El violín del diablo (27 page)

Read El violín del diablo Online

Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
4.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bueno, tú, yo me tengo que ir, que tengo tres mensajes de mi vieja en el móvil, y como no aparezca pronto, me va a matar.

El chico empezó a alejarse hacia el interior del metro cuando oyó que Gregorio le llamaba:

—¡Espera! ¿Qué hacemos con la pasta?

El otro titubeó, pero como quedarse a hacer el reparto suponía demorarse aún un rato, prefirió seguir su camino.

—¡Me lo das el próximo día! ¡Pero ojo, que sé cuánto hay!

Rescaglio se puso en cuclillas para ayudar al chico a guardar rápidamente la recaudación del día en uno de los compartimientos de la funda del violín y luego le preguntó:

—¿Tú también tienes prisa?

—No, mi padre está de viaje, así que puedo hacer lo que me dé la gana.

—Entonces, te invito a algo. Así charlamos un poco de música. ¿Me acompañas antes a comprar resina? Te va a gustar la tienda de música que hay al lado de esta estación de metro. ¡Tienen de todo!

—¿Scherzando? La conozco de sobra, ¿no ves que vivo aquí cerca?

—¡Qué suerte! Este es un barrio muy musical, ¿sabes? No solamente vives junto al Teatro Real y a la mayor tienda de partituras e instrumentos musicales de la ciudad, sino que en el Palacio Real se custodia una colección fabulosa de Stradivarius. La joya de los Stradivarius del Real —explicó en voz baja Rescaglio al chico, como si le estuviera suministrando información confidencial— no es uno de los cuatro instrumentos ornamentados del cuarteto, sino un violonchelo de 1700 que compró Carlos III. No tiene grecas ni grifos que lo adornen, y aun así está considerado uno de los Stradivarius más importantes del mundo.

»¿Y sabes qué? En más de una ocasión he soñado que entraba en el Palacio Real y robaba el violonchelo.

34

La pareja entró en la gigantesca tienda de instrumentos y, como solía ocurrirle siempre que ponía un pie en aquel lugar, Gregorio fue presa de una especie de trance, originado por la fascinante y variadísima oferta de productos musicales que Scherzando ponía al alcance de aficionados y profesionales. Daban ganas de volver allí con un gigantesco saco de Papá Noel para empezar a llenarlo con partituras, libros e instrumentos, hasta hacerlo reventar. El hechizo que los innumerables escaparates y expositores de la tienda ejercían sobre los compradores no se debía solamente a la abundancia de material —en Scherzando podías adquirir desde una simple púa de plástico para guitarra hasta un clave del siglo XVII—, sino al gusto exquisito con el que todo estaba dispuesto, de tal manera que, aunque por dimensiones y oferta aquella tienda podía muy bien compararse con un hipermercado, la palabra
boutique
era la más acertada para describir el selecto ambiente que allí se respiraba. Por la megafonía del local estaba sonando música de Boccherini, y Rescaglio se lo hizo notar a Gregorio, comentándole lo mucho que le debía el chelo al músico italiano, que acabó afincado en Madrid.

Cuando Rescaglio fue a abonar su resina, Gregorio comprobó con sorpresa que el italiano le había comprado un juego de cuerdas nuevo para su violín.

—No tengo dinero para pagarlas —dijo cohibido el muchacho.

—¿No te había dicho que te iba a invitar a algo? Pensaste que era a una Coca-Cola, ¿no? Estas cuerdas son un obsequio de la casa —respondió con su melancólica sonrisa el italiano—. Lo suyo es que te hubiera comprado también cerdas nuevas para el arco, porque he visto que las tienes muy gastadas, pero eso es algo que escapa ya a mi limitado presupuesto.

El muchacho asintió con la cabeza y recordó que cada vez que había que comprar cerdas nuevas para el arco del violín —hay que renovarlas periódicamente porque acaban soltándose de los extremos —su padre bufaba como una plancha de vapor, lamentándose del elevado precio que tenían, y le preguntaba si no las había más baratas.

«Las de nailon o el pelo sintético sólo se emplean en los arcos baratos, papá. A un arco como Dios manda hay que ponerle crines de cola de caballo, y sólo de caballo, porque como las yeguas orinan hacia atrás, el ácido úrico debilita los pelos de sus colas y las hace inservibles».

«Pero no deja de ser pelo de caballo. ¿Por qué es tan caro?».

«Porque tienen que ser caballos criados en zonas frías, para que el pelo sea más resistente. Las que me compra mi profe son de caballos de Mongolia».

Salieron de la tienda y comprobaron con alivio que ya había dejado de llover. Gregorio, quizá todavía ebrio de los efluvios musicales que había aspirado en la tienda, se sorprendió a sí mismo diciendo al italiano:

—¿Hace un dueto?

—¿Ahora?

—¿Por qué no?

—¿En la calle?

—O en mi casa. Vivo a dos pasos.

Rescaglio miró el reloj para darse importancia ante el muchacho. Pretendía darle a entender que su agenda, aquella tarde, era complicada, cuando lo cierto es que no tenía absolutamente nada que hacer hasta las diez. Aun así, se hizo de rogar un poco.

—¿No es un poco tarde?

—No son ni las ocho. Verás, es que mi padre dice siempre que la música es como el tenis: para progresar hay que procurar tocar con gente que es mejor que tú. Y yo siempre toco con Nacho, que (él mismo lo reconoce) es bastante peor que yo. Por eso siempre me encargo de la melodía y él del acompañamiento. Aunque, y no sé cómo se las arregla, a la hora de repartir el dinero siempre se lleva lo mismo que yo.

—¿No le molestará a tu padre que te presentes de sopetón con una visita? —objetó el italiano, que también sostenía que la música de cámara era esencial para el progreso de un instrumentista.

—Ya te lo he dicho antes. Mi padre está fuera de Madrid, hoy estoy solo en casa, como el niño aquel de la película. Pero si piensas que soy tan malo que te vas a aburrir…

—No se hable más —exclamó Rescaglio—. Y además te aseguro que cuando lleguemos a tu casa te vas a llevar una sorpresa.

35

Aunque situada cerca del Madrid de los Austrias, la vivienda de Perdomo no era un magnífico ático como el de Ane Larrazábal, también situado por aquella zona, sino un bajo pequeño, modesto y oscuro.

Si Rescaglio no hubiera sabido que el padre de Gregorio era inspector de policía, hubiera llegado a la conclusión de que aquélla era la vivienda del portero del edificio.

El piso por dentro estaba manga por hombro, porque la asistenta sólo iba un día a la semana y la capacidad de general desorden y suciedad de los dos ocupantes de la casa muy bien podía calificarse de olímpica.

El niño condujo a Rescaglio hasta su alcoba, en una de cuyas paredes había, sujeto con chinchetas como suelen hacer los adolescentes, un póster de Ane Larrazábal tocando el violín.

El italiano no hizo alusión ninguna a su novia fallecida, pero al comprobar la estrechez del espacio protestó:

—Aquí no podemos tocar. ¡Pero si no se puede ni pisar! ¿Qué son todos esos papeles que tienes esparcidos por el suelo?

—Ejemplares de la revista del colegio; los estoy ordenando. La hacemos los alumnos, y yo este año me ocupo de la mejor parte: los pasatiempos.

Ambos desenfundaron los instrumentos en la alcoba del muchacho y dejaron allí los estuches, pero fue en el salón de la casa donde decidieron comenzar su improvisado concierto.

—¿Quieres que te ayude a colocar las cuerdas nuevas en el violín? —le preguntó Rescaglio.

El chico torció el gesto.

—Es que este violín es prestado. El mío se hizo añicos el otro día. La semana que viene tendré que devolver éste a mi profesor y no quiero que se quede él las cuerdas nuevas.

—Tanto mejor —afirmó el italiano—. Las cuerdas nuevas necesitan por lo menos un par de días para acostumbrarse a la tensión. Si las pusiéramos ahora, íbamos a tener que parar para afinar cada dos por tres. Lo que sí podemos hacer es podar el sobrante de cuerda que le cuelga a este violín del clavijero. ¿Para qué queremos todas estas antenitas, bailando de un lado para otro? En un descuido, hasta me puedes sacar un ojo. Anda, tráeme unos alicates.

—No están. Se los ha debido de dejar mi padre a algún vecino.

—En ese caso, tendré que ir yo a por mi propio instrumental.

El italiano desapareció y regresó al poco con unas enormes tijeras de acero inoxidable.

—Son japonesas; te las recomiendo. Las llevo siempre en la funda del chelo porque las uso para todo: desde para recortarme el moño y la barbita hasta para seccionar las cuerdas del chelo.

Rescaglio cercenó con cuatro tajos certeros los sobrantes de las cuerdas del violín de Gregorio que ahora parecía un bonsái recién podado.

—¡Parece un violín nuevo! —exclamó satisfecho el chelista—. Y además te invito a que pruebes en tu arco la resina que yo uso, ¡verás qué diferencia!

Mientras Gregorio frotaba el arco con la pastilla de resina que le había ofrecido el italiano, éste se entretuvo tocando una sencilla melodía en el chelo, que llamó la atención del muchacho.

—¿Qué es eso? Es música china, ¿verdad?

El italiano tardó en responder, como si tratara de agudizar la curiosidad del muchacho hacia aquella curiosa melodía, y siguió deslizando sus dedos sobre el mástil sin soltar palabra. Por fin, le aclaró:

—Japonesa. La pieza se llama
Sakura.
Es una melodía muy antigua que aprendí de pequeño en Osaka. ¿Te gusta?

—Sí. Aunque es un poco triste.

—Pues no debería serlo, porque es una canción sobre la primavera y el florecimiento de los cerezos.

—Pues es triste.

—Eso es porque la escala pentatónica japonesa es distinta a la china. ¿No te has fijado en que toda la música china suena alegre y en cambio la japonesa no?

El chelista improvisó una melodía china basada sobre la escala pentatónica mayor, que, efectivamente, sonó bienhumorada y casi cómica. A continuación, volvió a tocar
Sakura
, que, sobre todo en comparación con la melodía anterior, parecía una marcha fúnebre.

—¿Eres japonés? —preguntó de repente Gregorio, lo que provocó una carcajada a Rescaglio. Éste se llevo los dedos a los ojos para estirárselos, como si fuera un oriental.

—Sí, mira. Mira lo japonés que soy.

—No me parece una pregunta tan extraña —replicó el chico, un poco mortificado por la burla—. Podrías haber nacido allí de padres occidentales y serías japonés por nacimiento.

—Tienes razón, Gregorio, perdona que me haya burlado de ti. Podría haber sido así, pero no lo es. Nací en Lucca, como Boccherini, pero a mi padre, que era un alto
capo
de Alitalia, le destinaron a Japón cuando yo era muy pequeño y pasé allí toda mi infancia. Todavía tengo muy buenos amigos allí, incluso italianos, y vuelvo casi todos los años.

—¿Qué vamos a tocar? —El chico ya había terminado de untar el arco con la resina y se agitaba inquieto en la silla, como un caballo de carreras a punto de ser liberado del cajón de salida—. ¡Me dijiste que tenías una sorpresa para mí!

—¡Maldición! —exclamó contrariado el violonchelista, después de levantarse a rebuscar en la caja del chelo—. Pensé que tenía la partitura en la funda pero no está. Debí de sacarla el otro día para que me cupiera el concierto de Elgar. ¡Pero no importa! Tienes un oído excelente y lo vas a pillar enseguida.

El muchacho estaba a punto de estallar de curiosidad, pero eso no le impidió hincharse como un pavo real ante el piropo que le acababa de lanzar su interlocutor.

—A ver si conoces esto —dijo por fin.

El italiano comenzó a tocar en
pizzicato
un insistente y rítmico motivo en tres por cuatro, en el registro agudo del chelo,
Papa PAM PAM / papa PAM PAM / papa PAM PAM
y al segundo compás se dio cuenta de que el chico conocía la tonada.

—¡
Master and Commander
! —exclamó éste entusiasmado.

El pasacalle de la banda sonora de
Master and Commander
era el cuarto y penúltimo movimiento de un célebre quinteto de Boccherini apodado el
Quintettino.
Ahora se había convertido en mundialmente famosa gracias a la adaptación cinematográfica de la novela
The Far
Side of the World.

—Entonces, ¿has visto la película?

—Por supuesto. Pero si es un quinteto, ¿cómo es que la pueden tocar solos el capitán y el médico?

—¿No acabas de tocar tú una canción de los Beatles, que son un cuarteto?

—No se puede comparar, eso es música pop.

—¿Música pop? ¿Y qué es la música pop? —preguntó divertido Rescaglio.

El niño fue a responder a la pregunta, pero el italiano no le dio opción.

—¡La música pop no existe, Gregorio! ¡Ni la clásica tampoco! La música es sólo buena o mala, eso es todo. Tanto una como otra están hechas con los mismos ladrillos, y es la manera en que se construye la música, y no los instrumentos que se emplean para interpretarla, lo que debería servirnos para calificarla. ¿Si tocamos a Bach con sintetizador es música pop y si arreglamos una canción de los Beatles para cuarteto de cuerda es música clásica? ¡Vamos a dejar de decir tonterías, por favor!

Hablaba con una mezcla de enfado y hastío, como si ya hubiera tenido que defender aquella postura en multitud de ocasiones y estuviera harto de predicar en el desierto. Gregorio le escuchaba embelesado.

—Cojamos, por ejemplo, este pasacalle de Boccherini: ¿sabes qué es?

—Un
ostinato.

—Muy bien, un
ostinato.
Veo que no pierdes el tiempo en el conservatorio. La pieza de Boccherini es, efectivamente, un
ostinato
: un bajo que se repite una y otra vez, en ciclos de cuatro compases, a lo largo de no sé cuántos minutos. Y las armonías son tan básicas como las de la más banal de las canciones pop: tónica, subdominante, dominante, tónica. ¿Estás de acuerdo?

El muchacho asintió con la cabeza, aunque con cierta reserva, porque no sabía muy bien adónde quería llevarle el italiano.

—Hay decenas de temas de pop y de rock que están hechos de la misma manera. ¿Conoces «Smoke on the Water»?

Rescaglio agarró el chelo como si fuera una guitarra y empezó a desgranar el inconfundible bajo del tema de Deep Purple. Pero esta vez era evidente por la expresión del chico que éste no conocía la canción, lo que hizo que su interlocutor se llevara las manos a la cabeza.

—¿No conoces «Smoke on the Water»? ¡Quizá el tema heavy más famoso de todos los tiempos! Está construido exactamente igual que el pasacalle de Boccherini: un
ostinato
, que es el bajo que te acabo de tocar, alternándose con una melodía que es la que lleva el cantante. Lo que pasa es que los roqueros, al
ostinato
lo llaman
riff
, pero es exactamente lo mismo. Un bajo y una melodía, Gregorio, ¿para qué hacen falta cuatro o cinco músicos para tocar dos voces? El capitán y el médico se bastan y se sobran. Anda, vamos a ensayarlo. Esto es lo que tienes que hacer tú.

Other books

Love is a Four-Letter Word by Vikki VanSickle
Island of escape by Dorothy Cork
Sons, Servants and Statesmen by John Van der Kiste
Ablutions by Patrick Dewitt
Weight Till Christmas by Ruth Saberton
Deep Surrendering: Episode Eight by Chelsea M. Cameron
Snow Angel Cove (Hqn) by RaeAnne Thayne
The Unscheduled Mission by Feinstein, Jonathan Edward