El Negro era un tipo barbudo y grosero, apodado así por la suciedad que llevaba adherida al cuerpo, como si fuera una segunda piel. Cuentan que una vez se bañó y que, al hacerlo, le sobrevinieron unas extrañas fiebres. Desde ese día, tanto el agua como el jabón fueron para él pecado mortal.
Entré en el tugurio y miré alrededor. Había tipos que bebían unos licores que, a buen seguro, les matarían debido a sus compuestos; estos ocupaban mesas y taburetes, entre risas, chanzas, maldiciones y naipes.
Atravesé el siniestro local y me planté frente a una puerta del fondo, disimulada entre dos toneles donde rondaban varias cucarachas negras. Al instante, un tipo mal encarado y con marcados signos de viruela en el rostro me salió al paso.
—¡Oiga, amigo! —exclamó con mala cara—. ¡Aquí no se puede entrar! —añadió taponándome la entrada.
Hice oídos sordos. No quería dañar a aquel individuo.
—Busco al señor Eddie Smith —expliqué con tono tranquilo.
—El señor Smith no quiere ver a nadie —me contestó aquel bravucón de tres al cuarto—. Lárguese de aquí —escupió su mal humor al suelo, seguramente para impresionarme. No podía saber quién tenía delante de sus sucias narices, de donde salían repelentes pelos que parecían alambres.
Miré hacia otro lado despreocupadamente y esbocé una cruel sonrisa. El tipo intentó agarrarme del brazo, pero yo le empujé contra la pared y le coloqué una mano en el cuello, mientras con la otra desenfundaba el Bowie y se lo ponía debajo de la mandíbula.
—Me vas a conducir hasta Smith ahora, bastardo, si no quieres que te degüelle como a un perro… ¿Has entendido, desgraciado? —le espeté con voz glacial.
El tipo asintió en silencio. Temblaba de pies a cabeza.
Eddie Smith era un conocido criminal de Whitechapel. No era fuerte ni rápido, por lo que tuvo que adaptarse a ser listo. Tenía coartadas para toda argucia tramada, banco desvalijado o negocio hundido, pues, como persona inteligente que era, jamás se metía en un crimen con sus propias manos. El maquinaba, engañaba y usaba a otros para sus propios fines. Mi interés en su persona residía en que conocía todo cuanto acaecía en East End.
Entré en su despacho acompañado por el bravucón de la entrada, que me franqueó el paso.
El tipo tenía una revista en la mano izquierda, mientras mantenía la otra bajo sus pantalones, subiéndola rítmicamente arriba y abajo. Su rostro se contraía en una exagerada mueca de placer.
Al entrar yo, detuvo sobresaltado sus ocupaciones íntimas. Tiró la revista al suelo y se sacó la mano derecha de los pantalones. Le había cortado una eyaculación en toda regla.
—¿Qué coño pasa ahora? —inquirió con rencor.
—Buenas noches, Smith —contesté quitándome el sombrero. La cara de terror que puso me indicó que me había reconocido—. Veo que todavía te acuerdas de mí.
Smith se puso pálido y se levantó, pronunciando un torrente de disculpas y blandiéndome la mano diestra, que rehusé con asco. Despidió al bravucón, que cerró la puerta tras de sí. Ocupé una silla ante su mesa y él se sentó frente a mí.
—¡Mi buen amigo! ¡Pensé que habías muerto! —comentó con teatral jovialidad. Mentía, ni era su buen amigo, ni pensaba que yo estuviese de inquilino en un cementerio. Sabía que seguía vivo, pero le interesaba creerme interfecto. Me debía muchas cosas.
Torcí el gesto antes de hablar.
—Smith, vengo a por la información que solo tú puedes darme.
—Por supuesto que sí, y solo te costará un módico precio que… —saqué mi revólver y no pudo terminar su frase. Tembló y en su frente aparecieron varias perlas de sudor—. ¿He dicho por un módico precio? —explicó muy nervioso—. ¡Para un amigo como tú, será gratis!
—Así me gusta —dije en tono conciliador—. Al grano, Eddie… Han matado a dos amigas mías y de forma horrible. Está en todos los periódicos y supongo que te habrás enterado.
—Sí, esas pu… —observó a tiempo la mirada de rabia que le dirigí y se apresuró a rectificar su vocabulario—. Quería decir esas pobres desventuradas… Por supuesto que lo he leído.
—¿Sabes de alguien que haya podido hacerlo?
—¡Oh, no! ¡Por supuesto que no! —volví a encañonarle con mi revólver—. ¡En serio, Nathan, no sé de nadie! —exclamó angustiado por el cañón que le apuntaba—. ¡Hay muchos desquiciados en East End!
—Espero que no me estés mintiendo para encubrir a alguien, Eddie —le avisé atravesándolo con la mirada—. Lo que ese alguien puede hacerte no es nada comparable a lo que puedo hacerte yo.
—No encubro a nadie, Nathan. ¡Te lo juro por dios! —repuso Eddie asustado.
—Más vale, por tu bien —dije con frialdad. Esta vez no guardé el revólver, sino que lo dejé encima de la mesa, a los ojos de mi interlocutor.
—Nathan, te juro por dios que no sé absolutamente nada del asunto —insistió él.
Mis años de experiencia me habían enseñado a disparar; me habían proporcionado ese extraño sexto sentido del que ya he hablado y también la habilidad de reconocer a un embustero a varias yardas de distancia.
Eddie Smith no mentía. Si lo hubiese estado haciendo, ya habría cantado. Me conocía y sabía que no se le podía mentir a Nathan Grey.
—Si es así, no tengo nada más que hacer aquí.
Me levanté, cogí mi revólver y me dispuse a salir del despacho cuando Eddie me llamó:
—Nathan, sí que he oído algo, pero no tiene nada que ver con tu problema —precisó Eddie—. Pero es extraño a todas luces. Se trata de un grupo raro que anda por Whitechapel desde hace unos meses. Van todos de negro y, aunque procuran ir lo más alejados unos de otros, casi siempre vigilan un coche negro de caballos del mismo color. Destacan bastante, pues parecen militares. El otro día vi con mis propios ojos como uno de ellos se libraba de tres de mis hombres sin utilizar arma alguna.
Picó por fin mi curiosidad.
—Sigue con esa historia —lo animé con voz queda.
—Nadie sabe a qué se dedican, ni qué hacen siguiendo al coche negro, pero varios de mis hombres recelan de ellos —Eddie se animó al comprobar que yo mostraba interés—. Francamente, no creo que tengan nada que ver con tu problema, pero son tipos extraños. Yo los vigilaría de cerca.
—Gracias por la información, Eddie —dije mientras salía del despacho.
Debía localizar a esos tipos como fuese. Siempre había que empezar por algo. Dediqué todo el día a buscarlos por las calles de Whitechapel, Spitalfields y la City, pero fue en vano. Nadie me supo decir nada sobre ellos. Mi búsqueda tenía que continuar, y yo no cesaría en mi tenaz empeño por acabar con la amenaza que se cernía de nuevo sobre mis chicas…
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Estábamos estancados en ambos casos: en el de Ostrog y en el del Destripador. Sir Charles Warren y yo habíamos recibido varias cartas más. Algunas resultaron ser falsas, pues de cerca se notaba que eran imitaciones de otros dementes, aunque varias eran verdaderas, redactadas con la mano del asesino que buscábamos con ahínco. En la última me amenazó con escribir a la prensa y, de hecho, lo cumplió a rajatabla. "Ya ven que sigo en la brecha", transcribió para el Times.
Los periódicos siguieron divulgando toda clase de embustes y mentiras, dado que se les había privado de la verdad, y nuestro periodista misterioso continuó publicando escabrosas fotografías de los cadáveres de las víctimas. Creo que se coló en el depósito sin que Mann lo viera, o con su permiso, como agregó el doctor Phillips.
Tampoco lograba dar con él.
En cuanto al caso de Michael Ostrog, solo puedo añadir que nuestras pistas habían acabado con el incendio de su casa. Asigné al sargento Carnahan de paisano por la zona para que intentase descubrir algo, pero siempre volvía con las manos vacías.
Tampoco había noticias de Grey.
Mi trabajo peligraba.
Tanto el viejo Swanson como Sir Charles me reprendían a diario por mi incapacidad para encontrar al periodista que estaba escandalizando a la población. Aunque Swanson me defendía ante Warren, él también se ganaba sus buenas reprimendas por mi culpa. También su trabajo pendía de un hilo.
¡Y encima, a la siguiente semana llegaría el maldito agente desde la India!
Me hallaba aquel día fumando sentado tras mi escritorio y a oscuras, meditando sobre los distintos problemas que me acosaban, cuando el sargento Carnahan abrió la puerta del despacho con estruendo. Estuve a punto de caerme de la silla del sobresalto. Como ya dije antes, él era como un rayo de luz que iluminaba mi sombría y solitaria vida.
—Levántese y arréglese —me indicó enérgicamente, fiel a su estilo—. Nos vamos de visita —añadió misterioso.
—¿A quién visitaremos, sargento?
—La gente me ha hablado de un extraño hombre encapuchado que reside en uno de los inmuebles de enfrente del London Hospital. Todos los días, a medianoche, varios tipos lo bajan por las escaleras cubierto con una sábana y lo conducen hasta el hospital. Nadie le ha visto el rostro desde que llegó… ¿Qué le parece? —inquirió, sonriendo brevemente.
—¿Y eso qué tiene de interesante? —pregunté escéptico a más no poder.
—Es lo único raro y fuera de lo normal que he encontrado —se justificó Carnahan—. Bueno, inspector, debo decir, como apunte final ya, que la gente sí le ha oído hablar… Lo hace con un extraño acento… nórdico, parece ser —el sargento me miró con malicia en sus ojos.
Me removí inquieto en mi asiento.
—¡Ostrog! —exclamé y me quedé luego boquiabierto.
—No me atrevería a aventurar nada, señor. Pero podríamos investigarlo —convino el suboficial.
Como única respuesta, me levanté, apagué el cigarro y me puse con prisa mi chaqueta. Henry Carnahan me miraba con mucha atención.
—¿Y… ? —inquirí, a sabiendas de que había más novedades.
—Una cosa más, inspector —me advirtió—. Ostrog ha sido secuestrado, así que sus secuestradores deben estar armados. Haría bien si usted hiciese lo mismo.
Seguí al instante su consejo.
Me aproximé a mi escritorio y abrí uno de los cajones. Extraje mi revólver y la sobaquera, que puse debajo de la chaqueta, y enfundé el arma tras cargarla.
El sargento también había sacado su arma corta y comprobaba que estaba bien cargada. La guardó y me observó con preocupación.
—Inspector, ignoro la cantidad de secuestradores que estarán a cargo de Ostrog y nosotros solo somos dos —me señaló e hizo lo propio con él, moviendo el pulgar derecho.
—No, sargento —contesté con firmeza al adivinar sus pensamientos—. No quiero a nadie más que a nosotros metido en esto. Si usted se equivoca, estaríamos en graves apuros, y ni siquiera Swanson nos libraría de la cólera de Sir Charles. Lo que sea, debemos hacerlo solos.
El sargento asintió en silencio y, sin más dilaciones, salimos del despacho.
No recurrimos al coche de la Policía, sino que tomamos uno privado. Cuando nos introdujimos en él, comenzó a llover. Otra vez…
El vehículo de dos caballos se detuvo frente a la puerta del inmueble y el sargento le pagó al conductor. En la puerta nos esperaba un sujeto parecido a una rata: cargado de hombros, cara sucia y pelo gris y ralo. Su fétido olor nos repelió más que su lamentable aspecto.
—¿En qué piso es? —le preguntó Carnahan sin rodeos.
—En el cuarto a la derecha —repuso el hombre con una sonrisa siniestra, enseñando a continuación una desportillada dentadura.
El sargento y yo nos introdujimos en el edificio y ascendimos por una destartalada escalera hasta el piso cuarto. Nos detuvimos frente a la puerta de la derecha. El hombre encorvado nos había guiado hasta ella.
—Aquí es, señores —indicó.
El suboficial se acercó a la puerta y escuchó.
—Hay alguien dentro —avisó tras unos segundos de incertidumbre.
—¿Cuántas habitaciones tiene la casa? —le pregunté al hombre encorvado.
—Una sola, señor —respondió, pero como en un susurro.
—Mejor —afirmé satisfecho—. ¿La puerta es resistente?
—No, se puede abrir fácilmente —repuso en voz baja y yo asentí en silencio. Fue entonces cuando él cayó en la cuenta.
El hombre encorvado, sabiendo lo que nos proponíamos, murmuró una ridícula excusa y desapareció a toda prisa escaleras abajo. Había cumplido con su trabajo y por eso lo dejé marchar.
Saqué mi revólver y Carnahan hizo lo mismo.
—Le cedo el honor, sargento —le dije mientras me apartaba de la puerta.
El se plantó delante de ella y, tomando impulso, le pegó una violenta patada a la cerradura. Esta saltó por los aires en medio de una lluvia de astillas y la puerta se abrió de golpe. El sargento y yo penetramos en tromba en el interior de la casa, apuntando con los revólveres al interior. Carnahan dio un respingo, y hasta yo —he de reconocerlo— me sobresalté y estuve a punto de disparar mi arma corta.
Nos encontrábamos en una humilde habitación con una sola ventana. Había una mesa en el centro y varias sillas a su lado. Los restos de un almuerzo bastante pobre —apenas una hogaza de pan y un pedazo de queso— aún estaban allí. Había una cama en un rincón, con doseles a los lados para ocultar a su ocupante, dos butacas y una estantería repleta de libros en una de las paredes. En la cama se amontonaban varias almohadas apiladas en forma de rampa, apoyadas en la pared. No obstante, lo más terrible de todo y lo que nos sobresaltó fue el tipo que yací en ella.
Juro sobre la Biblia que jamás había visto un ser humano más repugnante y maloliente. Era un hombre, eso estaba claro, vestido con pantalones cortos de una tela que un día fue blanca y que ahora estaba ennegrecida por la suciedad. El también se asustó al vernos entrar, pero sus motivos eran distintos a los nuestros.
Aquel ser humano estaba horriblemente deformado. La cabeza mediría un metro más aproximadamente y estaba formada por deformaciones óseas que nacían de su cráneo, como bultos. Una protuberancia salía desde su frente y le tapaba casi por completo uno de los ojos de mirada perdida. La boca estaba ladeada hacia la derecha, y la mandíbula superior sobresalía y le daba un aspecto de grotesca trompa. El labio inferior se retorcía hacia fuera, de modo que le impedía hablar correctamente y le hacía escupir secreciones bucales en forma de viscosas cascadas de repelente aspecto. Ningún sentimiento podía reflejarse en aquel inimaginable rostro de auténtica pesadilla.
Por si todo esto fuera poco, el torso estaba ladeado respecto a las caderas, lo que le torcía el cuerpo en un ángulo atroz. La piel era amarillenta y se arrugaba en innumerables pliegues; además, varias protuberancias semejantes a sacos de carne le colgaban por todo el cuerpo. Era un hombre con un aspecto que ponía los pelos de punta a cualquiera.