Read El vizconde demediado Online
Authors: Italo Calvino
El campamento de la infantería venía a continuación por un buen trecho. Era el ocaso, y los soldados estaban sentados delante de cada tienda con los pies descalzos sumergidos en tinajas de agua templada. Acostumbrados como estaban a imprevistas alarmas de día y de noche, también cuando se lavaban los pies mantenían el yelmo en la cabeza y la pica pronta. En tiendas más altas y aderezadas como pabellones, los oficiales se empolvaban los sobacos y se daban aire con abanicos de encaje.
—No lo hacen por afeminamiento —dijo Curcio—, más bien quieren demostrar que se encuentran completamente a sus anchas en las asperezas de la vida militar.
El vizconde de Terralba fue conducido enseguida al emperador. En su pabellón todo tapices y trofeos, el soberano estudiaba sobre los mapas los planes para futuras batallas. Las mesas estaban repletas de mapas desenrollados en donde el emperador clavaba alfileres, sacándolos de un acerico que uno de los mariscales le tendía. Los mapas estaban ya tan cargados de alfileres que no se entendía nada, y para leer algo se tendrían que quitar los alfileres y luego volverlos a colocar. En este quita y pon, para tener libres las manos, tanto el emperador como los mariscales sujetaban los alfileres con los labios y podían hablar sólo con gruñidos.
Cuando vio al joven que se inclinaba ante él, el soberano emitió un gruñido interrogativo y se quitó enseguida los alfileres de la boca.
—Un caballero recién llegado de Italia, majestad —lo presentaron—, el vizconde de Terralba, de una de las más nobles familias del Genovesado.
—Que sea nombrado inmediatamente teniente.
Mi tío hizo sonar las espuelas en posición de firmes, mientras el emperador hacía un amplio gesto regio y todos los mapas se enrollaban y resbalaban al suelo.
Aquella noche, aunque cansado, Medardo tardó en dormirse. Caminaba arriba y abajo cerca de su tienda y oía las llamadas de los centinelas, el relinchar de los caballos y el entrecortado hablar de algún soldado mientras dormía. Contemplaba en el cielo las estrellas de Bohemia, pensaba en el nuevo grado, en la batalla del día siguiente, y en la patria lejana, en el rumor de las cañas en los torrentes. En el corazón no sentía ni nostalgia, ni duda, ni aprensión. Las cosas todavía eran enteras e indiscutibles tal como era él mismo. Si hubiese podido prever la terrible suerte que le esperaba, quizá también la habría encontrado natural, y perfecta, aun en todo su dolor. Tendía la mirada al límite del horizonte nocturno, en donde sabía que se encontraba el campamento de los enemigos, y con los brazos cruzados se apretaba con las manos los hombros, contento de la certidumbre conjuntamente de realidades lejanas y distintas, y de su propia presencia en medio de ellas. Sentía la sangre de aquella guerra cruel, derramada en mil riachuelos sobre la tierra, llegar hasta él; y se dejaba lamer por ella, sin experimentar ira ni piedad.
La batalla comenzó puntualmente a las diez de la mañana. Desde lo alto de su silla, el lugarteniente Medardo contemplaba la amplitud de la formación cristiana, preparada para el ataque, y tendía el rostro al viento de Bohemia, que levantaba olor de tamo como de una era polvorienta.
—No, no vuelva la vista atrás, señor —exclamó Curcio que, con el grado de sargento, estaba a su lado. Y, para justificar la frase perentoria, agregó, quedo—: Dicen que da mala suerte, antes del combate.
En realidad, no quería que el vizconde se desalentara, reparando en que el ejército cristiano consistía casi únicamente en aquella hilera allí dispuesta, y que las tropas de refuerzo eran apenas algunos escuadrones de infantes debiluchos.
Pero mi tío miraba a lo lejos, a la nube que se aproximaba en el horizonte, y pensaba: «Sin duda aquella nube son los turcos, y éstos que a mi lado escupen tabaco son los veteranos de la cristiandad, y esta corneta que suena ahora es la orden de ataque, el primer ataque de mi vida, y este retumbo y temblor, el bólido que se incrusta en el suelo observado con aburrimiento por los veteranos y los caballos es una bala de cañón, la primera bala enemiga con que me encuentro. Que no venga el día en que tenga que decir: “Y ésta es la última.”»
Con la espada desenvainada, se encontró galopando por la llanura, los ojos en el estandarte imperial que desaparecía y volvía a aparecer entre el humo, mientras los cañonazos amigos volaban en el cielo por encima de su cabeza, y los enemigos ya abrían brechas en el frente cristiano y caían sombrillas de mantillo. Pensaba: «¡Veré a los turcos! ¡Veré a los turcos!» No hay nada que guste tanto a los hombres como tener enemigos y comprobar después si son verdaderamente como se los imaginaron.
Los vio, a los turcos. Precisamente llegaban allí dos de ellos. Con los caballos protegidos con bardas, el pequeño escudo redondo, de cuero, vestidos a rayas negras y azafrán. Y el turbante, la cara de color ocre y los bigotes como uno que en Terralba llamaban «Miqué el turco». Uno de los dos turcos murió y el otro mató a otro. Pero estaban llegando quién sabe cuántos y el combate era de arma blanca. Vistos dos turcos era como haberlos visto a todos. También ellos eran militares, y todo aquello era dotación del ejército. Los rostros eran de obstinados y estaban curtidos como los campesinos. Medardo, lo que era verlos, ya los había visto; podía regresar a casa, a Terralba, a tiempo para el paso de las codornices. En cambio, se había alistado para la guerra. Así que corría, esquivando los golpes de las cimitarras, hasta que encontró a un turco bajo, a pie, y lo mató. Visto cómo se hacía, fue a buscar uno alto a caballo, e hizo mal. Porque los peligrosos eran los pequeños. Iban hasta debajo de los caballos, con aquellas cimitarras, y los descuartizaban.
El caballo de Medardo, perniabierto, se paró.
—¿Qué haces? —dijo el vizconde.
Curcio le alcanzó indicando hacia abajo:
—Mire ahí.
Tenía las entrañas por el suelo. El pobre animal miró hacia arriba, a su dueño, luego bajó la cabeza como si quisiera ramonear los intestinos, pero sólo era un alarde de heroísmo: se desvaneció y luego murió. Medardo de Terralba debía seguir a pie.
—Coja mi caballo, teniente —dijo Curcio, pero no consiguió pararlo porque cayó de la silla, herido por una flecha turca, y el caballo se alejó.
—¡Curcio! —gritó el vizconde y se aproximó al escudero que gemía en el suelo.
—Ni piense en mí, señor —dijo el escudero—. Esperemos que en el hospital haya todavía aguardiente. Le dan una escudilla a cada herido.
Mi tío Medardo se lanzó al combate. La suerte de la batalla era incierta. En aquella confusión parecía que vencían los cristianos. En efecto, habían roto la formación de los turcos y rodeado algunas posiciones. Mi tío, con otros valientes, había avanzado hasta situarse debajo de las baterías enemigas, y los turcos las desplazaban, para tener a los cristianos bajo su fuego. Dos artilleros turcos hacían girar un cañón con ruedas. Lentos como eran, barbudos, embozados hasta los pies, parecían dos astrónomos. Mi tío dijo: «Ahora llego hasta ellos y van a ver.» Entusiasta e inexperto, no sabía que a los cañones sólo hay que aproximarse de lado o por detrás. Él se abalanzó frente a la boca de fuego, con la espada desenvainada, y creía que iba a asustar a aquellos dos astrónomos. En cambio le dispararon, dándole en el pecho. Medardo de Terralba saltó por los aires.
Por la noche, durante la tregua, dos carros iban recogiendo los cuerpos de los cristianos por el campo de batalla. Uno era para los heridos y el otro para los muertos. La primera selección se hacía allí en el campo. «Éste lo cojo yo, aquél lo coges tú.» Donde parecía que había algo todavía salvable, lo metían en el carro de los heridos; donde sólo había trozos y pedazos, éstos iban al carro de los muertos, para tener sepultura bendecida; lo que ni siquiera era un cadáver se dejaba de pasto a las cigüeñas. Por aquellos días, en vista de las pérdidas crecientes, se había dado la orden de no exagerar en los heridos. Por lo que los restos de Medardo fueron considerados un herido y colocados en aquel carro.
La segunda selección se hacía en el hospital. Después de las batallas el hospital de campaña ofrecía un espectáculo aún más atroz que las mismas batallas. En el suelo había la larga hilera de camillas con aquellos desventurados dentro, y a su alrededor se afanaban los doctores, arrebatándose de las manos pinzas, sierras, agujas, miembros amputados y ovillos de bramante. Muerto a muerto, a cada cadáver hacían lo imposible para devolverlo a la vida. Sierra aquí, cose allí, tapona heridas, volvían las venas como guantes, y las ponían otra vez en su sitio, con más bramante dentro que sangre, pero remendadas y cerradas. Cuando un paciente moría, todo aquello que tenía de aprovechable servía para recomponer los miembros de otro, y a otra cosa. Lo que más se enredaba eran los intestinos: una vez desenrollados ya no se sabía cómo meterlos de nuevo.
Quitada la sábana, el cuerpo del vizconde apareció horriblemente mutilado. Le faltaba un brazo y una pierna, y también toda la parte de tórax y abdomen comprendida entre aquel brazo y aquella pierna había desaparecido, pulverizada por aquel cañonazo recibido de lleno. De la cabeza quedaba un ojo, una oreja, una mejilla, media nariz, media boca, media barbilla y media frente: de la otra mitad de la cabeza no había más que una papilla. En pocas palabras, se había salvado sólo la mitad, la derecha, que por otra parte estaba perfectamente conservada, sin ningún rasguño, exceptuando aquel enorme desgarrón que lo había separado de la parte izquierda saltada en pedazos.
Los médicos: todos satisfechos. «¡Huy, qué caso!» Si no moría entretanto, hasta podían intentar salvarlo. Y se pusieron a su alrededor, mientras los pobres soldados con una flecha en un brazo morían de septicemia. Cosieron, aplicaron, emplastaron: quién sabe lo que hicieron. El caso es que al día siguiente mi tío abrió el único ojo, la media boca, dilató la nariz y respiró. La robustez de los Terralba había resistido. Ahora estaba vivo y demediado.
Cuando mi tío regresó a Terralba, yo tenía siete u ocho años. Fue por la tarde, ya a oscuras; era octubre; el cielo estaba cubierto. Durante el día habíamos vendimiado y a través de las hileras de cepas veíamos acercarse por el mar gris las velas de una nave que enarbolaba la bandera imperial. Por entonces, a cada nave que alguien veía se decía: «Éste es maese Medardo que regresa», y no porque estuviéramos impacientes por su regreso, sino por tener algo que esperar. Aquella vez habíamos acertado: estuvimos seguros por la noche, cuando un chico llamado Fiorfiero, pisando la uva en lo alto de la tina, gritó: «¡Oh, allí!» Estaba casi oscuro y vimos encenderse en el fondo del valle una hilera de antorchas por el camino; y luego, cuando pasó por el puente, distinguimos una litera transportada a hombros. No había duda: era el vizconde que volvía de la guerra.
La noticia se difundió por los valles; en el patio del castillo se reunió mucha gente: familiares, criados, vendimiadores, pastores, gente de armas. Sólo faltaba el padre de Medardo, el viejo vizconde Ayulfo, mi abuelo, que desde hacía tiempo ya no bajaba ni al patio. Cansado de los asuntos del mundo, había renunciado a las prerrogativas del título en favor de su único hijo varón, antes de que éste partiese para la guerra. Ahora su pasión por los pájaros, que criaba dentro del castillo en una gran jaula, se había ido haciendo más exclusiva: el viejo se había llevado su cama a aquella pajarera; allí se encerró, y no salía ni de día ni de noche. Le pasaban la comida con la de los volátiles a través del enrejado, y Ayulfo compartía todas las cosas con aquellas criaturas. Y pasaba las horas acariciando a los faisanes, las tórtolas, mientras esperaba el regreso de su hijo de la guerra. En el patio de nuestro castillo yo nunca había visto a tanta gente: ya había pasado la época, de la que sólo he oído hablar, de las fiestas y de las guerras entre vecinos. Y por primera vez me di cuenta de lo desmoronados que estaban los muros y las torres, y cenagoso el patio, donde acostumbrábamos dar la hierba a las cabras y llenar el cuenco de la comida a los cerdos. Todos, esperando, discutían de cómo regresaría el vizconde Medardo; hacía tiempo que había llegado la noticia de graves heridas recibidas de los turcos, pero nadie sabía todavía exactamente si estaba mutilado, tullido, lisiado, o sólo deformado por las cicatrices.
Pero después de haber visto la litera nos preparábamos para lo peor.
Y ya la litera era puesta en el suelo, y entre la sombra negra se vio el brillo de una pupila. La anciana nodriza Sebastiana hizo ademán de acercarse, pero de aquella sombra se levantó una mano con un áspero gesto de denegación. Luego se vio al cuerpo agitarse en la litera en un esfuerzo anguloso y convulso, y ante nuestros ojos Medardo de Terralba quedó de pie, apoyándose en una muleta. Una capa negra con capucha le llegaba hasta el suelo; por la parte derecha estaba echado hacia atrás, descubriendo la mitad del rostro y del cuerpo agarrado a la muleta; mientras que la izquierda parecía que estaba escondida y envuelta entre los rincones y repliegues de aquel amplio ropaje.
Se detuvo a mirarnos, nosotros en círculo en torno a él, sin que nadie dijese nada; pero quizá con aquel único ojo fijo no nos miraba precisamente, quería sólo alejarnos de él. Una ráfaga de viento subió del mar y una rama quebrada en lo alto de una higuera lanzó un quejido. La capa de mi tío ondeó, y el viento la hinchaba, la tensaba como una vela, y se habría dicho que le atravesaba el cuerpo, mejor, que este cuerpo no existía, y la capa estaba vacía como la de un fantasma. Después, fijándonos bien, vimos que se adhería como a un asta de bandera, asta que eran el hombro, el brazo, el costado, la pierna, todo aquello que de él se apoyaba en la muleta. Y el resto no existía.
Las cabras observaban al vizconde con su mirada fija e inexpresiva, todas en posición distinta y apretadas, con los lomos dispuestos en un extraño dibujo de ángulos rectos. Los cerdos, más sensibles y espabilados, chillaron y huyeron, embistiéndose entre ellos con las panzas, y entonces ni siquiera nosotros pudimos disimular nuestro pavor. «¡Hijo mío!», gritó la nodriza Sebastiana y levantó los brazos. «¡Pobrecillo!»
Mi tío, contrariado por haber suscitado en nosotros tal impresión, avanzó la punta de la muleta por el suelo y con un movimiento de compás se dio impulso en dirección a la entrada del castillo. Pero en los escalones del portal se habían sentado con las piernas cruzadas los portadores de la litera, unos tipejos medio desnudos, con pendientes de oro y el cráneo rasurado en el que crecían crestas o colas de caballo. Se levantaron, y uno con una trenza, que parecía el cabecilla, dijo: