El Último Don (3 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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El Don repasó su vida y se felicitó por haberla llevado a buen término. Cierto que había tomado unas decisiones monstruosas para alcanzar el poder y la riqueza, pero apenas se arrepentía de ellas. Todo había sido necesario y acertado. Que otros hombres lloraran sus pecados, Don Clericuzio los aceptaba y depositaba su esperanzas en el Dios en cuyo perdón confiaba.

Ahora Pippi estaba jugando a las bochas con tres soldados del Enclave del Bronx, propietarios de unas prósperas tiendas del Enclave que, a pesar de llevarle varios años, sentían un temor reverencial ante su presencia. Con su habitual buen humor y habilidad, Pippi seguía siendo el centro de la atención de todo el mundo. Era una leyenda, había jugado a las bochas contra los Santadio.

Pippi lanzó un grito de júbilo cuando su bola chocó contra la contraria y la desvió de la bola del blanco. Pippi era todo un hombre, pensó el Don. Un fiel soldado, un compañero cordial. Fuerte y rápido, astuto y reservado.

Su querido amigo Virginio Ballazzo, el único que podía rivalizar en habilidad con Pippi, se acercó a la cancha. Ballazzo arrojó la bola con efecto y se oyeron unos entusiastas vítores cuando dio en el blanco. Ballazzo levantó la mano hacia la terraza en gesto de triunfo, y el Don aplaudió. Se enorgullecía de que semejantes hombres florecieran y prosperaran bajo su mando, como había sucedido con todos los hombres reunidos en Quogue aquel Domingo de Ramos, y que su previsión los protegiera en los difíciles años que se avecinaban.

Lo que el Don no podía prever eran las semillas del mal que anidaban en unas mentes humanas todavía no formadas.

LIBRO I
HOLLYWOOD - LAS VEGAS,
1990

La roja mata de cabello de Boz Skannet brillaba bajo el sol amarillo limón de la primavera californiana, y su cuerpo musculoso y de carnes prietas vibraba ante la inminencia de la gran batalla. Todo su ser se encendía de emoción al pensar que su hazaña sería contemplada por más de mil millones de personas de todo el mundo.

Boz guardaba en la cinturilla elástica de sus pantalones de tenis una pequeña pistola oculta por la chaqueta con cremallera que le llegaba hasta la entrepierna. Una chaqueta blanca estampada con un dibujo de rojos relámpagos verticales. Un pañuelo rojo a topos azules le ceñía la frente y le sujetaba el cabello.

En la mano derecha sostenía una enorme botella plateada de agua de Evian. Boz Skarmet encajaba perfectamente con el mundo del espectáculo en el que estaba a punto de entrar.

Aquel mundo era una inmensa multitud congregada delante del
Dorothy Chandler Pavilion
de Los Ángeles, una multitud que aguardaba la llegada de los astros cinematográficos para asistir a la ceremonia de entrega de los premios de la Academia. El público se apretujaba en una tribuna especialmente levantada para la ocasión, y la calle propiamente dicha estaba llena de cámaras de televisión y de reporteros que enviarían las imágenes del esperado acontecimiento a todo el mundo. Aquella noche la gente vería a las grandes estrellas del cine en carne y hueso, despojadas de sus míticas pieles artificiales, sometidas a los triunfos y fracasos de la vida real.

Unos guardias de seguridad uniformados, con unas relucientes porras de color marrón impecablemente guardadas en sus fundas, habían formado un cordón para mantener a raya al público.

Boz Skarmet no estaba preocupado por su presencia. Él era más alto, más rápido y más fuerte que ellos, y además contaba con el factor sorpresa. Le inspiraban más recelo los reporteros y cámaras de televisión que marcaban intrépidamente el territorio en afán por cerrar el paso a las celebridades; aunque estarían más interesados en grabar que en prevenir.

Una limusina de color blanco se acercó a la entrada del Pavellón, y Boz Skannet vio a Athena Aquitane, la mujer más bella del mundo. Mientras ésta descendía del vehículo, la multitud se apretujó contra las barreras, llamándola a gritos por su nombre. Las cámaras la rodearon y transnmitieron su belleza a los más apartados rincones de la Tierra. Ella saludó con la mano.

Boz saltó por encima de la valla de la tribuna, corrió en zigzag a través de las barreras de la circulación y vio la consabida escena de las camisas marrones de los guardias de seguridad convergiendo en un punto. No estaban situados en el ángulo adecuado. Se deslizó por delante de ellos con la misma facilidad con que años atrás se deslizaba por delante de los defensas en el campo de fútbol, y llegó justo en el preciso instante. Athena estaba hablando por el micrófono, con la cabeza ladeada para mostrar su perfil más favorable a las cámaras. Tres hombres permanecían de pie a su lado. Skannet se aseguró de que la cámara lo estuviera enfocando, y entonces arrojó el líquido de la botella contra el rostro de Athena.

—¡Ahí va un poco de ácido, perra! le gritó. Después miró directamente a la cámara con semblante sereno, majestuoso y tranquilo.

—Se lo tiene merecido —añadió.

Inmediatamente se vio envuelto por una marea de hombres con camisas marrones y las porras en ristre y cayó de rodillas al suelo.

Athena Aquitane le había visto la cara en el último momento, había oído su grito al girar la cabeza y el líquido le había alcanzado la mejilla y la oreja.

Mil millones de personas lo vieron todo en la pantalla del televisor. El encantador rostro de Athena, el líquido plateado sobre su mejilla, el sobresalto, el horror y la señal de reconocimiento al ver a su agresor; una mirada tan auténticamente aterrorizada que por un segundo destruyó toda su soberana belleza.

Mil millones de personas de todo el mundo vieron que la policía se llevaba a Boz Skannet a rastras. Boz Skannet parecía una estrella de cine cuando levantó las manos esposadas saludando con el signo de la victoria antes de desplomarse en el suelo a consecuencia del golpe seco y devastador que un enfurecido oficial de la policía le propinó en los riñones al descubrir la pistola que guardaba en la cinturilla del pantalón.

Athena Aquitane, todavía aturdida por la impresión, se secó automáticamente el líquido de la mejilla con la mano. No sentía el más mínimo escozor. Las gotas de líquido de su mano empezaron a disolverse. La gente se arremolinó a su alrededor para protegerla y sacarla de allí.

Ella se soltó y dijo tranquilamente:

—Sólo es agua. —Se lamió las gotas de la mano para asegurarse de que efectivamente así era. Después trató de sonreír—. Típico de mi marido añadió.

Haciendo gala del extraordinario valor que la había convertido en una leyenda, Athena entró rápidamente en el Dorothy Chandler Pavilion. Cuando ganó el Oscar a la mejor actriz, el público, puesto en pie, le tributó una interminable salva de aplausos.

En la refrigerada suite del último piso del hotel casino Xanadú de Las Vegas se estaba muriendo el propietario del establecimiento, un hombre de ochenta y cinco años, pero aquel día primaveral creyó escuchar el rumor que provenía de dieciseis pisos más abajo de una bolita de marfil pasando a través de las casillas rojas y negras de las ruedas de la ruleta, el distante oleaje de los jugadores dirigiendo roncas súplicas a los dados del cubilete, y el zumbido de millares de máquinas tragaperras devorando plateadas monedas.

Alfred Gronevek era todo lo feliz que podía ser un hombre en la hora de la muerte. Se había pasado casi noventa años ganándose ilegalmente la vida como proxeneta aficionado, jugador, cómplice de asesinatos, sobornador de políticos y severo pero bondadoso amo y señor del hotel casino Xanadú. Por temor a ser traicionado, jamás en su vida había amado plenamente a nadie, aunque había sido generoso con mucha gente. No se arrepentía de nada. Ahora sólo aspiraba a disfrutar de los pequeños placeres que aún le quedaban en la vida, como por ejemplo su recorrido de aquella tarde por todo el casino.

Croccifixio Cross de Lena, su mano derecha durante los últimos cinco años, entró en el dormitorio y le preguntó:

—¿Preparado, Alfred?

Gronevelt lo miró, sonriente, y asintió con la cabeza.

Cross lo sentó en la silla de ruedas, la enfermera lo cubrió con unas mantas y un sirviente se situó detrás de la silla para empujar. La enfermera le entregó a Cross una cajita de píldoras y abrió la puerta del último piso. Ella se quedaría allí. Gronevelt no podía soportar su presencia durante sus excursiones vespertinas.

La silla de ruedas se deslizó suavemente por el verde césped artificial del jardín de la última planta del edificio y entró en el ascensor ultrarrapido especial que bajaba al casino situado dieciséis pisos más abajo.

Desde su silla, con la espalda muy erguida, Gronevelt miró derecha e izquierda. Era su mayor placer, contemplar a los hombres y mujeres que batallaban contra él, sabiendo que la ventaja siempre estaba de su parte. La silla de ruedas efectuó un pausado recorrido por la zona del backyack y la ruleta, el foso del bacará y la jungla de las mesas de craps. Los jugadores apenas prestaban atención al anciano de la silla de ruedas, a sus ojos siempre alerta a la absorta sonrisa de su esquelético rostro. Los jugadores en silla de ruedas eran un espectáculo habitual en Las Vegas. Creían que el destino estaba en deuda con ellos por su mala suerte.

La silla entró finalmente en la cafetería restaurante. El sirviente los acompañó a su reservado y se retiró a otra mesa, donde esperaría la señal para marcharse.

A través de la pared de cristal, Gronevelt veía la enorme piscina, el agua azul calentada por el ardiente sol de Nevada y toda una serie de mujeres jóvenes con sus hijos pequeños, constelando la superficie como si fueran juguetes multicolores. Experimentó una fugaz oleada de placer al,pensar que todo aquello era obra suya.

—Come algo, Alfred —le dijo Cross de Lena.

Gronevelt lo miró sonriente. Le gustaba el físico de Cross. Su apostura atraía tanto a hombres como a mujeres y era una de las pocas personas en quienes Gronevelt casi se había atrevido a confiar a lo largo de su vida.

—Me encanta este negocio —dijo Gronevelt—. Cross, tú heredarás mi participación en el hotel y sé que tendrás que vértelas con nuestros socios de Nueva York, pero nunca dejes el Xanadú.

Cross le dio al viejo una palmada en la mano, toda cartílago bajo la piel.

—Nunca lo dejaré —dijo.

Gronevelt sintió que la luz del sol le penetraba en la sangre a través de la pared de cristal.

—Cross —dijo, te lo he enseñado todo. Hemos hecho cosas muy duras, francamente duras. Nunca mires hacia atrás. Tú sabes que los porcentajes funcionan de distintas maneras. Procura hacer todas las buenas obras que puedas, eso también es rentable. No te estoy hablando del amor ni del odio. Son cuotas de porcentajes muy perjudiciales.

Tomaron café juntos. Gronevelt sólo comió un pastelillo de hojaldre. Cross se bebió un zumo de naranja para acompañar el café.

—Otra cosa —añadió Gronevelt. Nunca le cedas una villa a nadie que no reporta a la casa unas ganancias de un millón de dólares. Nunca lo olvides. Las villas son una leyenda. Son muy importantes.

Cross le dio a Gronevelt una palmada en la mano y después se la cubrió con la suya. Su afecto era sincero. En cierto modo amaba a Gronevelt más que a su padre.

—No te preocupes —dijo. Las villas son sagradas. ¿Alguna otra cosa?

Gronevelt tenía los ojos empañados. Las cataratas, habían apagado su fuego de antaño.

—Ten cuidado —dijo—. Ten siempre mucho cuidado.

—Lo tendré —dijo Cross.

Después, para distraer la atención del anciano de su inminente muerte, añadió:

—¿Cuándo me vas a contar la gran guerra contra los Santadio? Tú trabajaste con ellos. Nadie habla jamás de eso.

Gronevelt lanzó un suspiro de viejo, casi un murmullo sin apenas emoción.

—Sé que ya no queda mucho tiempo —dijo, pero todavía no te lo puedo contar. Pregúntaselo a tu padre.

—Se lo he preguntado a Pippi —dijo Cross, pero no quiere hablar. Ningún Clericuzio quiere decir nada. Incluso traté de sonsacarle algo a tía Rose Marie pero no hubo manera, y eso que me quiere mucho a pesar del odio que siente por mi padre. Otro misterio.

—El pasado es pasado —dijo Gronevelt. Nunca vuelvas atrás, ni para buscar pretextos ni para buscar justificaciones o felicidad. Eres lo que eres y el mundo es lo que es.

De vuelta en la última planta, la enfermera le dio a Gronevell su baño vespertino y le tomó las constantes vitales. Al verla fruncir el ceño, Gronevelt le dijo:

—Es sólo una cuestión de porcentajes.

Aquella noche el anciano tuvo un sueño muy agitado, y al rayar el alba le pidió a la enfermera que lo llevara a la terraza. La enfermera lo sentó en la enorme silla y lo cubrió con unas mantas. Después se acomodó a su lado y le tomó la mano para controlarle el pulso. Cuando fue a retirar la mano, Gronevelt se la retuvo. Ella se lo permitió, y ambos contemplaron la salida del sol sobre el desierto.

La roja bola del sol convirtió el color negro azulado del aire en anaranjado oscuro. Gronevelt vio las pistas de tenis, el campo de golf, la piscina y las siete villas fulgurando como el palacio de Versalles, todas con las banderas del hotel Xanadú ondeando al viento, el verde campo con sus palomas blancas y, más allá, el desierto de arena interminable.

“Yo he creado todo eso pensó Gronevelt. Construí templos del placer en un erial y me forjé una vida feliz, de la nada. He procurado ser todo lo bueno que se puede ser en este mundo. ¿Debo ser juzgado?” Regresó con la mente a su infancia, cuando él y sus compañeros, filósofos de catorce años, hablaban de Dios y de los valores morales, como solían hacer los chicos por aquel entonces.

—Si pudiérais ganar un millón de dólares apretando un botón y matando a un millón de chinos —dijo su amigo, mirándoles con aire de triunfo, como si les hubiera planteado un gran enigma moral de imposible solución, ¿lo haríais?

Tras un prolongado debate, todos llegaron a la conclusión de que no. Todos menos Gronevelt.

Ahora pensó que no se había equivocado, no por los éxitos de su vida sino porque aquel gran enigma ni siquiera se podía plantear. Ya no era un dilema. Sólo se podía plantear de una manera. Pulsaríais un botón para matar a un millón de chinos (¿y por qué chinos, por cierto?) por mil dólares? Ésa era ahora la cuestión.

La luz del sol estaba tiñendo la tierra de carmesí, y Gronevelt apretó la mano de la enfermera para no perder el equilibrio. Miraba directamente al sol porque sus cataratas eran como un escudo. Pensó medio adormilado en ciertas mujeres a las que había conocido y amado, y en ciertas acciones que había emprendido. Pensó también en los hombres a los que había tenido que derrotar sin piedad y en la clemencia que a veces había mostrado. Cross era como un hijo para él. Le compadecía y compadecía a todos los Santadio y los Clericuzio, y se alegraba de poder dejar todo aquello. Al fin y al cabo, ¿era mejor vivir una existencia feliz o una existencia conforme a los valores morales? y ¿tenía uno que ser chino para poder decidirlo?

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