El viajero (6 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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Otros elementos corroboran esta idea. Venecia no es una ciudad muy limpia, porque no tiene que serlo. Todos sus desechos van directamente a los canales. La basura de la calle, los restos de la cocina, los residuos de nuestros orinales y letrinas. Todo se vierte al canal más próximo, que en seguida se lo lleva. La marea sube dos veces al día y penetra hasta en los canales más pequeños, sacando a flote todo lo que yace en el fondo o lo que está incrustado en las paredes del canal. Luego la marea se aleja y arrastra consigo todas esas sustancias a través de la laguna, pasando por el Lido y hacia el mar. Con este sistema la ciudad se mantiene limpia y perfumada; pero esto aflige frecuentemente a los pescadores, poniendo en sus manos capturas poco agradables. No hay ni uno que no haya encontrado más de una vez el reluciente cadáver azul y purpúreo de un niño recién nacido atrapado en su anzuelo o enredado en sus redes. Venecia es sin duda una de las tres ciudades europeas más pobladas; sin embargo, sólo la mitad de sus habitantes son hembras, y de éstas solamente la mitad están en edad de tener hijos. O

sea que la pesca anual de niños rechazados que recogen los pescadores parecería indicar una escasez de «buenas» chicas venecianas.

—También está la hermana de Daniele, Malgarita —dijo Ubaldo. No estaba enumerando buenas chicas, sino más bien todo lo contrario. Estaba cantando las hembras que conocíamos que podían servirme para pasar de la guerra de los curas a una diversión más viril.

—Malgarita lo hará con cualquiera que le dé un bagatin.

—Malgarita es una cerda gorda —dijo Doris.

—Es una cerda gorda —asentí yo.

—¿Quiénes sois vosotros para despreciar a los cerdos? —preguntó Ubaldo —. Los cerdos tienen su santo patrón. San Tonio tenía mucho cariño a los cerdos.

—Pero por Malgarita no habría sentido cariño —dijo con firmeza Doris. Continuó Ubaldo:

—También está la madre de Daniele. Ésa lo haría sin pedir siquiera un bagatin. Doris y yo proferimos expresiones de asco. Luego ella dijo:

—Hay alguien allí abajo haciéndonos señales.

Los tres estábamos pasando la tarde sobre una azotea. Es una ocupación favorita de las clases bajas. Como todas las casas corrientes de Venecia tienen un piso de altura, y todas tienen azotea, a la gente le gusta pasearse o tumbarse en ellas y disfrutar de la vista. Desde esa perspectiva pueden contemplar las calles y los canales de abajo, la laguna con sus barcos al fondo y los edificios más elegantes de Venecia que se yerguen sobre la masa: las cúpulas y agujas de las iglesias, los campanarios y las fachadas esculpidas de los palazzi.

—Me está saludando —dije —. Es nuestro barquero que se lleva el bátelo a casa. Creo que podría irme con él.

No era necesario que me marchara a casa antes de que las campanas comenzaran a tocar el coprifuoco nocturno, cuando todos los ciudadanos honestos que no se retiraban a sus casas tenían que llevar linternas para demostrar que estaban en la calle con fines honestos. Pero, a decir verdad, en ese momento tenía cierto temor a que Ubaldo insistiera en mi inmediato aparejamiento con alguna mujer o niña de las barcas. No me daba miedo la aventura en sí, ni siquiera con una puerca como la madre de Daniele, pero temía ponerme en ridículo no sabiendo qué hacer con ella.

De vez en cuando intentaba expiar mis frecuentes groserías con el pobre y viejo Michiél, de modo que aquel día tomé yo los remos y remé solo hasta casa, mientras él descansaba bajo el dosel de la barca. Conversamos por el camino, y me dijo que iba a hervir una cebolla en cuanto llegara a casa.

—¿Qué? —pregunté creyendo no haber oído bien.

El esclavo negro explicó que sufría el mal de los barqueros. Su profesión le exigía pasar la mayor parte del día con el culo encima de una dura y húmeda bancada, y solía tener sangrientas almorranas. Dijo que nuestro médego de la familia le había prescrito un sencillo remedio para su enfermedad.

—Hierves una cebolla hasta que se ablande, te la pones allí, y te envuelves las caderas con un trapo para que no se caiga. De verdad que alivia mucho. Si alguna vez tenéis almorranas, micer Marco, probadlo.

Dije que sí, que lo probaría, y luego lo olvidé. Y al llegar a casa me abordó zía Zuliá:

—El bueno de fra Varisto ha estado hoy aquí, y estaba tan enfadado que el pobre hombre venía colorado hasta la tonsura.

Yo le expliqué que eso no era extraño.

Ella dijo en tono de advertencia.

—Un marcolfo que no va a la escuela no debería ser tan descarado. Fra Varisto me ha dicho que has vuelto a hacer novillos; esta vez más de una semana seguida. Y mañana los de tu curso tienen que recitar las lecciones, o lo que sea, ante los Censori de Scole, o

como se llamen. Es preciso que asistas. El fraile me dijo, y yo te lo comunico a ti, jovencito, que mañana irás al colegio.

Pronuncié una palabra que la sofocó, y me marché airadamente a encerrarme en mi habitación. Me negué a salir cuando me llamaron a cenar. Pero a la hora en que tocaron a coprifuoco, mis buenos instintos habían comenzado a dominar sobre los malos. Pensé

en mi fuero interno: «Hoy me he portado amablemente con el viejo Michiél, y me lo ha agradecido; debería disculparme y ser amable también con la vieja Zuliá.»

(Me doy cuenta de que he aplicado el término «viejo» a casi todas las personas que conocí en mi juventud. A mis ojos de joven lo parecían, aunque realmente sólo algunos lo eran. El contable de la compañía, Isidoro, y el criado mayor, Attilio, tenían quizá la misma edad que yo ahora. Pero fra Varisto y el esclavo negro Michiél no pasaban de los cuarenta. Zuliá, claro, me parecía vieja porque tenía aproximadamente la misma edad que mi madre, y mi madre estaba muerta: pero supongo que Zuliá era un año o dos más joven que Michiél)

Aquella noche, cuando decidí enmendarme, no esperé a que zía Zuliá hiciera su acostumbrada ronda por la casa antes de acostarse. Fui a su pequeña habitación, llamé a la puerta y abrí sin esperar un avanti. Yo, probablemente, siempre había creído que los criados por la noche no hacían otra cosa que dormir y recuperar energías para el trabajo del día siguiente. Pero no era dormir lo que se hacía esa noche en aquella habitación. Era algo terrible, ridículo, asombroso y para mí… educativo. Justo delante mío había sobre la cama un par de inmensas nalgas botando arriba y abajo. Eran unas nalgas peculiares, de un morado negruzco como las berenjenas, y aún más peculiares porque llevaban una tira de tela sujetando una gran cebolla, de color amarillo pálido, metida en la raja de en medio. Mi repentina llegada provocó un chillido de consternación, y las nalgas saltaron huyendo rápidamente de la luz de la vela y refugiándose en una esquina oscura de la habitación. Esto dejó ver sobre la cama un cuerpo que contrastaba por su blancura de pescado: era la desnuda Zuliá, tumbada en la cama y despatarrada. Tenía los ojos cerrados, o sea que no notó mi llegada. Zuliá, al sentir la brusca retirada de las nalgas, soltó un gemido de privación, pero siguió moviéndose como si aún estuvieran botando encima suyo. Siempre había visto a mi niñera vestida con muchos faldones largos hasta el suelo, de colores eslavos terriblemente chillones. Y la ancha cara eslava de la mujer era tan ordinaria que nunca había intentado imaginarme cómo sería su ancho cuerpo desnudo. Pero entonces tomé ávida nota de todo lo que se exhibía tan lascivamente ante mí, y había un detalle tan destacable que no pude evitar un espontáneo comentario.

—Zía Zuliá —dije sorprendido —. tienes un lunar rojo brillante ahí abajo, en tu… Sus piernas carnosas se cerraron con un chasquido, y casi se pudo oír el parpadeo de sus ojos al abrirse. Trató de asir las sábanas, pero Michiél se las había llevado en su salto, así que tiró de las cortinas del dosel. Hubo un momento de consternación y de contorsiones, mientras ella y el esclavo trataban torpemente de arroparse. Luego siguió

un momento mucho más largo de petrificado azoramiento, durante el cual me sentí

contemplado por cuatro globos oculares casi tan grandes y luminosos como la misma cebolla. Me felicito porque fui el primero en recuperar la compostura. Sonreí

dulcemente a mi niñera y le dije no las palabras de disculpa que había ido a decir, sino las palabras de un consumado extorsionista.

—Mañana no voy a ir al colegio, zía Zuliá —afirmé con suficiencia y seguridad. Me retiré de la habitación y cerré la puerta.

4

Sabía lo que iba a hacer al día siguiente, la espera me ponía nervioso y aquella noche apenas pude dormir. Me desperté y me vestí antes de que se levantaran los criados, y al pasar por la cocina de camino a la irisada mañana, rompí mi ayuno con un bollo y un trago de vino. Corrí por los vacíos callejones y por los numerosos puentes en dirección a la fangosa explanada del norte; algunos niños de las barcas salían en ese justo momento de sus alojamientos. Quizá debería de haber buscado a Daniele, teniendo en cuenta lo que había ido a pedir, sin embargo fui a ver a Ubaldo y le expuse mi deseo.

—¿A estas horas? —preguntó ligeramente escandalizado —. Malgarita seguramente está

todavía durmiendo, la marrana. Pero iré a ver.

Se sumergió de nuevo en la barcaza, y Doris, que nos había oído, me dijo:

—No creo que debas, Marco.

Yo estaba acostumbrado a los continuos comentarios de Doris sobre todo lo que hacían o decían los demás, y no siempre le hacía caso; sin embargo le pregunté:

—¿Por qué no debo?

—Porque yo no quiero.

—Eso no es ningún motivo.

—Malgarita es una cerda gorda. —Yo no se lo podía negar, y no se lo negué, de modo que ella añadió —: Incluso yo estoy más buena que Malgarita. Me reí con poca educación, pero tuve la suficiente cortesía para no decirle que entre una cerda gorda y una gatita descarnada la elección era evidente. Doris daba malhumorados puntapiés al barro del suelo, y luego soltó un torrente de palabras:

—Malgarita lo hará contigo porque no le importa con qué hombre o con qué chico lo hace. Pero yo lo haría contigo, porque a mí sí me importa.

La miré divertido y sorprendido, y quizá también la miré por primera vez detenidamente. Se adivinaba su rubor virginal a través de la suciedad de su cara, también su seriedad y una leve prefiguración de su belleza. Pero sus limpios ojos eran de un azul bello, y parecían extraordinariamente grandes, seguramente porque tenía la cara algo chupada, debido al hambre padecida toda su vida.

—Algún día serás una linda mujer, Doris —dije para que se sintiera mejor —. Si consigues lavarte o por lo menos restregarte. Y si tu figura se redondea y dejas de ser un palo de escoba. Malgarita ya ha crecido y está tan maciza como su madre. Doris dijo mordazmente:

—En realidad se parece más a su padre, porque también le ha crecido el bigote. Por uno de los agujeros del casco de la barcaza asomó una cabeza de pelo sucio y pestañas gomosas, y Malgarita gritó:

—Venga, entra ahora, antes de que me vista, así no tendré que desnudarme luego. Ya iba a entrar y oí a Doris gritar:

—¡Marco! —pero cuando me giré con impaciencia ella dijo —: Nada, nada. Vete a jugar con la cerda.

Me encaramé al oscuro interior del casco, húmedo y malsano, me arrastré a gatas por los tablones podridos de la cubierta hasta llegar al compartimento de la bodega donde estaba Malgarita, sentada en el suelo sobre un jergón de paja y harapos. Tanteando con las manos encontré su desnudo cuerpo, incluso antes de verla, y me pareció tan sudoroso y esponjoso como los maderos de la barca. Ella dijo inmediatamente:

—No vas a tocarme si no me das primero un bagatin.

Le di la moneda y se tumbó sobre el jergón. Me puse encima suyo, en la misma postura en que había visto a Michiél. Pero retrocedí al oír un sonoro ¡bum! procedente de la parte exterior del casco, exactamente junto a mi oído, y luego oí ¡ras! Los chicos de la barca estaban jugando a uno de sus pasatiempos favoritos. Habían cazado un gato —que

no es una hazaña fácil en Venecia, aunque está plagada de gatos —y lo habían atado al flanco del casco, y se turnaban para tomar carrerilla y golpearlo con la cabeza, para ver quién lo mataba y despachurraba primero.

Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, noté que Malgarita era realmente peluda. Sus pechos, que brillaban pálidamente, parecían la única parte de su cuerpo sin pelo. Además del sucio cabello y del vello sobre su labio superior, tenía las piernas y los brazos lanudos, y un gran penacho de pelo le colgaba de cada sobaco. Entre la oscuridad de la bodega y el auténtico matorral de su alcachofa, pude ver su aparato femenino mucho peor que el de zía Zuliá. (Sin embargo podía olerlo, pues Malgarita no era más aficionada a tomar un baño que cualquiera de los demás habitantes de las barcas.) Sabía que debía introducirme en algún lugar por ahí abajo, pero… Un ¡bum! procedente del casco y un aullido del gato me confundieron más aún. Con cierta perplejidad comencé a tocar las regiones inferiores de Malgarita.

—¿Por qué me manoseas la pota? —preguntó empleando la palabra más vulgar para designar ese orificio.

Yo me reí, sin duda algo tembloroso, y dije:

—Estoy buscando el… esto… tu lumaghéta.

—¿Para qué? No la necesitas para nada. Aquí está lo que tú quieres. Con una mano se abrió ella misma y con la otra me guió hasta dentro. No resultó difícil porque ella lo tenía muy dilatado.

¡Bum! ¡Marramiauuuu!

—¡Qué torpe eres! ¡Te has salido otra vez! —dijo malhumorada y lo arregló

enérgicamente.

Yo me quedé tumbado allí durante un momento, intentando ignorar su cochambrería y su hedor, y el tétrico lugar, intentando disfrutar de la nueva cavidad, cálida y húmeda, donde me sentía holgadamente prendido.

—Venga, sigue ya —gimoteaba —. Que todavía no he meado esta mañana. Empecé a botar, como había visto hacer a Michiél, pero antes de que pudiera empezar en serio, la bodega de la barca pareció oscurecerse aún más ante mis ojos. Y aunque intenté contenerme y saborearlo, mi spruzzu salió desatado a borbotones, y sin producirme ninguna sensación placentera.

¡Bum! ¡Iauuu!

—¡Oh, che braga! ¡Qué cantidad! —dijo Malgarita con disgusto —. Voy a tener las piernas pegajosas todo el día. Bueno, quítate ya, bobo, y déjame saltar.

—¿Qué? —pregunté aturdido.

Salió de debajo mío meneándose, se levantó y dio un salto hacia atrás. Saltó hacia adelante, y luego hacia atrás de nuevo, y la barca entera se balanceó.

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