El vampiro de las nieblas (13 page)

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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, Infantil juvenil

BOOK: El vampiro de las nieblas
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—¡Yo soy Barovia! —bramó—. Me ha transmitido poder y yo le proporciono lo que necesita. —Curvó los labios en una mueca—. Soy el Primer Vampiro. Al contrario que todos los demás muertos vivientes, yo no preciso de invitación para entrar en los hogares. Todas las casas son mías aquí, y todas las criaturas me pertenecen; hago con ellas según mi voluntad.

Se reclinó sobre el respaldo y entrecerró los párpados. Jander oyó un rascar de uñas sobre las losas del suelo, y tres enormes lobos llegaron trotando al estudio. Se enroscaron y jadearon contentos a los pies de Strahd.

—Éstos —dijo con orgullo— son mis pequeños y obedecen hasta mi último capricho.

Uno de los animales se levantó, alerta y en tensión; se dirigió sin vacilar hacia la chimenea y se tendió boca arriba en el suelo con la garganta expuesta; gimió y Jander olió el miedo. Un segundo lobo se levantó con la misma decisión, se dirigió hacia su compañero e, inesperadamente, le mordió la yugular. Comenzó a brotar sangre, que salpicó a los dos animales y las piedras de la chimenea. El primer lobo agitaba las patas y se debatía frenéticamente, pero el segundo se limitó a hundir más la dentellada, hasta que la víctima murió con un espasmo. El asesino aflojó las mandíbulas y se lamió el hocico; después, con la cabeza agachada, se arrastró hasta los pies de su amo. Strahd acarició la suave cabeza con gesto indolente mientras el tercer lobo, tembloroso, se enroscaba como una bola.

Jander hizo amago de levantarse para protestar, pero se detuvo ante la mirada de Strahd; el Primer Vampiro, como él mismo se había nombrado, lo retaba a mostrar su debilidad, a oponerse al absurdo sacrificio de la bestia. Se sentó de nuevo sin dejar de sostenerle la mirada. El elfo, amante de los animales, estaba enfurecido por la crueldad gratuita de que hacía gala el otro vampiro, pero se lo demostraría de un modo más eficaz.

Miró a los dos lobos restantes y después acarició dulcemente al asesino con el pensamiento.
Descansa
. La bestia gris cerró con mansedumbre los ojos, se enroscó y se durmió enseguida; Jander se concentró mentalmente en el otro ejemplar, con frialdad y firmeza.
Ven, amiga mía; acércate a mí
.

La loba emitió un quedo bufido, apuntó las orejas hacia adelante y con un sonido entre quejumbroso y gruñón saltó hacia Jander en un ridículo intento de subírsele al regazo, pero el elfo la rechazó cariñosamente. La hembra se tendió a sus pies y lo miró con adoración, atenta a satisfacer el menor deseo de su nuevo amo. Jander le acarició la testuz y dejó de mirar al animal para dirigirse al conde con una leve sonrisa. Captó la rabia de Strahd, pero también la admiración de su frío rostro.

—Impresionante —ronroneó el conde con una voz que surgía del pecho—; impresionante de verdad. Los lobos jamás han obedecido más palabra que la mía. Es evidente que el señor de la tierra puede aprender algo del visitante. —Hizo un ligero gesto de asentimiento. Jander comprendió de inmediato que se había producido un cambio sutil, que tal vez Strahd lo había colocado en otro grado del escalafón, y deseó que el cambio fuera favorable—. Precisamente por esa razón os invité aquí esta noche —añadió.

—Eso suponía. —Jander lanzó el comentario a modo de prueba. Strahd frunció un tanto el entrecejo, y las aletas de la nariz aguileña se agitaron, pero no se levantó a morderlo.

—Eva me dijo que procedéis de un lugar llamado Toril —prosiguió el conde—. Me intrigan los lugares desconocidos y me gustaría escuchar vuestro relato.

Por el momento, la crisis había pasado y Jander se permitió bajar la guardia un poco.

—Antes de responder a vuestras preguntas, me gustaría haceros yo algunas. —Strahd hizo un gesto afirmativo—. ¿Existió alguna vez en este país una mujer llamada Anna?

—Ese nombre es común. Tendréis que especificar un poco más —repuso con una sonrisa. Ahora que había comenzado, estaba obligado a proseguir y dejó a un lado la sensación de vulgaridad que le producía hablar del estado de Anna con un desconocido, puesto que era la única forma de encontrar las respuestas que tanto anhelaba.

—Sufría demencia —dijo en voz baja—; era alta y morena, con largos cabellos rojizos y muy bella. Creo que era víctima de una maldición porque, veréis, la conocí durante mucho tiempo y nunca envejecía.

—Lamentablemente —replicó Strahd con un gesto negativo—, no creo recordar a nadie que reúna todas esas características, lo cual no significa que no haya existido en la aldea una persona semejante, o incluso en Vallaki, un pueblecito de pescadores cercano. La locura no es desconocida en estas tierras y, en cuanto a la magia, yo soy el único, hasta donde alcanzan mis conocimientos, que practica las artes arcanas en Barovia. Y, Jander, amigo mío, jamás he pronunciado una maldición contra una mujer llamada Anna, os doy mi palabra. —Su tono era hondamente sincero y Jander, para su sorpresa, le creyó—. Sé lo que es perder un amor… He bebido de ese amargo cáliz en más de una ocasión —añadió repentinamente abrumado.

Las esperanzas del elfo se desvanecieron en silencio. Había dado por hecho, tal vez con mucha precipitación, que Strahd sabría algo de Anna, que le revelaría la identidad del que había quebrado la voluntad de la hermosa joven.

—¿Alguna pregunta más? —El tono indicaba el deseo de escuchar una respuesta negativa, pero Jander insistió.

—¿Qué podría hacer para averiguar más cosas sobre ella?

—Tenéis libertad absoluta para consultar los libros de la biblioteca —ofreció con gesto amplio—. Encontraréis los demás registros en la vieja iglesia del pueblo, aunque dudo que queráis acudir allí. —Strahd se mostraba de nuevo como gran amo y sonreía a Jander con malicia.

Jander sonrió también, pero su expresión destilaba tristeza.

—Tenéis razón. Habéis nombrado un lugar llamado Vallaki. ¿Dónde está? ¿Quiénes son sus habitantes? ¿Conservan registros de…?

Strahd frunció el entrecejo de nuevo e hizo un gesto de impaciencia.

—Puedo proporcionaros respuestas a todas esas preguntas, como es natural, pero ¿tenéis que resolver ese pequeño misterio esta misma noche?

Sus palabras eran razonables, y Jander comprendió que el conde perdía interés rápidamente.

—Es cierto. Siento curiosidad por este lugar, y lo mismo debe sucederos a vos con respecto a mí. Mi llegada a Barovia es un misterio, aunque uno de los vistanis me dijo que me habían traído las nieblas.

—¡Ah, las nieblas, las nieblas! —musitó Strahd con los ojos fijos en el fuego—. Al parecer, van en busca de muchos. Fue en mi búsqueda…, en búsqueda de todo mi reino, hace algunos años. Fue entonces cuando me convertí en lo que ahora veis. —Sonrió para mostrar los blancos y afilados incisivos que no se había molestado en retraer—. Un regalo de esta tierra poderosa: la vida eterna.

Supuso que en aquellas palabras había parte de razón, aunque él jamás había deseado la «vida eterna» como hacían los humanos. La raza élfica vivía varios siglos, y creía que por ese motivo no se oía hablar con frecuencia de elfos no-muertos. Su naturaleza no se adaptaba fácilmente a ese tipo de existencia, y los elfos no deseaban con tanta desesperación las cosas que no les eran concedidas por los dioses. Cuando se convirtió en vampiro, habría preferido morir a llevar la existencia que llevaba, pero la leyenda de la muerte carmesí no le permitía escapar a su destino con tanta facilidad.

Se sintió incómodo con el giro tan oscuro que tomaban sus pensamientos, y cambió de tema.

—Os referís a Barovia como si fuera un ser vivo; los vistanis también hablan del poder de estas tierras. ¿Qué es Barovia exactamente? ¿Por qué trae a la gente a través de la niebla?

Strahd no respondió de inmediato; se levantó, se acercó al fuego y colocó una mano sobre la chimenea.

—Contestaré a vuestras preguntas más tarde. Al fin y a la postre —sonrió tétricamente—, ¿no disponemos de todo el tiempo del mundo? —Tras una pausa, añadió—: Tomaría algo. ¿Me acompañáis? Cada vez resulta más difícil encontrar trotamundos en Barovia después de la caída de la noche, y por ello siempre tengo provisiones a mano.

Jander se estremeció internamente. Se imaginó una prisión de seres apenas vivos, criados como ganado para alimentar a ese oscuro y elegante señor. Y, sin embargo, ¿podía condenar semejante conducta cuando él mismo llevaba siglos subsistiendo de los locos?

—No, gracias, prefiero sangre de animales hasta que me familiarice un poco con este territorio. —Strahd se rió estrepitosamente de semejante razonamiento y Jander aguardó con paciencia a que cesaran las estridentes carcajadas.

—¡Ah, Jander! Si me permitís que os llame así… Aquí no podréis subsistir a base de sangre de animales.

—Tal vez vos no podáis, excelencia, pero yo sí. Lamentaría que os sintierais ofendido.

—No, no, tan sólo me resulta divertido. El bosque es todo vuestro, pero no creo que logréis saciaros con las bestias de las forestas de Svalich. Creo que no las encontraréis… apropiadas, siquiera. Es posible que os vea cuando regreséis. Jander, yo soy el señor aquí —insistió de modo terminante—, y sois mi invitado por el tiempo que deseéis.

—¿Y si os dijera: «Gracias, excelencia, pero deseo marcharme esta misma noche»?

—Respondería que sois libre, pero vuestras preguntas quedarían sin respuesta.

Jander rió con fuerza, e incluso Strahd sonrió con menos frialdad que de costumbre.

—Mi curiosidad, conde, es la mejor cadena del mundo. Gracias, acepto vuestra hospitalidad.

—¿Qué precisáis para el reposo? Abajo están las criptas, y podríais acomodaros en…

—No, gracias. Necesito pocas horas de sueño y no me hace falta féretro. Con vuestro permiso, me gustaría recorrer el castillo durante el día; la luz no me hace daño mientras no me exponga directamente al sol.

Con una leve sensación de suficiencia, Jander notó que había tomado al conde totalmente desprevenido. El impacto se reflejó al instante en sus ojos, negros y profundos, pero se recobró enseguida, aunque el elfo ya se había apuntado el tanto con el gallardo señor del castillo de Ravenloft.

—Mi casa es toda vuestra con una excepción: aquella habitación. —Señaló con un largo dedo hacia una puerta de madera del otro extremo de la estancia—. Allí no podéis entrar. Lo que guardo es asunto mío y, en caso de que intentarais desobedecerme, encontraríais la puerta cerrada mágicamente. Os ruego que respetéis mi deseo.

Jander sentía curiosidad, pero, en realidad, no tenía derecho a entrometerse; si el conde deseaba tener una habitación secreta, debía respetar su intimidad.

—Por supuesto.

—Entonces, os deseo buenas noches… y buena caza.

OCHO

Jander se internó despacio en la espesura, silencioso como un lobo, tras el rastro de un corzo. La visión infrarroja y la luz de la luna que se filtraba entre la vegetación convertían el bosque en un tapiz de sombras cambiantes e inquietos jirones de niebla a ras de tierra. Percibía alrededor amortiguados rumores y movimientos de vida y el sutil aroma de sangre caliente. Una ardilla se deslizó por la rama de un árbol, justo sobre su cabeza, y saltó con agilidad y osadía hasta el próximo. Una zorra gris con el manto moteado de tonos sombríos estaba inmóvil en un claro a un metro de él, paralizada por la terrorífica e inesperada silueta del elfo vampiro. Ambos cazadores se miraron un momento, hasta que la hembra desapareció de nuevo en el bosque y dejó la caza para Jander.

Gracias a la infravisión, localizó el calor suave de una liebre marrón de buen tamaño acurrucada entre las raíces y las ramas bajas de un gran tejo. Pausadamente, con el mismo esfuerzo de voluntad que había doblegado a los lobos a su llamada, asentó tranquilidad en la mente del animal.
La zorra se ha ido, ya no hay peligro
.

El silencio cayó sobre el bosque; sólo la brisa recorría el suelo forestal levantando levemente las briznas de años, estremeciendo las secas hojas marrones y haciendo crujir las agujas caídas de los pinos. La liebre no se movió apenas cuando unas manos fuertes y alargadas se cerraron en torno a sus orejas y patas traseras. Los colmillos que le abrieron la garganta eran más afilados que los de la zorra.

Jander sorbió con presteza, pues el hambre era más fuerte que el extraño sabor de la sangre. Arrojó el cuerpo desgarrado al lugar por donde la raposa había desaparecido y frunció el entrecejo al tiempo que se limpiaba los labios; aquella sangre tenía un regusto extraño, una especie de dulzor ahumado.

De pronto, se le revolvió el estómago y se sintió mareado, se le doblaron las rodillas y cayó a cuatro patas vomitando hasta la última gota de lo que había ingerido. Después se sentó temblando; el animal debía de estar enfermo y, sencillamente, tendría que volver a buscar comida.

Llamó entonces a un venado, una gama vigorosa que lo miraba fijamente con ojos tristes mientras él sorbía todo su fluido vital; el sabor era igual de desagradable y el alimento tampoco cuajó en el estómago esta vez. No lo comprendía; en Aguas Profundas había subsistido durante años a base de sangre de animales, y algo de sangre humana cuando la necesidad apremiaba esporádicamente. Desde el momento de su llegada a esas tierras había percibido algo anormal. Quizá la niebla lo había alterado de tal forma que ya no podía beber sangre animal; era la única explicación que se le ocurría, por ilógica que pareciera. Strahd lo sabía y había intentado advertirle. El señor de Ravenloft, mientras admitía la victoria del elfo con los lobos, se habría reído probablemente al saber que vomitaría sin remedio al primer sorbo de aquel icor intragable; ahora estaban empatados. Por más que rechazara la idea, tendría que buscarse sangre humana en Barovia si quería sobrevivir. El vampiro dorado pasó varias horas buscando inútilmente algún humano incauto; se transformó en lobo y recorrió muchos kilómetros con los sentidos aguzados para localizar la presa. Se echó sobre algunos esclavos de Strahd en varias ocasiones: vampiras pálidas y de rasgos acusados que fruncían el entrecejo y siseaban al verlo, antes de convertirse en murciélagos. Jander sopesó un momento la idea de atacar el campamento gitano, pero desechó el impulso enseguida. Los vistanis eran más astutos que los aldeanos y, a pesar de que él se alimentaba con delicadeza, los ojos penetrantes de los gitanos localizarían sin tardanza las pequeñas señales. Además, como «invitado» de Strahd, violaría el pacto, y el conde se enfurecería. No se olía ningún otro rastro humano en el bosque y un rápido recorrido por el pueblo le demostró que los barovianos estaban bien seguros en sus casas. Hambriento, cansado y decepcionado, se transformó de lobo en murciélago y echó a volar hacia el castillo.

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