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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (39 page)

BOOK: El último merovingio
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Blémont se echó a reír con una risita tonta.

—Con tal de que no lo mates, puedes clavarlo al techo, si quieres.

—Eh, bien —convino el Deportista, y se volvió otra vez hacia Dunphy.

Justo entonces el compresor de aire se puso en marcha de nuevo y el motor neumático comenzó a traquetear en el aire. Sobresaltado, el Deportista se dio la vuelta, y en ese mismo instante Dunphy soltó una pierna y golpeó al hombre en la rodilla.

Dunphy quedó tan sorprendido como el Deportista. No tenía pensado darle una patada. Había sido un acto reflejo o algo parecido… tal vez un gesto suicida. Pero al Deportista se le doblaron las rodillas, soltó un alarido y se tambaleó hacia atrás; luego se levantó y empezó a disparar con la pistola de clavos.

¡Zas! ¡Zas! ¡Zas!

Los tres primeros se empotraron en la pared situada detrás de Dunphy, pero el cuarto se le clavó en el costado derecho con un dolor tan repentino e intenso que lo hizo retorcerse en la silla

y después caer al suelo con estrépito. El siguiente pasó rozándole la cara, mientras que los dos que llegaron a continuación se le hundieron uno en un pie y el otro en el codo. Blémont le pedía a gritos al Deportista que parase, y éste se detuvo justo al tiempo que se apagaba el compresor de aire.

El francés se frotó la rodilla y comenzó a blasfemar mientras Blémont se acercaba a Dunphy para poner de pie la silla a la que estaba atado.

—Podrías haberlo matado —se quejó el corso.

Por su parte, Dunphy tenía que hacer grandes esfuerzos para no venirse abajo. Notaba que el sistema nervioso se le apagaba, que las manos y los pies se le iban enfriando y que cada vez sentía el dolor como algo más lejano, más ajeno a él. Se le ocurrió, de pronto, que se encontraba a punto de sumirse en un estado de shock, y que si eso sucedía se moriría sin enterarse siquiera.

Soltó un gruñido apagado y se esforzó por sentir de nuevo centrando toda la atención en los puntos en donde tenía los clavos: primero en el pie, luego en el codo, en el costado y en la pierna. Al final se dijo que no le quedaba parte alguna del cuerpo que no le doliera, y se estremeció al pensar que, si había alguna, seguro que ése sería el lugar donde iría a parar el próximo clavo.

Blémont se agachó delante de él.

—Vamos a hablar de negocios —le indicó. Dunphy desvió la mirada—. Hay un banquero aquí en la isla, en Santa Cruz —continuó diciendo el corso—. Es un hombre al que conozco. Él puede encargarse de que se transfiera el dinero. Hacemos eso… y después te vas.

«Ya —pensó Dunphy—. Así, por las buenas», y negó con la cabeza.

A Blémont le desapareció la sonrisa.

—El dinero es mío, Jack.

—Ya lo sé —respondió Dunphy—. Pero nunca podrás conseguirlo; no te lo darán.

El corso lo miró fijamente.

—¿Por qué no? —quiso saber.

—Porque se encuentra en una caja fuerte —le explicó Dunphy.

—Pues nos das la llave.

De nuevo Dunphy negó con la cabeza.

—Te daré la llave si quieres, pero no te servirá de nada. Si no constas en la lista de titulares, da igual que tengas la llave. Para abrirla sería necesario enseñarles una orden judicial.

—¿Y cómo saben ellos…?

—Te piden el pasaporte. —Blémont lo consideró durante unos breves instantes, y Dunphy decidió insistir, por lo que le sugirió—: Podríamos ir juntos.

—No me fío de ti —repuso Blémont, negando con la cabeza.

—Pues es la única manera —le aseguró Dunphy.

—¿Tú crees? ¿Y… qué me dices de la chica?

Dunphy hizo como que no lo había oído y trató de distraer a Blémont asegurándole:

—No te causaré ningún problema.

—¿Qué me dices de la chica? —repitió el corso.

—¿Qué chica?

Esta vez Dunphy lo vio venir y se echó atrás lo suficiente como para que el puñetazo no le diese de lleno; sólo le rozó en un lado de la cabeza.

—¡No me jodas! —le advirtió Blémont con los ojos fuera de las órbitas—. Hablo de esa puta que va contigo… esa que se llama Veroushka.

—Ah —exclamó Dunphy sacudiendo la cabeza para despejarse—. Ella.

Blémont flexionó los dedos de la mano derecha y recuperó la compostura.

—Esa muchacha es la que fue al banco en Zurich de tu parte cuando despistaste a mis amigos en el hotel —le recordó con calma.

—En la Bahnhofstrasse —señaló el Deportista—. La Crédit Suisse.

—De manera que la caja fuerte también debe de estar a nombre de ella —sugirió Blémont.

Dunphy asintió.

—Sí, tienes razón. No me acordaba.

—Entonces la muchacha puede sacar el dinero.

—Si quieres la llamo —sugirió Dunphy—. Debe de estar en el Tiller… esperando noticias mías.

Blémont sonrió débilmente.

—No creo.

—Si lo que te preocupa es la policía… —empezó a decir Dunphy.

Blémont negó con la cabeza.

—Siempre es mejor hacer negocios en persona.

En el transcurso de la hora siguiente ocurrieron tres cosas: el Deportista salió a comprar una grabadora, Dunphy aflojó el último de los nudos que le ataban las muñecas, y Luc murió.

Este último suceso tuvo lugar discretamente. Sentado en aquel mullido sillón, el secuaz de Blémont sufrió una especie de espasmo y se hundió hacia atrás con un ruidito gutural. Al oír aquel leve gorgoteo, Dunphy se volvió hacia el lugar de donde procedía justo a tiempo para ver que la cara del hombre se relajaba y los ojos se le ponían en blanco.

Blémont permaneció junto al banco de trabajo de espaldas a ellos.

Dunphy carraspeó.

—Ya lo he oído —dijo el corso sin darse la vuelta—. C'est triste.

El Deportista regresó unos diez minutos más tarde con una grabadora barata. Al ver al alsaciano en el sillón, se acercó a él y le cerró los ojos con ternura. Luego soltó un rugido y se abalanzó sobre Dunphy… pero Blémont lo sujetó por el brazo y lo apartó mientras le decía algo en francés y en voz baja. Finalmente el De­portista asintió, respiró hondo y luego resopló con fuerza.

—Eh, bien —dijo.

Y se apoyó de espaldas en el banco de trabajo.

Acto seguido, Blémont se acercó a Dunphy con la grabadora en la mano.

—Muy bien, esto es lo que vamos a hacer. Le dices a tu amiga que vaya a Zurich con Marcel. Cuando hayan sacado el dinero del banco te dejaré marchar. Pero hasta entonces te quedarás conmigo —explicó.

Dunphy pensó un poco en aquella propuesta.

—¿Y si Marcel no vuelve?

Blémont desechó la idea negando enérgicamente con la cabeza.

—Eso es imposible —aseguró el corso—. Sé dónde vive, y él es consciente de que lo sé… ¿verdad, Marcel?

El Deportista gruñó desde el banco de trabajo en señal de asentimiento.

—Además, una vez yo haya grabado la cinta, ¿qué te impide matarme? —inquirió Dunphy.

Blémont hizo un gesto de impaciencia con las manos como si la respuesta fuera obvia. Pero al ver que Dunphy no reaccionaba, le dijo:

—¡Pues el dinero!

—¿Qué dinero? —preguntó Dunphy, confuso.

—El resto del dinero… el dinero que me debes. Tú mismo lo has reconocido hace un rato. Te has gastado veinte de los grandes. Apuesto a que han sido veintidós. Y ya te lo he dicho, eso no es más que el principio. Además, hay que contar los intereses y los gastos. Cuando averigüemos cuánto hay en Zurich sabremos qué cantidad te queda por pagar.

«Tiene razón», se dijo Dunphy. Si Blémont había de recuperar alguna vez todo su dinero, tendría que ser él quien se lo pagase… pero no iba a ser así: él no lo tenía, aunque eso Blémont no lo sabía.

—De acuerdo —accedió finalmente—. Haré lo que me pides. ¿Qué quieres que le diga?

—Que estás bien. Que no te busque. Dile que tiene que ir a Zurich con Marcel. Y que una vez que ella le dé el dinero… ya está, se acabó. —Blémont miró a Dunphy con expectación—. ¿De acuerdo?

Dunphy lo pensó durante unos instantes. Después asintió y Blémont le acercó la grabadora a la boca. Apretó el botón de «Rec» y le ordenó:

—Venga, habla.

Dunphy se aclaró la garganta y empezó a hablar.

—Veroushka… soy Jack. Me encuentro bien, pero quiero que hagas algo por mí…

Cuando terminaron la grabación, Blémont rebobinó la cinta y la dejó a un lado. Luego se volvió hacia el Deportista e hizo chasquear los dedos.

—Y ahora vamos a ponernos manos a la obra. —El cambio de humor de Blémont cogió a Dunphy por sorpresa, pero pronto comprendió lo que aquello significaba—-. Sé que ya no te queda nada de dinero, Jack; si tuvieras algo, seguro que Kroll lo habría averiguado. Y apuesto a que falta mucho más de los veinte mil de los grandes que dices. ¿O me equivoco?

Dunphy tiró con los dedos de las cuerdas que le mantenían las manos atadas a la espalda.

—Así que tendremos que cobrarnos ese dinero contigo, con tu persona, y como es mucho más de lo que vales, supongo que no nos quedará más remedio que matarte para cobrar. ¿A ti qué te parece, Marcel?

El Deportista sonrió.

A continuación Blémont se acercó despacio y con tranquilidad al banco de trabajo donde lo aguardaban varios metros de cable eléctrico.

—Ahorcarte sería interesante —comentó, pero luego se detuvo y dejó caer el cable—. Claro que…

El corso cogió una tubería de tres centímetros de diámetro y de casi un metro de largo. Dunphy supuso que iban a golpearlo con aquel objeto hasta matarlo… pero entonces vio que el tubo se hallaba sujeto a un par de abrazaderas móviles entre las cuales quedaba una distancia aproximada de treinta centímetros. Tardó unos instantes en comprender para qué servía aquella herramienta, pero luego cayó en la cuenta. Aquel tubo era una prensa portátil de las que utilizan los carpinteros para mantener unidos diferentes trozos de madera mientras se seca la cola.

Blémont miraba a Dunphy con detenimiento, como si le estuviera tomando medidas, y éste pronto comprendió que eso era precisamente lo que hacía.

—Podría romperte el cráneo con esto —señaló el corso mientras manejaba las abrazaderas y las ajustaba hasta que tuvieron el mismo tamaño de la cabeza de Dunphy—. Cuánto mides… ¿más o menos metro noventa?

La cuerda que le sujetaba las muñecas ya estaba prácticamente suelta, pero tan enredada que Dunphy no lograba sacar las manos. Con frenesí, pero con tanta economía de movimientos como le fue posible, fue tirando de ella mientras el sudor le caía por las mejillas y el cuello.

Con una mueca, Blémont dejó el tubo sobre el banco de trabajo y cogió la pistola de clavos.

—Demasiado complicado —comentó—. Pero… oye, se me ocurre que con esto podríamos convertirte en una auténtica pelote d'épingles. ¿Qué te parece?

El corso agitó ante él la pistola de clavos y Dunphy, muy a su pesar, se encogió, atemorizado.

Nunca había oído aquella expresión antes, pero dadas las circunstancias, no era difícil adivinar lo que era una pelote d'épingles.

—Cien disparos más o menos —continuó diciendo Blémont—. Bueno, decididamente menos. —Se dio unos golpecitos con la pistola sobre la palma de la mano izquierda—. ¿Cuánto tiempo crees que tardarías en morir desangrado… igual que Luc?

Dunphy cerró los dedos alrededor de la cuerda que tenía a la espalda. Ya estaba lo bastante suelta como para pasar la mano derecha… y así lo hizo. Tardó un poco, pero después de un tirón

Dunphy consiguió soltarse, aunque sujetó la cuerda detrás de la espalda y se esforzó por mantener el rostro impasible.

«Y ahora qué?», se preguntó al tiempo que el júbilo lo abandonaba. Aunque se encontrase en plena forma, que no era así, le resultaría muy difícil vencer a Blémont. Tenía la nariz rota y había perdido bastante sangre. Tenía fracturadas las costillas debido a las patadas que había recibido y le dolía tanto la espalda que llegó a pensar que le sangraban los riñones. Además, estaban los clavos, claro está; eran como trozos de cristal que hacían que el menor movimiento le resultase doloroso. De modo que Blémont sería realmente un problema llegado el caso.

En cuanto al Deportista… Por Dios, era una especie de orangután con la testosterona saliéndole por las orejas. Le haría falta un rifle de cazar elefantes para abatirlo.

Blémont se volvió hacia su cómplice.

—Dites-moi. Que pensez-vous? La pistóle ou la corde? —le preguntó.

El Deportista sonrió y respondió también en francés y en voz baja. Dunphy no entendió lo que dijo, pero Blémont se apresuró a explicárselo.

—Dice que sería mejor no matarte.

El corso se encogió de hombros y dejó la pistola de clavos sobre los cojines del sofá color calabaza. Después se cruzó de brazos dispuesto a mirar.

A Dunphy le preocupaba más la aparente tranquilidad de Blémont que la pistola de clavos, y esa preocupación se tornó en pánico cuando vio que el Deportista cogía un caballete de aserrar y lo acercaba al lugar donde se encontraba Dunphy. Sin dejar de sonreír, le habló en francés a Blémont y finalmente dejó el caballete en el suelo a cierta distancia del prisionero.

—Tú hablas inglés tan bien como yo —le indicó Blémont al Deportista—. De modo que explícale a él lo que me estás diciendo a mí.

El Deportista sonrió y negó que no con la cabeza.

Blémont puso los ojos en blanco.

—Bien, mi amigo dice que va a romperte la espalda tirándote contra el caballete. ¿Qué te parece?

A Dunphy le dio un vuelco el corazón.

—Pues me parece que eres un hijo de puta y que estás mal de la cabeza —dijo tratando de hacer acopio de valor para moverse.

Si actuaba con suficiente rapidez quizá pudiera llegar a la puerta y… con suerte, salir por ella.

—Ya lo he hecho antes —le explicó el Deportista—. En Chipre, por una apuesta. Dejé a aquel cabrón retorciéndose… coleaba como un pez fuera del agua.

Hizo un gesto con la mano parecido a un aleteo.

Una mueca de espanto apareció en el rostro de Blémont.

—¡Cuando la columna vertebral se parte suena como un disparo! ¡Plaf!

Yel Deportista dio una palmada a modo de ilustración. El compresor de aire volvió a ponerse en marcha, por lo que el corso alzó la voz para que pudiera oírselo.

—Mil francos si eres capaz de hacerlo al primer intento —le gritó al otro. Se volvió hacia Dunphy—: ¿Te gusta apostar? —Él lo miró fijamente con ojos vidriosos—. ¿No? Bueno, no te lo reprocho.

—Verás —le gritó el Deportista dando un paso hacia Dunphy—, el truco consiste en dar un golpe limpio. —Miró al prisionero de arriba abajo—. ¿Cuánto pesas?

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