Read El último merovingio Online

Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (16 page)

BOOK: El último merovingio
13.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Dunphy lo despreciaba, y no sólo por su política. La arrogancia de aquel corso era ilimitada y a Dunphy le parecía que no había nada que lo complaciera más que el infortunio de los demás. Dicho de otra forma: disfrutaba jodiendo a la gente. Como había hecho con Dunphy.

Con ocasión de una visita a Londres el año anterior, Blémont y Dunphy habían cerrado un negocio mientras se tomaban una botella de vino (y luego otra) en El Vino, un lugar situado en la city de Londres. Blémont se lo había bebido casi todo él solo, y al acabar le había puesto una mano a Dunphy en el hombro y le había confiado:

—Necesito una chica.

—Todos necesitamos una —había respondido él, en tono de broma.

—Pero usted me va a conseguir una, ¿de acuerdo? Me alojo en el Landmark. Dígale que vaya allí a las tres.

Luego arrojó unos billetes sobre la mesa y apartó la silla como si se dispusiera a marcharse.

Dunphy levantó las manos en un gesto de fingida rendición.

—Me parece que ha cometido usted un error —dijo—. Soy asesor financiero, no un chulo.

—¿Ah, sí? ¿De verdad?

—Sí. Si necesita una ramera, vaya a una cabina telefónica; allí encontrará números de teléfono pegados por todas partes.

Blémont se quedó pensativo durante unos instantes, y finalmente replicó:

—Usted puede llamarse asesor o lo que sea, amigo, pero encargúese de que la chica esté en el Landmark a las tres o mañana me habré buscado otro asesor.

Y Dunphy así lo había hecho. Había buscado una puta y la había enviado al Landmark porque no podía permitirse el lujo de perder el negocio de Blémont, por lo menos no en aquel momento. El corso estaba involucrado en un complicado plan de blanqueo de dinero que dirigían unos fascistas de Oslo. Había mucho dinero de por medio, y al menos una parte procedía de ciertas milicias de Estados Unidos. Con el FBI, la CÍA y la DEA, el Departamento de Lucha contra la Droga, interesados en aquel asunto, el hecho de que Dunphy estuviese en el plan era como si les hubiera tocado la lotería. Echar a perder la operación porque le habían herido el orgullo habría sido imperdonable por su parte.

Así que Blémont se merecía lo que tenía, o mejor dicho, lo que no tenía, que era la tarjeta con las firmas que Dunphy nunca había llegado a enviar. Podría haber solucionado aquel tema echando simplemente el sobre al correo. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Blémont era un gilipollas, y además, no se había ganado aquel dinero con el sudor de su frente precisamente.

Con frecuencia Dunphy abría las cuentas de los clientes con depósitos simbólicos; cincuenta libras era lo más habitual; pero la compañía Sirocco era distinta. Dunphy ya le había preparado a Blémont una docena de empresas cuando, una tarde de invierno, el corso se presentó en su oficina para hacerle una proposición. Tras instalarse tranquilamente en un sillón de orejas de cuero, Blémont le explicó que quería abrir la cuenta de la empresa Sirocco con un crédito garantizado con un paquete de acciones. Por la ayuda que Dunphy le prestaría en lo que él mismo calificó de «transacción un poco… difícil», Blémont le prometió una comisión del tres por ciento sobre la cantidad total del préstamo.

—Eso es muy generoso por su parte —señaló Dunphy.

—Puedo permitirme ser generoso —repuso Blémont con una amplia sonrisa.

—¿Y de qué garantía estamos hablando?

El corso metió la mano en el portafolios, sacó un fajo de certificados de acciones y se las entregó a Dunphy.

—Hay algo más de diez mil acciones.

Dunphy hojeó los certificados cogiéndolos cuidadosamente con el pulgar y el dedo índice.

—¿Todas de IBM?

—Oui —asintió Blémont, y se inclinó hacia adelante.

—¿Y a cuánto se cotizaría Big Blue ahora? Creo que es a ciento diez…

—A ciento veinte —corrigió Blémont. Y a continuación añadió—: Dólares, naturalmente.

Dunphy soltó un gruñido.

—Dólares —repitió.

Los certificados estaban a nombre de una correduría de Nueva York y, obviamente, eran robados, pues de lo contrario Blémont no estaría dispuesto a pagar un tres por ciento por colocarlos en un banco.

—¿Cuánto…?

—Es probable que se pueda obtener el cuarenta por ciento de su valor —le confió Dunphy.

—El cincuenta estaría mejor —repuso Blémont haciendo un mohín.

—Puede usted llevarlos ahí, al NatWest que hay a la vuelta de la esquina, y conseguir el setenta y cinco o el ochenta. Y además no tendría que pagarme comisión a mí. Claro que si hace usted eso…

Dunphy no tuvo necesidad de acabar la frase. Si hacía tal cosa, el National Westminster enviaría inmediatamente un fax a Nueva York para comprobar si las acciones eran robadas… Los bancos grandes son así.

Blémont le sostuvo la mirada durante un momento y luego sonrió.

—Bien, estoy seguro de que usted hará todo lo que esté en su mano.

—No lo dude.

Acto seguido, Blémont se levantó, le estrechó la mano y se marchó.

El chanchullo de Blémont era uno de los preferidos de la mafia, y consistía en amontonar dinero. La Costa del Sol se había construido de ese modo, igual que la Costa Brava. Acciones robadas a mensajeros y de cajas fuertes de corredurías de Bolsa situadas en Estados Unidos se empleaban como garantía para préstamos que se solicitaban en Europa. Luego los préstamos se utilizaban para financiar negocios inmobiliarios, urbanizaciones, hoteles, restaurantes, campos de golf… y, en el caso de Blémont, para costear publicaciones como Contre la boue. Mientras el prestatario no dejase de pagar, lo cual obligaría al banco a vender las acciones robadas (y a intentar registrar un cambio de la propiedad), el plan era infalible. Los hoteles prosperaban. Los préstamos se devolvían y así los certificados de las acciones se podían utilizar de nuevo como garantía para otros préstamos.

Dunphy había tardado dos semanas en encontrar finalmente un banco que se aviniera al trato, y se había visto obligado a coger el barco para trasladarse a St. Helier y presentar allí los certificados personalmente. Al final se abrió la cuenta de la compañía Sirocco con un depósito de más de 290 000 libras esterlinas. Por su participación en el delito, Dunphy había percibido poco menos de 15 000 dólares, que diligentemente envió por giro telegráfico a las cuentas que la CÍA tenía abiertas en el Crédit Suisse.

Cuando el banco de St. Helier le devolvió la documentación, Dunphy la metió en un sobre junto con los papeles de constitución de la empresa Sirocco y escribió en el mismo la dirección de Blémont. El paquete ya estaba listo para ser enviado por correo cuando Tommy Davis lo llamó para comunicarle que Leo Schidlof había sido asesinado.

Al no haber mandado el sobre, Dunphy quedaba ahora como único signatario en la nueva cuenta de Blémont. Circunstancia que, si se miraba desde un punto de vista positivo, significaba que tenía a su alcance de forma inmediata una considerable cantidad de dinero; la parte negativa del asunto era que Blémont le rebanaría el pescuezo si alguna vez llegaba a encontrarlo. No obstante, Dunphy no podía hacer nada para evitarlo. Aunque devolviera el dinero, el corso no lo perdonaría nunca, pues ya había transcurrido demasiado tiempo desde el momento en que debería haber enviado la documentación por correo. Aquel hombre pensaría que a Dunphy le había faltado valor, de manera que ahora Blémont tenía un doble motivo para desear matarlo: por ladrón y por cobarde. Dunphy bebió un sorbo de whisky, hizo tintinear el hielo en el vaso y se quedó contemplando las estrellas en el cielo de Islandia.

No le cabía la menor duda de que Blémont lo estaría buscando con afán… pero ¿a quién buscaba? A Dunphy no. El hombre al que Blémont perseguía era un irlandés llamado Kerry Thornley. «O sea, que de momento Roger Blémont es el menor de mis problemas», se dijo Dunphy.

Y entonces se percató de que, si pensaba que Blémont no era un problema demasiado importante, se encontraba en una situación realmente grave.

16

El avión aterrizó en el aeropuerto de París a las siete de la mañana, por lo que a Dunphy no le quedó más remedio que esperar durante dos horas hasta la salida del vuelo a Praga. Parte de ese tiempo lo pasó deambulando por las tiendas duty-free, y después fue a hacerse unas fotografías de pasaporte. Finalmente se sentó en una pequeña cafetería con mostradores de piedra y taburetes de hormigón.

Era un sitio pequeño y muy feo, un purgatorio francófono para turistas con jet lag que entraban y salían con cara de despistados mientras contaban aquellas monedas que les resultaban tan extrañas. En un rincón del local, un camarero argelino apoyado contra la pared fumaba con aire lánguido cigarrillos turcos mientras miraba las mesas donde se amontonaban los platos y las tazas sucios. Colgado del techo, un único altavoz emitía las cadencias sintetizadas de Europop, una matraca discotequera que dejó a Dunphy mareado y deprimido. Era evidente que la idea consistía en optimizar las ganancias renovando la clientela a base de procurar que los clientes entraran y se marcharan rápidamente. Todo el que llegaba se sentía profundamente triste al momento, excepto le propriétaire, claro está. Vestido de forma impecable con un blazer cruzado y gafas de diseño ligeramente ahumadas, el hombre se encontraba detrás de la caja registradora, soberano y orgulloso, mientras supervisaba su parcela privada del infierno. Se le notaba en los ojos, que decían: C'est bon. C'est tres bon.

Dunphy comprendía el juego, y en circunstancias menos estresantes podría haber permanecido sentado en aquella cafetería durante más de una hora, aunque sólo fuera por cuestión de principios. Pero en esos momentos no se sintió dispuesto a ello.

Cuando el altavoz estalló con la versión de Le Spinning Wheel de Les BelleTones, se levantó como un resorte y salió a toda prisa por las puertas en dirección a las tiendas duty-free. Incluso sin mirar atrás, supo que el propietario lo seguía con la mirada mientras mantenía en los labios una expresión triunfal.

Dos horas más tarde, Dunphy llegó a Praga. Aunque habría preferido volar a Londres directamente, era esencial pasar primero por la República Checa. Empezaba a forjarse un plan, que en su pensamiento tomaba el inconfundible aspecto de un estafador charlatán llamado Max Setyaev.

Max, un judío ruso que había llegado a Checoslovaquia procedente de Ucrania en 1986, había sido profesor de ciencias. Pedante por naturaleza, le había resultado imposible hacer cuadrar los ingresos de cincuenta y seis dólares al mes que percibía como profesor con su afición por las rubias, el champán y el salmón ahumado. Había abandonado su trabajo en las aulas con enorme pesar para dedicarse a falsificar documentos en Odessa, ya fuesen carnets de identidad o visados de salida para la Organizatsiya. Durante muchos años esta profesión le había resultado bastante lucrativa, pero con el final de la guerra fría la demanda de documentos falsos había disminuido drásticamente, al tiempo que las impresoras láser y las fotocopiadoras en color habían hecho que el arte de Max resultase cada vez menos necesario. Al final había decidido falsificar su propio visado y se había marchado a Occidente para «reciclarse».

Dos años después, cuando Dunphy lo conoció, el ruso se encontraba en Londres comprando un periódico, tintas especiales y papeles normalmente difíciles de encontrar. Haciéndose pasar por representante de la joven República de Chechenia, Max se instaló cómodamente en el hotel Churchill, donde actuó como anfitrión de una fiesta interminable —que más tarde la prensa calificó de orgía— que celebró para los banqueros de la ciudad. A cualquiera que quisiera escucharlo, ya fuera chica de alterne o corredor de Bolsa, le explicaba que representaba al Ministerio de Economía checheno, el cual le había encomendado a su empresa —y al llegar a ese punto sacaba una tarjeta de visita dorada— la misión de acuñar la moneda de aquel nuevo país (el agrovar o algo parecido). Como prueba de dicha afirmación, blandía una carta con un impresionante membrete en relieve que supuestamente procedía del ministerio y que animaba a quien lo leyese a que le facilitaran al «príncipe Setyaev» su sagrada y delicada misión.

La carta era una falsificación, naturalmente. Max no tenía la menor intención de imprimir moneda chechena. Lo que perseguía eran libras esterlinas, como pronto descubrió el Mirror cuando una delegación chechena llegó a Londres en busca de ayuda humanitaria. Cuando les preguntaron a los miembros de la delegación cómo podían compaginarse las súplicas de su país para conseguir grano con los jolgorios de Max en uno de los hoteles más caros de Londres, los chechenos respondieron que aquel hombre no tenía nada que ver con ellos. «Es ruso —explicaron—. ¿Por qué íbamos nosotros a encargarle a un ruso que imprimiese nuestra moneda?» A la mañana siguiente, Max corría por los pasillos del aeropuerto de Heathrow con la camisa por fuera y la policía pisándole los talones.

Desde entonces Dunphy había constituido media docena de empresas para su provecho, de las cuales la más reciente era Odesse Software, una firma de importación y exportación con sede en Praga. Según el ruso, había visto el futuro, y el futuro se llamaba piratería informática.

La casa donde vivía Max resultó ser un elegante edificio art déco en el barrio de Holesovice, en la zona norte de Praga. Situado a sólo una manzana del inmenso parque Stromovka, el número 16 de la calle Ovenecka era una mansión de cuatro plantas que albergaba más de una docena de pequeñas empresas, incluida la de Max.

Dunphy subió en el diminuto ascensor hasta la oficina que Max ocupaba en la segunda planta, llamó a la puerta y entró. No había secretaria ni antesala, sólo una enorme habitación con paredes de tres metros y medio de alto, cortinajes de terciopelo y una mesa de despacho antigua casi oculta por varias pilas de cajas retractiladas de Microsoft Works, Myst y Windows 98. Durante unos breves instantes, Dunphy creyó que allí no había nadie más que él, pero entonces oyó un pitido procedente del escritorio.

—¿Max?

La calva, las cejas densas y enmarañadas y los ojos redondos y brillantes del ruso aparecieron por encima de un monitor en color de diecinueve pulgadas. Acto seguido, Max se puso en pie de un salto.

—¿Kerry? Estaba jugando a SimCity —le explicó, mientras cruzaba la habitación con los brazos abiertos—. ¡La versión 2000, naturalmente! ¿Cómo estás? ¿Y qué haces aquí?

—Bueno —dijo Dunphy mientras, tras zafarse del abrazo de oso de Max, se dirigía a una silla situada junto a la ventana—. Se

BOOK: El último merovingio
13.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Deal by Helen Cooper
Soccernomics by Simon Kuper, Stefan Szymanski
The Ghost Files 3 by Apryl Baker
THE 18TH FLOOR by Margie Church