El violín del diablo (46 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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Rescaglio parecía estar completamente sumergido en su música, ya que se había colocado de espaldas al pasillo y tenía la mirada perdida en el horizonte, recreándose tal vez con las maniobras de despegue y aterrizaje de los aviones.

Algunos pasajeros que tenían que embarcarse en puertas cercanas se habían acercado a curiosear y le escuchaban formando corro, como si fuera un músico callejero que hubiera elegido esa zona del dique para sacarse unos euros.

El primer instinto de Perdomo, una vez que se hubo cerciorado de que se trataba, efectivamente, de Rescaglio, fue el de interrumpir en el acto aquella actuación improvisada para llevárselo detenido hasta la comisaría de la T4. Pero como por su actitud era evidente que tenía pensado entregarse y que parecía estar esperando allí a la policía, haciendo lo mejor que sabía hacer que era tocar el chelo, el policía decidió permanecer en segundo plano y dejar que terminara la pieza, no sin antes indicar a la chaqueta verde que fuera en busca de una patrulla policial.

Tras un expresivo
ritardando
, Rescaglio dejó por fin morir la nota
sol
con la que concluye «El cisne» y varios viajeros aplaudieron para retirarse enseguida hacia sus respectivas puertas de embarque.

Perdomo permaneció en silencio, observando al músico, que había mantenido una expresión beatífica durante la música, pero que ahora mostraba un rostro mucho menos sereno y más acorde con el dolor que debía de estar causándole la lesión del pie. Tenía el calcetín ensangrentado y a la altura del tobillo se había enrollado una especie de torniquete, sirviéndose del paño que utilizaba para limpiar de polvo y resina el violonchelo. Perdomo también se percató de que el músico tenía a su lado la caja en la que, supuestamente, debía de estar el violín maldito.

Tras dejar apoyado el instrumento sobre su hombro izquierdo, Rescaglio miró por vez primera al policía; tratando de poner a mal tiempo buena cara, se dirigió a él con una media sonrisa que tenía más de tétrica que de amable.

—Buenas tardes, inspector. Como veía que tardaba en encontrarme, se me ha ocurrido sacar el chelo para entretener un poco la espera. ¿Sabe una cosa? La pieza que acabo de tocar…

—Si te he dejado terminar es porque mi hijo está bien —le cortó en seco el policía—. Ésa es también la razón por la que te vas a poder beneficiar de un juicio justo. Si le hubiera pasado algo a Gregorio, ni yo mismo sé lo que hubiera hecho contigo.

—Su hijo tiene un gran talento musical, inspector Perdomo —le respondió el italiano hablando con total naturalidad, como si de verdad se creyera el profesor del muchacho y estuviera hablando al padre que le había confiado su formación—. Me recuerda mucho a mí cuando empezaba.

Rescaglio hizo una pausa. A Perdomo le dio la impresión de que su mente enferma se encontraba a kilómetros de allí, tal vez rememorando su concierto de graduación en el Conservatorio de Vitoria, o quizá recordando la envidia con la que las amigas de su madre le hablaban a ella de él, por tener un hijo tan dotado artísticamente.

—¿Le ha conmovido la pieza? —preguntó Rescaglio saliendo de repente de su ensimismamiento.

Perdomo asintió levemente con la cabeza. El hecho de que un asesino hubiera sido capaz de ponerle la carne de gallina con aquella música le provocó mucha desazón, como los judíos que se conmueven con las óperas de Wagner, a pesar de saber que el alemán era un conocido antisemita y uno de los compositores favoritos del Führer.

—Me alegro —continuó el italiano—. «El cisne» no es de una gran dificultad técnica, pero sí es peliaguda desde el punto de vista expresivo. Quiero decir que, como la pieza es tan emotiva, es difícil no caer en el hipersentimentalismo. Hay chelistas que se pasan con el
portamento
y otros que no llegan.

En ese momento se presentó la chaqueta verde, acompañada de dos policías nacionales. A Perdomo le pareció grotesco que la chica fuera de la misma altura que los dos pequeños agentes de uniforme.

Les hizo un gesto con la mano para indicarles que se mantuvieran a la espera; Rescaglio fingió no haberlos visto, porque continuó hablando como si él y el inspector estuvieran a solas.

—Está mal que yo lo diga, pero me considero un gran intérprete de esta pieza, de los pocos que emplean la cantidad adecuada de
portamento.
No sé si es algo que se pueda enseñar, pero debo reconocer que si de alguien aprendí a no excederme expresivamente en el repertorio romántico fue del padre de Ane.

—¿Por qué la mataste? —preguntó a bocajarro el inspector.

—Padecía esclerosis múltiple, como Jacqueline du Pré —dijo Rescaglio con unos ojos que empezaban a humedecérsele—. Usted, que no ha leído sobre ella ni ha visto los documentales que tengo en casa, no puede ni imaginarse lo que fue el proceso degenerativo de Du Pré. Yo no podía permitir que eso mismo le ocurriera a Ane. Quería que se fuera de esta vida en el momento álgido de su carrera y que dejara en el mundo entero, y especialmente entre sus seguidores, un recuerdo mágico e imborrable. ¡Y me siento tremendamente feliz de haberlo conseguido!

—Estás completamente desquiciado ¿lo sabes, verdad? —respondió Perdomo—. Pero no tanto como para que tus abogados te puedan librar de la cárcel, recluyéndote en algún psiquiátrico. Te pudrirás en una prisión de alta seguridad durante al menos veinte largos años. Y te equivocas respecto a Du Pré; estoy perfectamente al tanto de lo que le ocurrió a esa pobre chica. Jacqueline du Pré vivió catorce años más desde que le diagnosticaron la enfermedad. Tú no solamente la asesinaste, sino que le privaste de una parte muy importante de su vida.

—¿Y qué vida habría sido ésa? —estalló de repente Rescaglio.

Llevó a cabo un movimiento tan violento con el arco del chelo que los policías nacionales, que aguardaban detrás esperando el momento de ponerle las esposas, hicieron ademán de intervenir, pero el inspector los frenó con un pequeño movimiento de la mano—. Ane —continuó Rescaglio hablando con gran vehemencia— se hubiera empeñado en prolongar su presencia en los escenarios hasta llegar a hacer el ridículo, igual que lo hizo en su día Jacqueline. En 1973, Du Pré hizo una
tournée
por América del Norte y las críticas fueron deprimentes. En febrero de ese año se vio obligada a cancelar el que hubiera sido su último concierto, con Pinchas Zukerman: el
Doble concierto para
violín y chelo
de Brahms. Tuvo que sustituirlos a última hora Isaac Stern con el
Concierto para violín
de Mendelssohn. ¿Es ése un final adecuado para la más grande violonchelista que ha visto el mundo en los últimos cincuenta años?

—¿Y si hoy se hubiera anunciado una cura definitiva para la esclerosis múltiple?

—No soy aficionado a la ciencia ficción,
signor polizotto
respondió el otro con desesperación.

—O al menos un medicamento que, sin llegar a curar la enfermedad, permitiera a los pacientes llevar una vida aceptable, como ha ocurrido con los infectados de sida —insistió Perdomo.

—¿Una vida aceptable? ¿Sabe cuáles son los síntomas de la esclerosis múltiple? Déjeme que le recuerde alguno: pérdida de equilibrio, temblores, vértigos, mareos, visión borrosa, movimientos oculares incontrolados… y sólo le estoy citando los más leves, Perdomo. La noche en que murió ya habían empezado los movimientos oculares; me di cuenta en el camerino. Y luego, ya en el escenario, fue la esclerosis la responsable de que se le escapara el violín.

Perdomo miraba con un profundo desdén al italiano.

—Ni siquiera has demostrado el valor para hacerlo tú mismo. Tuviste que valerte de terceras personas.

—¡El bueno de Georgy! Una vez, hace meses, en un ensayo, me contó que se había decidido a estudiar artes marciales, porque Moscú se había convertido en un lugar muy desagradable para vivir. La ciudad más peligrosa de Europa, según algunos organismos internacionales. —Rescaglio prosiguió tras una pausa—: Georgy empezó a jactarse, medio en broma, medio en serio, de que podía acabar con la vida de una persona en cuestión de segundos. Muchos meses después, le puse al tanto de la enfermedad que padecía Ane y le expliqué que su muerte era necesaria para ahorrarle una interminable agonía. Al principio se horrorizó y pensó incluso en denunciarme; pero en cuanto le prometí que su recompensa iba a ser el Stradivarius, ya no pudo resistirse.

Rescaglio empezó a destensar las cuerdas del arco del chelo para guardarlo en el estuche, haciendo girar el tornillo correspondiente, hasta que las crines quedaron totalmente fláccidas. Luego dio una vuelta al tornillo en sentido contrario para devolverles algo de tensión, aunque no tanta como para que éstas pudieran quebrarse.

Parecía habérsele pasado totalmente el dolor y sus movimientos eran de una sangre fría que producía escalofríos.

—Bien, inspector, creo que ya no tiene sentido prolongar esta amigable charla. Supongo que no puedo llevar conmigo el chelo.

Perdomo hizo un ligero movimiento de negación con la cabeza.

—Si tengo que confiar a mi amigo al cuidado de estos policías, será mejor que al menos lo deje bien protegido en su funda. Esta gente puede tardar toda la tarde en llegar a descubrir qué hay que hacer para que quepa un chelo en el estuche.

El italiano se colocó el instrumento sobre las rodillas, para poder meter con comodidad la pica con la que los músicos lo apoyan contra el suelo. Mientras aflojaba la rosca, Rescaglio miró divertido al policía y volvió a hablar.

—En cierta ocasión se me ocurrió dar la vuelta al chelo para meter la pica más cómodamente. La espiga se me coló entera dentro, y además de que provocó daños en la caja que me costó un dineral reparar, me vi obligado a suspender el concierto. ¡No sé tocar sin la pica, inspector! Es más, ni siquiera creo que pudiera tocar sin esta pica en concreto. ¿Quiere saber por qué?

En vez de introducir la barra metálica hasta el fondo dentro de la caja y asegurarla con la llave roscada, el italiano la extrajo por completo del chelo para mostrar al policía una muesca circular, hecha a mano y situada en el último tramo.

—Es mi distancia. Sólo con esta longitud de pica estoy cómodo. Cada cual tiene la suya. Rostropovich, por ejemplo, la sacaba prácticamente entera.

Llegado a este punto, el italiano extrajo un voluminoso pañuelo del bolsillo y empezó a frotar la pica con él, como si le estuviera sacando brillo. Después, como tenía el voluminoso instrumento panza arriba sobre los muslos, lo cogió por el mástil y, sin llegar a meter la pica otra vez en su interior, lo guardó en su estuche. Finalmente miró de manera enigmática a Perdomo, y con la misma sonrisa serena que había adoptado durante la interpretación de «El cisne», añadió:


Arrivederci.
Es hora ya de que vaya a reunirme con mi amada.

Medio segundo después, Rescaglio agarró la pica del chelo con ambas manos, y tras haberla envuelto con el pañuelo que había sacado, se postró de rodillas sobre el suelo de la T4 y se la clavó a sí mismo con saña en la parte izquierda del vientre, haciendo fuerza luego, a la manera de los antiguos samuráis, hacia el lado derecho, para destrozarse las entrañas. Por último, volvió al centro del abdomen, y a pesar de que la pica carecía de filo, trató, acompañándose de un alarido espeluznante, de llegar con ella casi hasta el esternón.

—Se lo suplico —le dijo el italiano a Perdomo en un susurro ya casi ininteligible, a causa de la sangre que empezaba a brotarle de la boca—, ¡ahora debe ayudarme!

57

Al día siguiente

Perdomo dejó el lilium que había comprado para Milagros apoyado en el suelo, contra la puerta de roble de su chalet, y nada más hacerlo se alejó apresuradamente en dirección a su coche, que había dejado a pocos metros en segunda fila, con el motor al ralentí y la puerta del conductor entreabierta. Se sintió como uno de esos colegiales que se dedican a incordiar al vecindario llamando a los timbres de las puertas, para luego darse inmediatamente a la fuga. Sólo que él no había llegado a pulsar el timbre, porque pretendía exactamente lo contrario, que Milagros no llegara a advertir su presencia. El lilium era su manera de agradecer a aquella mujer extraordinaria todo lo que había hecho por él en las últimas semanas, pero no deseaba entregárselo personalmente, sino que Milagros lo encontrara junto a la tarjeta que lo acompañaba, en la que había escrito sencillamente:

Gracias. Por todo.

Un beso,

RAÚL

Aunque cuando compró la flor estaba decidido a dársela en persona, había cambiado de opinión en el último momento, temiendo que el gesto pudiera ser malinterpretado como el inicio de un cortejo.

Milagros le había parecido una mujer atractiva desde el comienzo, pero en modo alguno estaba dispuesto a complicarse la vida ahora que las cosas con Elena estaban empezando a rodar en la dirección que él deseaba. Perdomo sabía cómo mostrarse educado, e incluso cálido, sin llegar a incurrir en el coqueteo, pero lo que no podía controlar era la actitud de la vidente. Durante el viaje a Niza había tenido la impresión de que Milagros se sentía atraída hacia él. En el transcurso del almuerzo en casa de Orozco, por ejemplo, Perdomo había sorprendido a Milagros mirándole en un par de ocasiones, como si su mera presencia la embelesara. Y en el avión de regreso a Madrid, sus manos se habían rozado tantas veces en el reposabrazos común que él pensaba que aquel sutil contacto físico —que por otro lado, no le había desagradado— no podía haber ocurrido por casualidad.

Tras dejar la flor, y cuando se encontraba a un metro escaso de su automóvil, dispuesto a emprender la huida, oyó cómo se abría la puerta del chalet adosado y luego la voz de Mila que le llamaba:

—¡Raúl!

Por más que quisiera evitar una escena de tensión sexual con la mujer que le había ayudado a resolver el caso más difícil de su carrera, el inspector no podía ya darse a la fuga y optó por lidiar con aquella situación de la mejor manera posible. Se volvió hacia Milagros y vio que tenía la flor en la mano y le contemplaba con gesto divertido desde el umbral de la puerta.

—Supuse que estarías trabajando y no quería molestarte —le dijo a la mujer en cuanto se acercó.

Fue a darle los dos besos en la mejilla con los que se habían saludado desde su primer encuentro, pero ella rompió el protocolo y le besó en los labios. Fue un beso corto y casto, casi masculino, como los que intercambiaban en público los mandatarios soviéticos, pero fue en la boca. Milagros debió de notar su cara de estupor, porque enseguida trató de relajarle con su sonrisa más seductora y le aclaró:

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