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Authors: Ken Follett

En el blanco (22 page)

BOOK: En el blanco
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Cogió la tarjeta que había hurtado a su padre y la introdujo en el lector-reproductor. La parte superior de la tarjeta asomaba por la ranura, dejando claramente a la vista la inscripción «Oxenford Medical». Deseó que nadie entrara en la habitación en aquel momento. Estaban todos en la cocina. Lori estaba preparando un ossobucco según la famosa receta de
mamma
Marta. Le llegaba el olor a orégano. Papá había descorchado una botella de champán, y Kit supuso que para entonces estarían contando anécdotas que empezaban invariablemente con un «¿Te acuerdas cuando...?».

El chip de la tarjeta contenía información detallada sobre la huella dactilar de su padre. No se trataba de una simple imagen, pues eso habría sido demasiado fácil de falsificar. De hecho, una foto del dedo habría bastado para engañar a un escáner normal. Por eso, Kit había diseñado un artefacto que medía veinticinco puntos distintos de la huella dactilar, captando las infinitesimales diferencias entre los surcos digitales. También había desarrollado un programa informático que permitía codificar y almacenar estos detalles. En su piso tenía varios prototipos del escáner de huellas dactilares y, por supuesto, conservaba una copia de todo el software que creaba.

Se dispuso a leer la tarjeta magnética desde el portátil. Aquello era pan comido, a menos que alguien en Oxenford Medical -Toni Gallo, quizá- hubiese modificado el software de algún modo, por ejemplo, exigiendo un código de acceso antes de proceder a la lectura de la tarjeta. Era harto improbable que alguien se hubiera tomado tantas molestias para precaverse contra una posibilidad aparentemente descabellada, pero tampoco podía descartarlo del todo. Y no le había dicho nada a Nigel sobre aquel posible obstáculo.

Esperó unos segundos mirando la pantalla del ordenador con angustia.

Finalmente, tras un breve parpadeo, la pantalla mostró una página codificada con los detalles de la huella dactilar de Stanley. Kit suspiró de alivio y guardó el archivo.

Justo entonces Caroline, su sobrina, entró en la habitación con un hámster en las manos.

Llevaba un vestido de estampado floral y unos calcetines blancos demasiado infantiles para su edad. El hámster tenía el pelo blanco y los ojos rosados. Caroline se sentó en el sillón cama, acariciando a su mascota.

Kit reprimió una maldición. No podía decirle que estaba haciendo algo secreto y que prefería quedarse a solas, pero tampoco podía seguir adelante mientras ella estuviera allí.

Aquella niña siempre había sido un estorbo. Veneraba a su joven tío Kit desde que tenía uso de razón, y este no había tardado en cansarse de ella y del modo en que lo seguía a todas partes. Pero deshacerse de Caroline no era tarea fácil.

Intentó mostrarse amable.

—¿Cómo está tu ratón? —preguntó.

—Se llama Leonard —replicó ella con un tono de ligero reproche.

—Leonard. ¿De dónde lo sacaste?

—De Mis Queridas Mascotas, en Sauchiehall Street. —Caroline soltó el ratón, que correteó por su brazo hasta encaramarse en el hombro.

Kit pensó que aquella chica no podía estar bien de la cabeza para ir por ahí con un ratón entre los brazos como si fuera un bebé. Se parecía físicamente a Olga, su madre, de la que había heredado la melena oscura y las cejas pobladas, pero mientras aquella tenía un carácter dominante y autoritario, esta era tímida y apocada. Pero solo tenía diecisiete años, aún podía cambiar mucho.

Kit deseó que Caroline estuviera demasiado absorta en sí misma y en su mascota para fijarse en la tarjeta que asomaba por fuera del lector y en las palabras «Oxenford Medical» impresas en la misma. Incluso ella se daría cuenta de que su tío no debería tener un pase para el Kremlin nueve meses después de que lo despidieran.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

—Estoy trabajando. Tengo que acabar esto hoy.

Kit deseaba sacar la tarjeta delatora del lector, pero temía llamar su atención si lo hacía.

—No te estorbaré, tú sigue como si yo no estuviera aquí.

—¿Qué se cuece allá abajo?

—Mamá y la tía Miranda están rellenando los calcetines en el salón, así que me han echado.

—Ah. —Kit se volvió de nuevo hacia la pantalla y activó el modo de lectura del programa. El siguiente paso sería escanear su propia huella digital, pero no podía dejar que Caroline lo viera haciéndolo. Quizá no le diera la importancia que merecía, pero podía mencionárselo a alguien que sí se la daría. Fingió observar atentamente la pantalla mientras se estrujaba la sesera en busca de una forma de deshacerse de ella. Al cabo de un minuto le vino la inspiración. Simuló un estornudo.

—Salud —dijo Caroline.

—Gracias. —Volvió a estornudar—. Sabes, creo que es el bueno de Leonard el que me está haciendo estornudar.

—¿Qué dices? —replicó ella, indignada.

—Soy un poco alérgico, y esta habitación es muy pequeña.

Caroline se levantó.

—No queremos molestar a nadie, ¿verdad, Lennie? —dijo Caroline, y se fue.

Kit cerró la puerta con alivio. Luego se sentó y apoyó la yema del índice de la mano derecha sobre el cristal del escáner. El programa escaneó su huella dactilar y codificó los detalles. Kit guardó el archivo.

Por último, grabó sus propios detalles dactilares en la tarjeta magnética, sobreescribiendo los de su padre. Nadie más podía haber hecho aquello, a menos que tuviera copias del software de Kit, además de una tarjeta robada con el código de área correcto. Aunque tuviera que volver a crear un sistema de seguridad, no se molestaría en proteger las tarjetas magnéticas contra posibles reescrituras. Pero Toni Gallo podía haberlo hecho. Observó la pantalla con ansiedad, casi esperando que apareciera un mensaje de error con las palabras «Usuario no autorizado».

Pero no apareció ningún mensaje de ese tipo. Esta vez Toni no se le había adelantado. Volvió a leer la información del chip para asegurarse de que la operación se había realizado correctamente. Así era: ahora la tarjeta contenía los detalles de su huella dactilar, no la de Stanley.

—¡Genial! —exclamó en voz alta, tratando de contener su entusiasmo.

Sacó la tarjeta del aparato y la metió en el bolsillo. Ahora podía acceder al NBS4. Cuando pasara la tarjeta por el lector del laboratorio y presionara el dedo contra la pantalla táctil, el ordenador leería la información grabada en la tarjeta, la cotejaría con su huella dactilar y, tras haber concluido que coincidían, abriría la puerta.

Cuando volviera del laboratorio repetiría el proceso pero al revés, borrando del chip la información de su propia huella dactilar y volviendo a grabar la de Stanley antes de devolver la tarjeta a su sitio, lo que haría en algún momento del día siguiente. En el ordenador del Kremlin quedaría registrado que Stanley Oxenford había entrado en el NBS4 en la madrugada del día 25 de diciembre. Stanley lo negaría diciendo que a esas horas estaba en su casa durmiendo, mientras que Toni Gallo aseguraría a la policía que nadie más podía haber usado la tarjeta de Stanley debido al control de la huella dactilar.

—Inocentes... —dijo Kit, pensando en alto.

Le encantaba imaginar lo desconcertados que se quedarían todos.

Algunos sistemas de seguridad biométrica comparaban la huella dactilar con la información almacenada en un ordenador central. Si el Kremlin hubiera establecido una configuración de ese tipo, Kit habría tenido que acceder a dicha base de datos. Pero los empleados tenían una aversión irracional a la idea de que sus detalles personales quedaran almacenados en los ordenadores de la empresa, y los científicos en particular solían leer
The Guardian
y eran bastante melindrosos respecto a sus derechos. Kit había decidido almacenar la información de las huellas digitales en las tarjetas magnéticas y no en una base de datos centralizada para que el nuevo sistema de seguridad resultara más atractivo de cara al personal, sin imaginar que algún día intentaría burlar su propio sistema de control.

Estaba contento. Había completado con éxito la primera fase del plan. Tenía un pase para entrar en el NBS4. Pero para poder usarlo había que entrar en el Kremlin.

Sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de Hamish McKinnon, uno de los agentes de seguridad que estaban de guardia aquella noche en el Kremlin. Hamish era el camello oficial de la empresa, el que suministraba marihuana a los científicos más jóvenes y éxtasis a las secretarias con ganas de marcha. Nunca traficaba con heroína ni crack, pues sabía que un drogadicto de verdad acabaría traicionándolo más pronto que tarde. Kit había pedido a Hamish que fuera su infiltrado aquella noche, confiando en que no se iría de la lengua por la cuenta que le traía.

—Soy yo —dijo Kit en cuanto Hamish contestó—. ¿Puedes hablar?

—Feliz Navidad, lan, viejo granuja —saludó Hamish en tono alegre—. Espera un segundo que salgo fuera... así está mejor.

—¿Va todo bien?

El tono de Hamish cambió radicalmente.

—Sí, pero la tía ha doblado los turnos, así que tengo a Willie y Crawford conmigo.

—¿Dónde te ha tocado?

—En la garita de la entrada.

—Perfecto. ¿Está todo tranquilo?

—Como un cementerio.

—¿Cuántos guardias hay en total?

—Seis. Dos aquí, dos en recepción y otros dos en la sala de control.

—Vale, ningún problema. Avísame si ves algo fuera de lo normal.

—De acuerdo.

Kit colgó y marcó un número que le permitía acceder al ordenador que controlaba las líneas telefónicas del Kremlin. Era el mismo número que utilizaba Hibernian Telecom, la empresa que había hecho la instalación telefónica, para el diagnóstico a distancia de fallos en el sistema. Kit había colaborado estrechamente con Hibernian, ya que las alarmas que había instalado dependían de la línea telefónica. Conocía el número y el código de acceso. Una vez más, vivió un momento de tensión mientras se preguntaba si habrían cambiado el código en los nueve meses que habían pasado desde su partida. Pero no lo habían hecho.

Su teléfono móvil se mantenía en comunicación con el portátil mediante una conexión inalámbrica cuyo alcance era de aproximadamente quince metros, aunque hubiera paredes de por medio, lo que podía serle de gran utilidad más adelante. Kit utilizó el portátil para acceder a la unidad de procesamiento central del sistema telefónico del Kremlin. Este contaba con detectores de manipulación de las líneas, pero no harían saltar la alarma si el acceso se hacía utilizando la línea y el código de la propia empresa.

Primero desconectó todos los teléfonos de la zona, excepto el que había en el mostrador de recepción.

A continuación, desvió las llamadas que entraban y salían del Kremlin a su propio teléfono móvil. Había programado su portátil para reconocer los números más previsibles, como el de Toni Gallo. Podría contestar él mismo a las llamadas, reproducir un mensaje grabado o incluso redirigir las llamadas y escuchar las conversaciones sin que nadie se diera cuenta.

Por último, hizo que todos los teléfonos del edificio sonaran durante cinco segundos, solo para llamar la atención de los guardias de seguridad.

Luego se desconectó y se sentó en el borde de la silla, a la espera.

Estaba bastante seguro de lo que pasaría a continuación. Los guardias tenían una lista de las personas a las que debían llamar en caso de emergencia. Lo primero que harían sería ponerse en contacto con la compañía telefónica.

No hubo de esperar demasiado para que su móvil empezara a sonar. En lugar de contestar, volvió los ojos hacia el portátil. Al cabo de unos instantes, apareció un mensaje en pantalla: «Kremlin llamando a Toni».

Aquello sí que no se lo esperaba. Tendrían que haber llamado primero a Hibernian. Pero Kit estaba preparado para un imprevisto de este tipo. Sin perder un segundo, activó un mensaje pregrabado. Al otro lado del teléfono, una voz femenina anunció al guardia de seguridad que el número marcado estaba apagado o fuera de cobertura. El guardia colgó.

El teléfono de Kit volvió a sonar casi al instante. Estaba seguro de que, ahora sí, llamarían a la compañía telefónica, pero se equivocó de nuevo. En la pantalla apareció el mensaje: «Kremlin llamando a Inverburn». Los guardias estaban tratando de ponerse en contacto con el cuartel general de la policía regional escocesa. Kit era el primer interesado en que la policía tuviera constancia de lo ocurrido. Redirigió la llamada al número correcto y permaneció a la escucha.

—Soy Steve Tremlett, jefe de seguridad de Oxenford Medical. Llamo para informar de un incidente.

—¿De qué se trata, señor Tremlett?

—Nada grave, pero tenemos un problema con las líneas telefónicas, y no estoy seguro de que el sistema de seguridad funcione como es debido.

—Tomo nota. ¿Podrán arreglar la línea?

—Llamaré a la compañía para que nos mande a un técnico, pero siendo Nochebuena cualquiera sabe cuándo llegará.

—¿Quiere que le envíe una patrulla?

—No estaría de más, si no tienen demasiado entre manos ahora mismo.

Kit esperaba que la policía se pasara por el Kremlin. Eso daría más convicción a su coartada.

—Más tarde sí que estarán liados, cuando los pubs echen el cierre —dijo el policía—, pero ahora mismo esto está muy tranquilo.

—De acuerdo. Dígales que los invitaremos a una taza de té.

Colgaron. El móvil de Kit sonó por tercera vez, y en la pantalla apareció el mensaje: «Kremlin llamando a Hibernian Telecom». «Por fin», pensó con alivio. Aquella era la llamada que había estado esperando. Apretó un botón y contestó:

—Hibernian Telecom, ¿en qué puedo ayudarle?

—Llamo de Oxenford Medical —dijo Steve—.Tenemos un problema con las líneas telefónicas.

—¿Están ustedes en Greenmantle Road, Inverburn? —preguntó Kit, exagerando el acento escocés para disimular su voz.

—Correcto.

—¿Qué problema hay?

—No tenemos línea en ningún teléfono, excepto este. Siendo el día que es, aquí no hay un alma, pero el sistema de alarma utiliza las líneas telefónicas, así que tenemos que asegurarnos de que funcionen correctamente.

En ese instante, Stanley entró en la habitación.

Kit se quedó mudo, petrificado de miedo, aterrorizado como si volviera a ser un niño. Stanley miró el ordenador, luego el móvil, y arqueó las cejas. Kit intentó recobrar el control de sí mismo. Ya no era un niño temeroso de las reprimendas de su padre. Tratando de aparentar tranquilidad, dijo:

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