El último deseo (22 page)

Read El último deseo Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: El último deseo
12.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

El grito de Pavetta alcanzó su cenit y de pronto pareció romperse. Geralt presintió lo que sucedía y se tiró al suelo, alcanzando a captar con los ojos un relámpago verde. Sintió un dolor terrible en los oídos, escuchó un terrible ulular y gritos de espanto que surgían de muchas gargantas. Y luego el aullido vibrante, uniforme y monótono de la princesa.

La mesa, dispersando a su alrededor la vajilla y las viandas, se elevó, giraba, pesadas sillas volaron por la sala destrozándose contra las paredes, los tapices y las alfombras aletearon levantando nubes de polvo. Desde la salida se podía escuchar el tumulto, el estruendo y el seco chasquido de los mástiles de las lanzas rompiéndose como cerillas.

El trono, junto con la reina sentada en él, echó a rodar y como una flecha recorrió la sala, chocó con un sonoro golpe contra la pared y se desarmó. La reina cayó sin fuerzas como una muñeca de trapo. Eist Tuirseach, apenas sosteniéndose sobre sus pies, saltó hacia ella, la aferró en sus brazos y con su propio cuerpo la protegió de los cascotes que se desprendían de techos y paredes.

Geralt, apretando el medallón en la mano, tan rápido como pudo, se arrastró hacia Myszowor, quien, no se sabe gracias a qué milagro aún de rodillas y no sobre la barriga, alzó una corta varita de rama de espino. Al final de la varita había un cráneo de rata. En la pared a espaldas del druida el tapiz que mostraba el sitio y quema de la fortaleza de Ortagor ardía con fuego de verdad.

Pavetta aullaba. Volviéndose, golpeaba con su grito como si fuera un bate a todo y a todos. Si alguno de los que yacían en el suelo intentaba levantarse, lo tiraba al suelo y lo hacía rodar o lo estrellaba contra la pared. Ante los ojos de Geralt una enorme salsera de plata, esculpida en forma de nave de muchos mástiles con una proa afilada, revoloteó por el aire y fue a dar en los pies al voievoda de nombre difícil de recordar. El revoco de los techos se iba deshaciendo poco a poco. Bajo el techo giraba la mesa y Crach an Craite, que estaba tendido sobre ella, vomitaba hacia abajo blasfemias horribles.

Geralt se unió a Myszowor, ambos cayeron detrás del montículo que, contando desde abajo, formaban Comegatos de Strept, un barrilete de cerveza, Drogodar, una silla y el laúd de Drogodar.

—¡Es Fuerza pura y primigenia! —gritó el druida, por encima del barullo y el griterío—. ¡Ella no la controla!

—¡Lo sé! —le contestó Geralt, también gritando. Un faisán asado, todavía conservando algunas plumas rayadas sobre el trasero, cayó de no se sabe dónde, golpeándolo en el pecho.

—¡Hay que pararla! ¡Los muros empiezan a agrietarse!

—¡Lo veo!

—¿Listo?

—¡Sí!

—¡Una! ¡Dos! ¡Ahora!

La golpearon los dos a la vez, Geralt con la Señal de Aard, Myszowor con un terrible hechizo de tres niveles a causa del que, daba la impresión, parecía que se iba a hundir el suelo. La silla en la que se sentaba la princesa se deshizo en astillas. Pavetta, como si no lo hubiera advertido, colgaba todavía en el aire, en el interior de una diáfana esfera verde. Sin dejar de gritar, volvió la cabeza hacia ellos y su pequeño rostro se arrugó de pronto en un gesto ominoso.

—¡Por todos los demonios! —gritó Myszowor.

—¡Cuidado! —gritó el brujo, encogiéndose—. ¡Bloquéala, Myszowor! ¡Bloquéala, o vendrá a por nosotros!

La mesa dio pesadamente contra el suelo, destrozando bajo ella las patas y todo lo que se hallaba bajo ella. Crach an Craite, que estaba subido sobre la mesa, fue impulsado tres codos hacia arriba. Una lluvia de platos y restos de comida cayó alrededor con fuerza, explotaron con estrépito sobre el suelo las garrafas de cristal. La cornisa arrancada del muro resonó como un trueno al chocar contra el suelo del castillo.

—¡Está soltando todo! —gritó Myszowor, apuntando con la varita hacia la princesa—. ¡Lo suelta todo! ¡Ahora toda la Fuerza irá a por nosotros!

Geralt, con un golpe de espada, desvió un tenedor de dos dientes que volaba directo hacia el druida.

—¡Bloquéala, Myszowor!

Los ojos esmeralda les enviaron dos relámpagos verdes. Los relámpagos se retorcieron formando unos torbellinos cegadores, unos vórtices desde cuyo interior fluía hacia ellos la Fuerza, como un ariete que hacía saltar los cráneos, cegaba los ojos, cortaba el aliento. Junto con la Fuerza, volaron hacia ellos cristal, mayólica, cuencos, candelabros, huesos, mendrugos de pan mordisqueados, bandejas, bandejitas y leños aún requemándose del hogar. El alcaide Haxo, gritando salvajemente, pasó volando sobre sus cabezas como si fuera un gran urogallo. La enorme cabeza de una carpa cocida se esparció por el pecho de Geralt, sobre el campo de oro, el oso y la doncella de Cuatrocuernos.

Por encima de las paredes de la sala agitadas por el hechizo de Myszowor, por encima de sus propios gritos y de los aullidos de los heridos, el ulular, el tumulto, la barahúnda, por encima de los aullidos de Pavetta, el brujo escuchó de pronto el más horrible sonido que le hubiera sido dado escuchar jamás.

Clococo, de rodillas, apretaba con manos y piernas la gaita de Draig Bon-Dhu. Él mismo, gritando por encima del monstruoso estruendo que surgía de la bolsa, con la cabeza echada hacia atrás, aullaba y resoplaba, gruñía y croaba, balaba y gorjeaba en una mezcla de las voces de todos los animales conocidos, desconocidos, domésticos, salvajes y hasta míticos.

Pavetta enmudeció aterrorizada, mirando al barón con la boca muy abierta. La Fuerza se debilitó violentamente.

—¡Ahora! —gritó Myszowor, moviendo la varita—. ¡Ahora, brujo!

La golpearon. La esfera verdosa que rodeaba a la princesa estalló bajo el ataque como si fuera una pompa de jabón, el vacío absorbió en un momento la Fuerza que se retorcía por la sala. Pavetta chocó con fuerza contra el pavimento y se echó a llorar.

Al cabo de un rato de calma en el que los oídos retumbaban después del recién terminado pandemónium, por encima de los escombros y los destrozos, por encima de la vajilla deshecha y de los cuerpos inmóviles, con esfuerzo y a duras penas, comenzaron a alzarse voces.

—Cuach on arse, ghoul y badraigh mal an cuach —repetía Crach an Craite, escupiendo la sangre que le brotaba de la ceja.

—Contrólate, Crach —dijo con énfasis Myszowor, limpiando sus vestidos de gachas de trigo—. Aquí hay señoras.

—Calanthe. Mi amada. Mía. ¡Calanthe! —repetía Eist Tuirseach entre beso y beso. La reina abrió los ojos pero no intentó librarse de su abrazo.

—Eist. La gente nos mira —dijo.

—Que miren.

—¿Alguien querría explicarme qué fue todo esto? —preguntó el mariscal Vissegerd, mientras se arrastraba de debajo de un tapiz descolgado.

—No —dijo el brujo.

—¡Un médico! —gritó agudamente Windhalm de Attre, inclinado sobre Rainfarn.

—¡Agua! —gritó uno de los hermanos Strept, Cargamontes, apagando con su propio caftán un tapiz que estaba ardiendo. ¡Agua, rápido!

—¡Y cerveza! —dijo roncamente Clococo.

Algunos caballeros que eran capaces de mantenerse en pie intentaron levantar a Pavetta; ésta, sin embargo, rechazó sus manos, se levantó sola y con paso vacilante se dirigió a la chimenea, delante de la cual estaba sentado Erizo, quien, apoyando la espalda en la pared, intentaba quitarse torpemente la coraza manchada en sangre.

—¡La juventud de hoy! —jadeó Myszowor, mirando en su dirección—. ¡Pronto empiezan! Sólo tienen una cosa en la cabeza.

—¿El qué?

—¿Qué pasa, brujo, no sabes que una doncella, es decir intacta, no podría usar la Fuerza?

—Que el diablo se lleve su virginidad —murmulló Geralt—. ¿De dónde ha sacado tales habilidades? Por lo que sé ni Calanthe ni Roegner...

—Las heredó de un salto, por así decirlo —dijo el druida—. Su abuela, Adalia, alzaba un puente levadizo con un movimiento de las cejas. ¡Hey, Geralt, mira eso! ¡Aún no tiene bastante!

Calanthe, todavía colgada de los brazos de Eist Tuirseach, señaló a los guardias al herido Erizo. Geralt y Myszowor se acercaron deprisa, pero no era necesario. Los guardias se alejaron de la figura semipostrada, retrocedieron susurrando y murmurando.

El monstruoso morro de Erizo se deformó, se retorció, comenzó a perder contorno. Las púas y las cerdas ondularon y se transformaron en unos brillantes cabellos negros y en una rizada barba que rodeaban un pálido y anguloso rostro masculino, dotado de una poderosa nariz.

—Qué... —se atragantó Eist Tuirseach—. ¿Quién es? ¿Erizo?

—Duny —dijo Pavetta con voz suave. Calanthe, con los labios apretados, volvió la cabeza.

—¿La maldición? —murmuró Eist—. Pero cómo...

—Ha sonado la media noche —dijo el brujo—. Justo en este momento. La campana que escuchamos antes fue una equivocación y un error. Del campanero. ¿Verdad, Calanthe?

—Verdad, verdad —jadeó el hombre llamado Duny, respondiendo en lugar de la reina quien, de todos modos, no tenía intenciones de responder—. Al mismo tiempo, podría ser que en vez de hablar tanto, alguien me ayudara a quitarme estas latas y llamara al médico. Ese loco de Rainfarn me pinchó bajo las costillas.

—¿Para qué necesitamos un médico? —dijo Myszowor, sacando su varita.

—Basta. —Calanthe se enderezó, alzando la cabeza con orgullo—. Basta. Una vez todo haya terminado, quiero veros en mi habitación. A todos los que estáis aquí de pie. Eist, Pavetta, Myszowor, Geralt y tú... Duny. ¿Myszowor?

—Sí, reina.

—Acaso con esa vara tuya... Me di un golpe en la columna. Y sus alrededores.

—A la orden, reina.

III

—...el maleficio —siguió Duny, tocándose la sien—. De nacimiento. Nunca he llegado a saber por qué ni quién me lo hizo. Desde la medianoche hasta el amanecer un hombre normal, desde el amanecer... visteis el qué. Akerspaark, mi padre, quiso esconderlo. En Maecht la gente es supersticiosa, los embrujos y las maldiciones en la familia real podrían haber resultado fatales para la dinastía. Uno de los caballeros de mi padre se me llevó del castillo, me crió, los dos vagabundeamos por el mundo, el caballero andante con su escudero, luego, cuando él murió, viajé solo. Ya no recuerdo a quién le oí decir que de la maldición me podía librar un niño-sorpresa. Poco después encontré a Roegner. El resto ya lo sabéis.

—El resto ya lo sabemos o nos lo imaginamos —afirmó con la cabeza Calanthe—. Especialmente que no esperaste los quince años acordados con Roegner y le calentaste la cabeza a mi hija antes de tiempo. ¡Pavetta! ¿Desde cuándo?

La princesa bajó la cabeza y subió un dedo.

—Vaya, mira. Pequeña bruja. ¡Delante de mis narices! ¡Como me entere de quién lo dejó entrar de noche al castillo! ¡Como pille a las dueñas del castillo con las que ibas a coger prímulas! ¡Prímulas, y un cuerno!

—Calanthe —comenzó Eist.

—Poco a poco, Tuirseach. Aún no he terminado. Duny, el asunto se ha complicado mucho. Estás con Pavetta desde hace un año, ¿y qué? Y nada. Eso quiere decir que le sacaste una promesa al padre equivocado. El destino se ha reído de ti. Qué ironía, como dice el aquí presente Geralt de Rivia.

—A la porra con el destino, las promesas y la ironía —se encolerizó Duny—. Amo a Pavetta y ella me ama a mí, sólo eso cuenta. No puedes, reina, interponerte en el camino de nuestra felicidad.

—Puedo, Duny, puedo y no sabes cómo —sonrió Calanthe con una de sus indescifrables sonrisas—. Por suerte para ti, no quiero. Tengo cierta deuda para contigo, Duny. Por aquello, sabes. Estaba decidida a... Debería pedir perdón pero odio hacerlo. Así que te doy a Pavetta y estamos en paz. ¿Pavetta? ¿No has cambiado de opinión?

La princesa negó con pasión, agitando la cabeza.

—Gracias, señora. Gracias —sonrió Duny—. Eres una reina inteligente y bondadosa.

—Por supuesto que sí. Y hermosa.

—Y hermosa.

—Podéis quedaros los dos en Cintra, si queréis. La gente de aquí es menos supersticiosa que los habitantes de Maecht y se acostumbra a todo rápido. Al fin y al cabo, incluso como Erizo eras bastante simpático. Sólo que de momento no puedes contar con el trono. Tengo intención de gobernar todavía un poco al lado del nuevo rey de Cintra. El noble Eist Tuirseach de Skellige me hizo una cierta proposición.

—Calanthe...

—Sí, Eist, accedo. Todavía no había oído una declaración de amor hecha mientras yacía en el suelo, entre los escombros del propio trono, pero... ¿Cómo has dicho antes, Duny? Sólo cuenta eso, y mejor que nadie se interponga en el camino de mi felicidad, le aconsejo. ¿Y qué miráis vosotros? No soy todavía tan vieja como creéis cuando miráis a mi casi casada hija.

—La juventud de hoy —murmulló Myszowor—. De tal palo...

—¿Qué murmuras, hechicero?

—Nada señora.

—Eso está bien. Aprovechando la ocasión, Myszowor, tengo una proposición para ti. Pavetta va a necesitar un maestro. Ha de aprender a manejar su extraordinario don. Me gusta este castillo, preferiría que siguiera siendo como es. En el próximo ataque de histeria de mi dotada hija puede que se venga abajo. ¿Qué dices a esto, druida?

—Será un honor para mí.

—Lo imagino. —La reina volvió la cabeza hacia la ventana—. Ha amanecido. Es hora ya de...

Se dio la vuelta violentamente en dirección a donde Pavetta y Duny se susurraban el uno al otro, aferrándose las manos y rozándose levemente las frentes.

—¡Duny!

—¿Sí, reina?

—¿Has oído? ¡El amanecer! ¡Ya ha amanecido! Y tú...

Geralt miró a Myszowor, Myszowor a Geralt y ambos comenzaron a sonreír.

—¿Y qué es lo que os parece tan gracioso, hechiceros? ¿Acaso no veis...?

—Hemos esperado hasta que tú misma lo vieras —rezongó Myszowor—. Estaba interesado en ver cuándo te ibas a dar cuenta.

—¿Darme cuenta de qué?

—Deshiciste el maleficio. Tú misma has sido —dijo el brujo—. En el momento en que dijiste: «Te doy a Pavetta», se cumplió el destino.

—Justo —confirmó el druida.

—Por todos los dioses —dijo lentamente Duny—. Por fin. Demonios, pensé que me iba a alegrar más, que sonarían clarines y trompetas o que... La costumbre. ¡Reina! Gracias. ¿Pavetta, has oído?

—Mnnn —dijo la princesa sin alzar los párpados.

—Así que —suspiró Calanthe, mirando a Geralt con ojos cansados— todo ha acabado bien. ¿No es cierto, brujo? El maleficio deshecho, se preparan dos bodas, la reforma de la sala del trono durará meses, cuatro muertos, un montón de heridos, Rainfarn de Attre apenas respira. Alegrémonos. Sabes, brujo, hubo un momento en que tuve ganas de mandar que te...

Other books

Radio Belly by Buffy Cram
Enter Pale Death by Barbara Cleverly
Ghost of a Dream by Simon R. Green
The Unfortunate Son by Constance Leeds
The Independent Bride by Greenwood, Leigh
The Naked Future by Patrick Tucker