Read Embrión, una historia de Yáxtor Brandan Online
Authors: Rodolfo Martínez
Tags: #fantasia, #Ciencia ficción, #el adepto de la reina
Copyright © 2011, Rodolfo Martínez
Primera edición: Julio, 2011
Segunda edición: Setiembre, 2012
Diseño de cubierta: Sportula
SPORTULA
www.sportula.es
Sigue la peripecia de Yáxtor Brandan, adepto empírico al servicio de la Reina de Alboné en:
El adepto de la Reina
Primera novela de la saga, donde Yáxtor es presentado al público por primera vez.
Disponible en rústica y en ebook.
El Jardín de la Memoria
Segunda novela de la saga, en la que Yáxtor acompaña a su Reina a la coronación del Emperador de Honoi.
Disponible en rústica y en ebook
«Embrión»
Relato corto en el que se narra parte de la infancia de Yáxtor.
Ebook gratuito
«Amistad»
Relato corto en el que se narra la primera misión conjunta de Yáxtor y Fléiter.
Ebook gratuito
Y próximamente
La sombra del adepto
Tercera novela de la saga
Embrión, una historia de Yáxtor Brandan
Una de las mayores mentiras que nos contamos a nosotros mismos es que cambiamos, que podemos cambiar. Algo que, si bien es cierto a lo largo de nuestros primeros años, no tarda en dejar de serlo. Una vez que se han establecido los cimientos de lo que vamos a ser, sólo cambiamos para parecernos más a nosotros mismos: nos pulimos, nos refinamos, nos sacamos brillo, pero no somos muy distintos de un carneútil al que la voluntad de su amo ha atrapado en una forma concreta y precisa. Podremos variarla dentro de ciertos límites, pero no allí donde realmente importa.
Durante un tiempo, somos como el cachorro de un animal desconocido en una habitación oscura a la que nadie puede asomarse. Nadie, ni nosotros mismos, sabe aún si somos un predador o una presa, un reptil o un mamífero. No es hasta que se abre la puerta y se enciende la luz que tomamos forma.
Y, una vez tomada, ya no la cambamos.
—Próxtor Brandan
—¿Se puede saber qué miras?
El joven acólito de los adeptos empíricos se limitó a encogerse de hombros, sin decir nada. La mujer enarcó una ceja, dio media vuelta y volvió a ocuparse de su exiguo huerto. Mientras se inclinaba, la abertura de su falda dejó ver un buen pedazo de una pierna larga y bien formada.
Se incorporó de pronto y volvió a contemplar al acólito. No tendría más de catorce o quince años, y seguía mirándola como si estuviera en un museo admirando un buen cuadro.
—¿Te gusta lo que ves?
El muchacho asintió. La mujer sonrió a su pesar.
—Así que te gusta venir a vernos a las clases bajas sudar y trabajar. Seguro que para ti es toda una novedad.
El acólito estuvo a punto de decir algo pero, en lugar de eso, se encogió de hombros otra vez.
—Bueno, me encantaría seguir con esta fascinante charla, pero tengo cosas que hacer.
De nuevo se inclinó sobre el huerto, tomó la azada y la hundió cuidadosamente en la tierra. Masculló una maldición repentina y alzó una vez más la vista.
—¿Tienes nombre, al menos?
—Yáxtor Brandan.
Su voz, sin ser la de un hombre adulto, ya no era la de un niño. Había sonado hosco, como si su nombre fuera una cosa molesta que no le gustaba compartir con nadie.
—Bueno —dijo la mujer—. Hablas y tienes un nombre, además de estar interesado en mis piernas. Ya es algo.
Dudó unos momentos. Luego sonrió, como si acabase de gastarse una broma a sí misma.
—Si quieres ver algo mejor, ven esta noche —dijo.
El acólito la contempló indeciso, sin saber cómo tomarse su ofrecimiento.
—¿Y a quién vendré a ver? —preguntó.
—A mí, por supuesto.
El joven se mordió el labio. Miró a la mujer unos segundos más y luego, de repente, dio media vuelta y echó a andar calle abajo.
La mujer lo contempló unos instantes. Finalmente, se encogió de hombros y siguió trabajando.
Llevaba varias semanas vagando por la ciudad sin rumbo fijo. Salía a la hora de comer y dejaba que sus pies decidieran el camino por él. A media tarde, se detenía dondequiera que estuviese y daba cuenta de las provisiones que había tomado de la cocina. Luego, con tranquilidad y dedicación, exploraba el lugar al que lo habían llevado sus pasos.
Después, cuando volvía a la Torre y tras realizar sus ejercicios en el patio, rememoraba, no sólo el lugar que había visitado, sino el itinerario que había seguido para llegar a él.
Poco a poco estaba trazando un mapa caótico y confuso de Lambodonas, construyendo en su mente un laberinto del que sólo él tenía la clave.
No debería estar allí, en aquella capital que, a medida que avanzaba el verano, parecía más un gigante aletargado en el sopor de una siesta interminable. Debería haber vuelto a las tierras familiares, en el norte junto a las montañas, y haber pasado en ellas el verano hasta el curso siguiente. Pero algo, un impulso repentino que aún ahora no conseguía explicarse, lo había llevado a escribirle a Maklén diciéndole que pasaría parte del verano en Lambodonas, si no todo.
Ítur Brin, su amigo más cercano entre los acólitos, casi el único, había murmurado entre dientes su envidia:
—Tendrás la ciudad para ti solo. Ojalá pudiera acompañarte.
Yáxtor, con indiferencia, había respondido:
—Hazlo.
Ítur había mascullado una maldición.
—Ya sabes que no puedo. El verano es la época más atareada y mis padres necesitan todas las manos para la cosecha. No pueden permitirse contratar un bracero más.
Ítur había sonado resentido. Era evidente que consideraba injusto que su amigo pudiera holgar como un hidalgo que vivía de rentas y él tuviera que deslomarse al sol. Bueno, se había dicho Yáxtor, no era culpa suya.
Además, prefería estar solo.
Durante aquellas semanas no le había dado mucha importancia a dónde se metía, ni había pensado en pasar desapercibido. Era un acólito de los adeptos empíricos, al fin y al cabo. Nadie le haría daño, nadie se arriesgaría a que la furia de los más temibles agentes al servicio de la Reina cayera sobre ellos si le hacían algo a uno de los suyos.
Y aquella tarde…
Se había encontrado de pronto en un barrio decrépito, con el adoquinado de las calles en un estado de conservación lamentable, el alumbrado público medio destrozado y las fachadas de las casas desconchadas y, en muchos casos, a medio desmoronarse. Estaba cerca del río, al sur de la ciudad y, hasta aquel día, sus pasos no le habían llevado por allí.
No se había encontrado con mucha gente y los pocos que se cruzaron en su camino lo miraron sorprendidos.
Luego, vio a la mujer.