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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (39 page)

BOOK: El viajero
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una de aquellas historias que podía haber contado la narradora shahryar Zahd. En el cuento que imaginé Luz del Sol no era la mujer más fea de Persia, sino la belleza más esplendorosa. La hice tan bella que Alá en su sabiduría decretó: «Es inconcebible que la divina belleza y el divino amor de la princesa Shams sirvan sólo para dar placer a un único hombre», y ése era el motivo de que Shams no estuviera casada y de que nunca llegara a casarse. En obediencia al todopoderoso Alá, Shams estaba obligada a dispensar sus favores a todos los pretendientes buenos y dignos de ella, y por eso yo era en aquel momento el favorito. Durante una temporada, sólo utilicé esa historia cuando era necesario. Cada noche, para despertar y mantener mi ardor y hacer zina, me bastaba el amor y la proximidad de la princesa Magas. Pero luego, cuando nuestro juego aumentaba en mi interior la deliciosa presión hasta que ya no podía contenerla, y necesitaba darle salida, entonces daba forma en mi mente a mi inventada, alternativa, imaginaria e irrealmente sublime princesa Luz del Sol, y la convertía en receptáculo de mi amorosa sacudida.

Como ya he dicho, eso me bastó durante algún tiempo. Pero pasado éste, me fui sintiendo víctima de una especie de leve locura: comencé a preguntarme si mi historia no podría aproximarse de algún modo a la verdad. Mi demencia aumentó gradualmente y comencé a sospechar que allí se escondía un gran secreto, y a sospechar que, por las sutiles elaboraciones de mi mente, yo había sido el primero y el único en descubrirlo. Finalmente llegué a trastornarme tanto que comencé a lanzar indirectas a Magas, dándole a entender que realmente quería ver a su invisible hermana. Cuando yo decía esas cosas, Magas parecía preocupada y agitada, y más aún cuando yo audazmente empezaba a mencionar el nombre de su hermana si alguna vez estábamos en presencia de sus padres y de su abuela.

—He tenido el honor de conocer a casi toda la familia real, sus majestades —decía al sha Zaman y a la shahryar Zahd, y luego añadía sin darle importancia —, a excepción, me parece, de la estimada princesa Shams.

—¿Shams? —decían él o ella cautelosamente, y miraban alrededor de un modo algo furtivo, y entonces Magas se ponía a hablar profusamente para distraernos a todos, mientras me sacaba ruda y casi literalmente a codazos de cualquier habitación en la que estuviéramos.

Sabe Dios adonde me hubiera llevado finalmente ese comportamiento, quizá a la Casa del Engaño; pero entonces mi padre y mi tío regresaron a Bagdad, y llegó el momento de despedirme de mis tres participantes en la tina: Magas, Shams y mi Shams imaginaria.

6

Mi padre y mi tío regresaron juntos, pues se habían encontrado en algún punto del camino, al norte del golfo. Mi tío, nada más poner sus ojos en mí, incluso antes de que hubiéramos intercambiado un saludo, rugió jovialmente:

—Veo que no te has metido en ningún problema, scagarón!

—Creo que de momento no —dije.

Luego me fui a asegurarme. Busqué a la princesa Magas y le comuniqué que nuestras relaciones habían llegado a su fin.

—No puedo seguir pasando las noches fuera sin provocar sospecha.

—Pues muy mal —dijo ella enfurruñada —. Mi hermana no se ha cansado en absoluto de nuestra zina.

—Ni yo tampoco, shahzrad Magas Mirza. Pero la verdad es que me he debilitado mucho. Y ahora debo recuperar fuerzas para proseguir el viaje.

—Sí, pareces algo tenso y ojeroso. Muy bien, te doy permiso para que nos dejes. Nos despediremos formalmente antes de tu partida.

Mi padre, mi tío y yo nos sentamos a hablar con el sha, y ellos le dijeron que habían decidido no seguir la ruta marítima que acortaría nuestro camino hacia Oriente.

—Os agradecemos sinceramente esta sugerencia, sha Zaman —dijo mi padre —, pero hay un viejo proverbio veneciano que dice: Loda el mar e tiente a la tera.

—¿Qué significa? —dijo afablemente el sha.

—Alaba el mar y atente a la tierra. Aplicado de modo más general significa: alaba lo inmenso y peligroso y agárrate a lo pequeño y seguro. Mafio y yo hemos navegado mucho por mares inmensos, pero nunca a bordo de barcos como los de los comerciantes árabes. Ninguna ruta por tierra podía ser menos segura o más arriesgada.

—Los árabes —dijo mi tío —construyen sus barcos de alta mar con el mismo descuido con que construyen sus barcas fluviales, esas que su majestad suele ver aquí en Bagdad. En ellas todo va atado y pegado con cola de pescado, no hay ni un pedacito de metal en toda su construcción. Y los excrementos de los caballos y cabras cargados en cubierta pasa a las cabinas de pasajeros de abajo. Puede que a los árabes, con su ignorancia, no les importe aventurarse en el mar con esa escuálida y desvencijada cáscara de nuez, pero a nosotros sí.

—Quizá sea esto lo prudente —dijo la shahryar Zahd, que entró en la habitación en aquel momento, a pesar de estar nosotros en una reunión de hombres —. Os contaré un cuento. Nos contó varios, y todos relativos a un tal Simbad el Marino, que había sufrido una serie de desagradables aventuras con un pájaro ruj gigante, con un viejo jeque del Mar, con un pez grande como una isla entera, y no recuerdo con qué más. Pero lo importante de su relato era que todas las aventuras de Simbad se debían a haberse embarcado en navíos árabes, y que cada uno de estos barcos naufragaban en el mar y el superviviente tenía que dejarse llevar por la corriente hasta alguna costa inexplorada.

—Gracias, querida —dijo el sha, cuando su esposa hubo terminado el sexto o séptimo cuento de Simbad. Y antes de que pudiera comenzar otro, dijo a mi padre y a mi tío —: Entonces ¿no habéis sacado provecho alguno de vuestro viaje al golfo?

—Oh, sí —dijo mi padre —. Había muchas cosas interesantes para aprender, ver y traer aquí. Por ejemplo, yo compré en Neyriz este nuevo sable simsir, tan fino y afilado; y su artífice me dijo que estaba hecho con acero de las minas de hierro de su majestad, próximas al lugar. Sus palabras me confundieron y le repliqué: «Seguramente os referís a las minas de acero.» Y él contestó: «No, sacamos hierro de las minas y lo metemos en una especie de ingenioso horno, y el hierro se convierte en acero.» Yo exclamé: «¿Qué?

¿Queréis hacerme creer que si meto un asno en el horno saldrá un caballo?» Y el artífice tuvo que explicarse largo y tendido hasta convencerme. Debo confesar sinceramente, majestad, que yo y todos los europeos hemos creído siempre que el acero era un metal totalmente diferente y muy superior al hierro.

—No —dijo el sha, sonriendo —. El acero no es sino hierro muy refinado en un proceso que vosotros, los europeos, no habéis aprendido aún.

—O sea que allí en Neyriz mejoré mi educación —dijo mi padre —. Mi viaje también me llevó a Shiraz, claro, y a sus extensas viñas y caté todos los vinos famosos de sus viñedos en el lugar donde se producen. También probé… —Se detuvo y miró un momento a la shahryar Zahd —. También hay en Shiraz las más lindas mujeres, y en más cantidad que en cualquier otra ciudad que haya visitado.

—Sí —confirmó la dama —. Yo misma nací allí. Según un proverbio persa si buscas una bella mujer has de ir a Shiraz; y si buscas un muchacho bello a Kashan. Pasaréis por Kashan cuando os dirijáis hacia Oriente.

—¡Ah! —dijo tío Mafio —. Yo, por mi parte, he encontrado algo nuevo en Basora. Un

aceite llamado naft, que no se saca de la aceituna, ni de las nueces, ni del pescado, ni de la grasa, sino que rezuma del propio suelo. Arde con más brillo que los demás aceites y durante más rato, y sin olor asfixiante. Llené varios frascos para alumbrarnos en las noches de nuestro viaje, y quizá también para sorprender a otros, como me pasó a mí, que nunca había visto semejante sustancia.

—En relación a vuestro viaje —dijo el sha —, ya que habéis decidido continuar por tierra, recordad mis advertencias sobre el Dasht-e-Kavir, el Gran Desierto de Sal, que hallaréis yendo hacia Oriente. Esta estación, finales de otoño, es la mejor del año para atravesarlo, pero lo cierto es que no hay ninguna época ideal. Os propuse que llevarais camellos en vuestra caravana y ahora os sugiero que sean cinco. Uno para cada uno de vosotros y vuestras albardas, uno para el camellero y otro para llevar la carga de vuestros paquetes más grandes. El visir os acompañará mañana al bazar y os ayudará a elegirlos; yo los pagaré y aceptaré vuestros caballos a cambio.

—Es muy amable de vuestra parte, majestad —dijo mi padre —, sólo hay un problema, y es que no tenemos camellero.

—Pues si no sois muy duchos en el manejo de esos animales, necesitáis uno. Probablemente puedo ayudaros a obtenerlo, pero primero conseguid los camellos. Así que al día siguiente los tres volvimos al bazar en compañía de Yamsid. El mercado de camellos era una zona cuadrada dispuesta especialmente, y rodeada por un peldaño continuo de piedra. Todos los camellos en venta estaban alineados de pie, con sus patas delanteras puestas sobre esa plataforma, para que parecieran más altos y orgullosos. Ese mercado era mucho más ruidoso que cualquier otra parte del bazar, pues al acostumbrado griterío y a las peleas de vendedores y compradores se sumaban los enfadados bramidos y los lastimeros gruñidos de los camellos cada vez que alguien agarraba sus bozales para que demostraran su agilidad al arrodillarse y levantarse. Yamsid hizo esta y muchas otras pruebas. Pellizcaba las gibas de los camellos, palpaba sus patas de arriba abajo, y miraba en las ventanas de sus narices. Después de examinar a casi todos los animales adultos que estaban aquel día en venta, separó cinco de ellos, un macho y cuatro hembras, y dijo a mi padre:

—Ved si estáis de acuerdo con mi selección, mirza Polo. Notaréis que todos tienen los pies delanteros mucho más grandes que los traseros, señal segura de mayor resistencia. Tampoco tienen lombrices de nariz. Vigilad siempre esta infección, y si alguna vez veis lombrices, rociad bien las narices con pimienta.

Como ni mi padre ni mi tío tenían experiencia en la adquisición de camellos, aceptaron gustosos la selección del visir. El mercader ordenó a un ayudante que llevara los camellos, amarrados en fila india, a los establos de palacio, y nosotros seguimos a nuestro aire.

En el palacio nos esperaban el sha Zaman y la shahryar en una habitación atiborrada con los regalos que deseaban que lleváramos de su parte al gran kan Kubilai. Había qalis bien enrollados de la mejor calidad, cofrecitos con joyas, fuentes y aguamaniles de oro exquisitamente trabajado y Simsirs de acero de Neyriz en vainas engastadas con gemas; y para las mujeres del gran kan espejos también de acero de Neyriz, cosméticos de al-kohl y de hinna, botas con vino de Shiraz y esquejes de las más preciadas rosas cortadas en los jardines de palacio y cuidadosamente envueltas, y también esquejes de las plantas del banj que no tienen semillas, y de las amapolas, con las que se hace la triaca. El regalo más sorprendente de todos era una tabla pintada por algún artista de la corte con el retrato de un hombre. Era un hombre ceñudo y de aspecto ascético, pero ciego: sus globos oculares eran totalmente blancos. Era el único dibujo de un ser animado que había visto alguna vez en un país musulmán.

El sha dijo:

—Esto es una semblanza del profeta Mahoma (que la paz y la bendición sean con él). En los reinos del gran kan hay muchos musulmanes, y muchos de ellos no tienen idea de cómo era el profeta (que la paz y la bendición sean con él) en vida. Os lo llevaréis para mostrárselo a toda esa gente.

—Perdonad —dijo mi tío, con una vacilación impropia de él —, pensaba que el Islam prohibía los retratos. Y una imagen del propio profeta…

La shahryar Zahd explicó:

—Un retrato no vive hasta que no se le pinten los ojos. Encargaréis a algún artista que los pinte justamente antes de presentar el cuadro al gran kan. Sólo hace falta pintar dos puntos marrones en los globos oculares.

El sha añadió:

—Y el propio cuadro está pintado con tintes mágicos que en unos meses comenzarán a desvanecerse, hasta desaparecer totalmente. Así no puede convertirse en una imagen de adoración, como las que vosotros cristianos reverenciáis, y que están prohibidas porque nuestra religión, más civilizada, no las necesita.

—Este retrato —dijo mi padre —será un regalo único entre todos los regalos que el gran kan haya recibido nunca. Sus majestades han sido más que generosas con este tributo.

—Me hubiera gustado enviarle también algunas vírgenes de Shi-raz, y chicos de Kashan

—musitó el sha —, pero ya lo he intentado hacer otras veces, y no sé por qué, pero nunca llegan a su corte. Las vírgenes seguramente son difíciles de transportar.

—Sólo espero que podamos transportar todo esto —dijo mi tío, gesticulando.

—Oh, sí, sin problemas —dijo el visir Yamsid —. Cualquiera de vuestros nuevos camellos cargará fácilmente todo este peso y lo llevará a una marcha de ocho farsajs por día, repostando agua cada tres días si es necesario. Suponiendo, claro, que tengáis un camellero competente.

—Que ahora tendréis —dijo el sha —. Es otro regalo mío, y esta vez para vosotros, caballeros. —Hizo una señal al guardián de la puerta y éste salió —. Un esclavo que yo mismo adquirí recientemente, comprado por uno de mis eunucos de corte.

—La generosidad de su majestad sigue siendo grande y asombrosa —murmuró mi padre.

—Bueno —dijo el sha modestamente —. ¿Qué es entre amigos un esclavo, aunque me haya costado quinientos dinares?

El guardián volvió con el esclavo, quien inmediatamente se echó al suelo dirigiéndonos el salaam y gritando estridentemente:

—¡Alá sea alabado! ¡Nos volvemos a encontrar, buenos amos!

—Sia Budelá! —exclamó tío Mafio —. Si es el reptil que nos negamos a comprar.

—¡El animal Narices! —exclamó el visir —. Decidme, mi señor sha, ¿cómo llegasteis a adquirir esta excreción?

—Creo que el eunuco se enamoró de él —dijo el sha agriamente —. Pero yo no. O sea que es vuestro, caballeros.

—En fin… —dijeron mi padre y mi tío, incómodos y sin deseos de ofender.

—Nunca he conocido a un esclavo más rebelde y odioso —dijo el sha, sin esforzarse nada en elogiar su regalo —. Me maldice y me injuria en media docena de idiomas, de los cuales no entiendo nada excepto que la palabra cerdo aparece en todos ellos.

—También se ha mostrado insolente conmigo —dijo la shahryar —. ¡Imaginad a un esclavo que critica la dulzura de la voz de su dueña!

—El profeta (que la paz y la bendición sean con él) —dijo el animal Narices, como si pensara en voz alta —. El profeta calificó de maldita una casa en donde la voz de una mujer pudiera oírse desde fuera.

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