El Umbral del Poder (22 page)

Read El Umbral del Poder Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
8.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Un extraño! —se encolerizó la criatura a quien iba dirigido tal rechazo—. Pero no perdamos tiempo en argumentos banales. Tengo que ver a Elistan sin demora —exigió en un tono quejumbroso y desafinado que denunciaba un carácter excéntrico.

Tanis hubo de sujetarse a la pared para no desplomarse. Aquella voz le era familiar. Los recuerdos se agolparon en su cerebro en un embate tan poderoso que, durante unos segundos, no consiguió moverse ni articular una sílaba.

—Quizá si os presentarais debidamente, por vuestro nombre —propuso el neófito—, podría enviarle noticia…

—¿Mi nombre? —repitió el otro—. ¡Haber empezado por ahí! Me llamo… me llamo… —balbuceó un poco trastornado—. Te aseguro que ayer lo sabía.

Resonó en el ambiente el irritado tamborileo de un bastón sobre los peldaños de la escalinata, y el visitante persistió con timbre agudo, chirriante casi:

—Soy una persona muy importante, jovencito, y no estoy acostumbrado a que se me trate con semejante impertinencia. Apártate de mi camino antes de obligarme a hacer algo que haya de lamentar. Perdón, me he confundido —se corrigió—, serás tú quien lo lamente. ¿O acaso los dos? Sea como fuere, yo pasaré a la acción y alguien saldrá perjudicado.

—Os suplico que me disculpéis, señor —se impacientó el clérigo, a pesar de sus exquisitos modales—, pero sin una referencia clara no permitiré que os internéis en este recinto.

Un breve forcejeo inundó los tímpanos de Tanis, sucedido por el silencio y un murmullo auténticamente siniestro, el de las páginas de un libro hojeado a toda velocidad. Sonriendo entre sollozos, el semielfo se asomó al lugar del altercado, y al espiar la figura del recién llegado, distinguió a un anciano mago en los sobrios escalones del Templo. Ataviado con ropajes de tonalidades grisáceas, a punto su deformado y picudo sombrero de liberarse de la atadura de su cabeza, el vetusto viajero constituía un espectáculo que en nada favorecía su reputación. Había apoyado el sencillo bastón de madera que portaba contra un tabique e, indiferente al enrojecido e indignado acólito, revisaba su libro de encantamientos en absoluto desconcierto y farfullando:

—Bola de fuego… ¿Dónde se ha escondido ese dichoso sortilegio?

Tanis resolvió interceder. Posó la mano en el hombro del neófito, y corroboró:

—Es, en efecto, una persona importante. Puedes dejarle entrar, yo respondo por él.

—¿De verdad? —indagó el joven, todavía circunspecto, reacio.

Al oír una tercera voz, el mago alzó la vista.

—¿Una persona importante? —recitó por inercia, pues sólo había reparado en esta parte de la alocución del semielfo—. ¿Quién es? ¿Vos, señor? —abordó a su fiador—. ¿Cómo estáis?

Comenzó a alargar la mano a la vez que, entusiasmado, daba un paso al frente. Pero se enredó en los pliegues de su sayo y el arcano volumen se estrelló contra su pie. Al inclinarse para asirlo, tropezó con el bastón, que salió rodando escaleras abajo en medio de un gran estrépito, y, por si tales desgracias fueran pocas, el sombrero echó a volar en una de las inconexas secuencias. Tanis y el clérigo tuvieron que aunar sus esfuerzos a fin de devolver al anciano la compostura.

—¡Me ha dado en el dedo más encallecido! —protestó el accidentado mientras le auxiliaban—. He perdido la noción de mi paradero. ¡Estúpido cayado! ¿Dónde ha ido a parar mi sombrero?

Pese a tamañas peripecias, quedó más o menos incólume. Embutió el tomo en una bolsa, que le servía de funda, y se caló el redondel de fieltro en el cráneo, no sin antes invertir el orden lógico de las operaciones y tener que empezar de nuevo. Por desgracia, su rebelde tocado rehusó acoplarse y el ala se deslizó hasta cubrirle los ojos.

—¡Los dioses me han castigado con la ceguera! —aventuró el hechicero, tanteando el aire con frenesí. Este percance pronto se solventó. El acólito, estudiando a Tanis con una creciente incertidumbre, agarró el sombrero y, gentil, lo retiró de manera que se encajara en el canoso cabello. Esta amabilidad enojó al veterano personaje, quien, tras censurar al joven a través de sus dilatadas pupilas, observó al semielfo y demandó:

—¿Persona importante? Sí, creo que lo eres. ¿No hemos coincidido ya en alguna ocasión?

—Naturalmente —repuso el otro—. Pero eres tú la criatura importante a la que me refería, Fizban.

—¿Yo? —El mago quedó unos momentos petrificado hasta que, dueño de nuevo de sí mismo, emitió un gruñido y se ensañó con el pobre novicio—. Claro, tú tienes la culpa de todo este embrollo. Deja ya de interponerte en mi camino. No permanezcas tieso como un pasmarote —le apremió.

Después de atravesar el umbral del Templo, el viejo examinó a Tanis desde debajo del ala del andrajoso sombrero. Descansó la mano en el brazo del semielfo y, desvanecida la nota de atolondramiento de sus rasgos y su voz, le contempló sin un pestañeo y sentenció:

—Nunca antes afrontaste una hora tan negra como la que te aguarda, héroe de la Lanza. Hay esperanzas, pero debe triunfar el amor.

Dicho esto se alejó, a un ágil trotecillo que desentonaba con su añejo aspecto. Pero casi de inmediato, se equivocó en el rumbo y acabó en el interior de un estrecho gabinete. Dos sacerdotes corrieron a rescatarle y le hicieron de guías.

—¿Quién es? —preguntó el neófito, perplejo, al mismo tiempo que echaba a andar detrás del trío.

—Un amigo de Elistan —especificó Tanis—. Lo que podría denominarse un viejo colega.

Cuando partía del santuario, una nueva imprecación retumbó en las vías auditivas del semielfo:

—¡Que alguien me traiga el sombrero!

Capítulo 8

El juicio

—¿Crysania?

No hubo más contestación que un tenue gemido.

—Serénate, tus heridas revisten cierta gravedad pero el enemigo ya se ha ido. Bebe este preparado para calmar el dolor.

Extrayendo varias hierbas de unos saquillos, Raistlin elaboró una mixtura en un cuenco de agua caliente y, tras incorporar a la sacerdotisa en el lecho de hojas ensangrentadas donde yacía, llevó el recipiente a sus labios. Cuando hubo sorbido el brebaje, la mujer abrió los ojos y sus contraídas facciones se ensancharon.

—Tenías razón —admitió, reclinada en su protector—. Me encuentro algo restablecida.

—Y ahora debes orar a Paladine para que te cure, Hija Venerable. Tenemos que seguir adelante.

—No sé, Raistlin —titubeó ella—. Flaquean mis energías, y la divinidad parece hallarse muy lejos de nosotros.

—¿Rezar a Paladine? —se interfirió una tercera voz, firme y cavernosa—. ¡Eres un blasfemo, Túnica Negra!

Molesto, pero más aún inquieto, el aludido levantó los ojos. Casi se le salieron de las órbitas.

—¡Sturm! —exclamó sin resuello.

El caballero no le oyó, estaba demasiado absorto en la contemplación de Crysania y las llagas de su cuerpo que, aunque no sanaron del todo, se secaron en unos segundos.

—¡Brujería! —la acusó el atónito observador, y desenvainó la espada.

—Nada de eso, buen caballero —le enmendó la sacerdotisa—. No soy una bruja, sino una sacerdotisa de Paladine, como podéis comprobarlo por mi Medallón.

—¡Mientes! —replicó, furioso, Sturm—. Los clérigos desaparecieron antes del Cataclismo. Y, además, si lo fueras repudiarías la compañía de este engendro del Mal.

—Sturm, ¿no me reconoces? Soy yo, Raistlin. —Excitado, el archimago se puso en pie—. Mírame con atención. No puedes haberme olvidado.

El que fuera bravo guerrero se volvió hacia el que así lo interpelaba y le puso el filo de su acero en la garganta.

—Ignoro por qué medios esotéricos has averiguado mi nombre —le espetó—, pero si lo pronuncias una vez más habrás de atenerte a las consecuencias. En Solace empleamos sistemas expeditivos para desembarazarnos de los de tu calaña.

—Siendo un virtuoso caballero, ligado por votos de equidad y obediencia, invoco a tu sentido de la justicia —dijo Crysania, al mismo tiempo que se enderezaba, con ayuda de Raistlin.

Se suavizó el semblante del aparecido quien, reverente, inclinó la cabeza y envainó la espada, no sin dirigir a Raistlin una mirada de soslayo.

—Es cierto lo que afirmas, señora —concedió—. Estoy vinculado a inviolables promesas. Te garantizo un comportamiento ecuánime.

Mientras hacía tan nobles comentarios, la alfombra de hojarasca se transformó en un suelo de madera, el cielo en techo, la senda en un pasillo entre dos hileras de bancos. «Estamos en una especie de tribunal», pensó Raistlin, aturdido por el cambio. Doblado aún su brazo para que se apoyara la mujer, avanzaron a través de la nave y la ayudó a sentarse frente a una mesa colocada en el centro de la sala. Se erguía delante de ellos una plataforma y, al volver la vista atrás, el mago descubrió que la estancia estaba abarrotada de personas, todas rebosantes de gozo.

Examinó mejor a la concurrencia. ¡Conocía aquellas criaturas! Allí estaba Otik, propietario de la posada «El Último Hogar», devorando una fuente entera de patatas especiadas. Tika, a su lado, ondeaba los pelirrojos tirabuzones de su melena, a la vez que señalaba a Crysania y chismorreaba entre sonoras risotadas. ¡Y también Kitiara se hallaba presente! Recostada en actitud displicente en el marco de la puerta, ajena al acoso de una turba de admiradores, detuvo su mirada en Raistlin y le dedicó un guiño.

Pero el hechicero no hizo caso de tan insidiosa complicidad y, febril, siguió con su inspección. Su padre, un paupérrimo leñador, estaba sentado en un discreto rincón, hundidos los hombros y cruzado su rostro por los surcos perpetuos de la angustia y la infelicidad. Laurana se había acomodado en un lugar apartado, donde su belleza de elfa destacaba cual una estrella en la negra noche.

Junto a Raistlin, la sacerdotisa, que también se había girado, gritó:

—¡Elistan, préstame tu respaldo!

Uniendo la acción a la palabra, la mujer abandonó su asiento y retrocedió unos pasos con la mano extendida. Pero el clérigo se limitó a mirarla entristecido y significarle su negativa mediante un gesto.

—Levantaos y honrad a su señoría.

Con más ajetreo y bullicio del deseable, el pleno de la sala se puso de pie. Un respetuoso silencio, no obstante, sucedió al crujir del entarimado cuando el juez se personó en el atestado tribunal. Vestía la indumentaria encarnada que correspondía a los servidores de Gilean, dios de la Neutralidad, y su porte le delataba como un ser joven, aunque en la penumbra el nigromante no logró verlo bien. Hasta que se acomodó en su butaca, detrás del estrado, no expuso sus rasgos de semielfo a la luz del sol que entraba por una ventana.

—¡Tanis! —vociferó Raistlin, y dio una zancada en su dirección.

Pero el barbudo semielfo frunció el entrecejo, frente a tan insólita conducta, al mismo tiempo que un enano viejo y gruñón, el ujier, azuzaba al mago en el costado con el extremo romo de su hacha.

—Siéntate, brujo, y no hables hasta que se te autorice.

—¿Flint? —inquirió el hechicero, y le zarandeó por el brazo—. ¿No ves que soy Raistlin, tu antiguo compañero de infortunio?

—¡No oses tocar a un funcionario de la justicia! —rugió el hombrecillo en la cumbre del enfado, apartando el brazo de un brusco tirón y, sin cesar de refunfuñar, ocupando su puesto en la plataforma—. No muestran la menor deferencia a una persona de mi veteranía y condición. Te tratan como un saco de harina que cualquiera tuviera derecho a manosear.

—No te exaltes, Flint, es suficiente —le atajó Tanis. Espiando receloso a la pareja de la mesa, inauguró la sesión—. ¿Quién presentará los cargos contra los inculpados?

—Yo lo haré —anunció un caballero enfundado en una reluciente armadura, y se incorporó en el banquillo. —De acuerdo, Sturm Brightblade —asintió el juez—, en su momento podrás relatar al tribunal los crímenes que les atribuyes. ¿Quién será el defensor?

Raistlin quiso intervenir, pero le interrumpieron.

—¡Yo! —propuso alguien, exultante de alegría—. Estoy aquí, Tanis… Perdón, señoría. Aguarda, al parecer me he hecho un lío.

Un estallido de risas conmovió el tribunal. La multitudinaria audiencia volcó su jocosidad en un kender que, cargado de libros, forcejeaba por traspasar el acceso. Kitiara, que estaba cerca, esbozó una mueca socarrona, aferró al personaje por el copete y le arrancó de su prisión, aunque con tal fuerza que éste cayó despatarrado, una postura poco adecuada al ceremonial de rigor, en el pasillo. Los libros se esparcieron en una contundente lluvia, y arreciaron las carcajadas. Impertérrito, el kender puso el cuerpo enhiesto, se sacudió el polvo y, sorteando la desparramada literatura, consiguió arribar a su destino.

—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —saludó formalmente, y alargó la mano a Raistlin para que se la estrechara. El nigromante no hizo tal, no por descortesía sino porque se lo impedía la sorpresa. Así que el aspirante a letrado se encogió de hombros, miró su solitaria mano, suspiró y, situándose de perfil, se encaró con el juez—. Hola, mi nombre es Tasslehoff Burrfoot.

—¡Siéntate! —bramó el ujier—. No se emplea ese tono de familiaridad con personas de tan alto rango, botarate.

—¡Sandeces! —se rebeló el reprendido, inflamado de indignación—. ¿Por qué no hacerlo si a uno le apetece? Después de todo, no es un delito ser educado, aunque, como es natural, vosotros, los enanos, nada sabéis de modales. Brutos, eso…

—¡Cállate! —se exasperó Flint. Ronco después de tan imperativo grito, para reforzar su autoridad el hombrecillo tuvo que golpear el suelo con el astil de su hacha.

Danzante el despeinado copete, Tas dio media vuelta y, dócil, se encaminó al banquillo donde se encontraba Raistlín. Pero, antes de tomar asiento, se plantó frente al público e imitó los aspavientos del enano, con tan buen acierto que el gentío se entregó a una verdadera algazara, cuya consecuencia directa fue, inevitablemente, que la víctima de la mofa se encolerizó todavía más. Esta vez intervino el juez.

—¡Basta de alboroto! —se impuso con tono perentorio, y se hizo el silencio en la sala.

El kender se arrellanó en la silla reservada al defensor, junto al reo. Al notar un ligero contacto en su cinto, el archimago clavó en el ficticio letrado una fulgurante mirada y le ordenó, abierta la palma de su mano:

—¡Devuélveme eso!

—¿Cómo? ¡Ah, te refieres a este saquillo! Debe de haberse soltado sin que te percatases —apuntó y, con un aire de candor capaz de desarmar al más severo de los mortales, le entregó una bolsa que contenía ingredientes de hechizos—. Estaba en el suelo. Me he limitado a recogerlo.

Other books

Urban Prey by S. J. Lewis
I Live With You by Carol Emshwiller
The Toff In New York by John Creasey
Spent by Antonia Crane