suiza con un extraño brillo metálico en sus ojos grisáceos. Yo seguía tozudamente enfrascada en la lectura de un farragoso tratado sobre el arte cristiano de los siglos
VII
y
VIII
, con la vana esperanza de encontrar cualquier alusión al diseño de alguna de las cruces.