Entre las sombras (53 page)

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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

BOOK: Entre las sombras
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—Tengamos las armas a mano —nos previno el agente especial.

Saqué mi revólver y lo amartillé. Carter hizo lo mismo con el suyo de cañón largo, no sin antes girar el barrilete de las balas, y ajustar el martillo con un chasquido. Grey se colgó el rifle de dos cañones al hombro y, a su vez, amartilló el Winchester 44 de palanca o Lever Action.

Proseguíamos con cuidado, gastando en ese empeño toda la provisión de cerillas de Grey. A medida que avanzábamos, los tañidos de la campana se oían cada vez más fuertes e incluso llegaban a traspasar las paredes del pasadizo. De repente, el sombrío túnel se cortó en unas angostas escaleras de caracol y un pequeño portón de madera al fondo.

—Estas escaleras deben de dar a la parte de arriba de la iglesia… —susurró Carter—. Grey, desde allí verá usted mejor toda la nave. El inspector y yo nos cubriremos tras los bancos y dispararemos desde allí.

Nathan Grey asintió.

—Que tengan suerte —nos deseó con voz hueca.

Acto seguido, el viejo luchador subió a grandes y sorprendentes zancadas por la escalera. Carter y yo nos pegamos al portón para impulsarnos hacia él y así poder abrirlo. Unas escaleras subían ante nosotros. Se veía claridad en lo alto. Al cerrar la puerta, descubrí que su parte visible estaba llena de piedras incrustadas, por lo que esta quedaba perfectamente camuflada en el muro de piedra.

—Debe de ser la nave principal —dijo Carter en voz muy baja—. Mucho cuidado ahora —me advirtió, dándome con suavidad en un codo.

Oíamos voces al otro lado. Agachados, Carter y yo subimos las escaleras y ascendimos a la nave principal. Después nos parapetamos tras una columna y observamos el interior del templo.

El altar aparecía rodeado de velas y en él, Natalie, vestida con un camisón blanco y atada con unas cuerdas, dormitaba bajo la vigilancia de Ichabod Crow. Al lado del cuerpo de la chica había un estuche abierto, el cual contenía unos instrumentos metálicos que, desde la distancia, no pude reconocer.

Varios tipos de negro se encontraban en la primera fila de los bancos. Todos estaban pendientes de lo que un sujeto vestido con una túnica negra hacía, agachado en el suelo. A la luz de un relámpago, que atravesó una vidriera multicolor, pude ver que el desconocido escribía algo en el suelo con una brocha impregnada de un espeso líquido rojo. Más tarde, observé también que aquel tétrico sujeto había dibujado una estrella de cinco puntas en el suelo, con sangre que podía ser humana…

Crow se agachó junto al hombre. Gracias a la magnífica resonancia de la iglesia, pude oír perfectamente lo que le comunicó con gran respeto:

—Señor, faltan solo tres minutos para las doce en punto.

El hombre se levantó entonces y le entregó a su servidor la brocha y el tarro de sangre. Pude ver por fin su rostro. Era de ojos claros, tez pálida y un bigote muy cuidado. El rostro del príncipe se me antojó diabólico y es que así era a todas luces. Albert Victor Christian Edward, duque de Clarence y Avondale, segundo en la línea de sucesión al trono de Reino Unido, reflejaba un rictus de demencia incontrolable.

—Observa, Crow —dijo el nieto de la reina Victoria I, señalando a Natalie—, su magnífico rostro, sereno, tranquilo… Ella no sabe lo que voy a conseguir gracias a su ayuda. ¡El siglo XX, Crow! Voy a abrir las puertas del siglo XX —añadió triunfante, pero con un deje histérico en la voz.

—El láudano no tardará en perder sus efectos, señor —anunció el siniestro ayudante de aquel demente.

El príncipe ignoró la advertencia.

—Cinco, Crow, el número masónico, el perfecto. Primero, Polly Nicholls; segundo, Annie Chapman; tercero, Elizabeth Stride; cuarto, Catherine Eddows; y quinto, Mary Kelly. La puerta está liberada de sus cerrojos. El pentáculo brilla en sus hojas de madera nueva. Una más, Crow, solo una más… Un haz de sangre joven, manando a presión por una aorta cortada, será la llave que abrirá las puertas al siglo XX —un rayo resonó en la iglesia y, al instante, se dejó oír afuera el repiquetear de la lluvia contra el techo de madera del templo.

—La hora está cerca, mi señor —avisó Ichabod Crow.

—Que marquen los segundos hasta las doce con el glorioso sonido de las campanas —ordenó el príncipe a los hombres que ocupaban los bancos de la primera fila. Dos de ellos se levantaron y se introdujeron en la sacristía.

Al poco rato, las campanas comenzaron a resonar con fuerza.

Campanada.

El príncipe sacó un largo bisturí del estuche, que reconocí…

Campanada.

Era el bisturí de Liston.

Campanada.

Alzó los brazos al cielo y miró al techo. Su voz sonó diáfana, solemne.

—¡Gran Arquitecto de los cielos y la historia! —campanada—. ¡Gran Jah-Bul-On! —campanada—. ¡Grandes maestros y mentores! —campanada—. ¡Acoged a mi maestro, a mi fiel guardián y a vuestro humilde servidor en vuestro seno! —esta vez, un relámpago acompañó a la séptima campanada—. ¡Abrid las puertas del nuevo siglo!

Dos campanadas más. Había sacado mi revólver y recuerdo que mi mano temblaba como una hoja de papel al viento. Carter me agarró con firmeza del hombro. Su mano también temblaba y tenía motivos para ellos. Íbamos a disparar a un príncipe de Inglaterra, hijo del príncipe de Gales, segundo en la línea sucesoria, primer nieto de la reina Victoria I…

Otras dos campanadas; solo quedaba la última, la de las doce.

Albert Victor Christian Edward levantó el brazo derecho, dispuesto a asestar un golpe mortal y cortar el cuello de Natalie con el letal cuchillo.

Entonces pude observar como Crow se ponía rígido, miraba a la parte de arriba de la iglesia —en los balcones—, sacaba su revólver, empujaba a su señor tras el altar de piedra y lo tiraba al suelo. ¡Mierda!, el siniestro cochero había descubierto a Grey.

Un disparo certero se estrelló contra el crucifijo de madera que dominaba el altar y la nave, justo donde la cabeza del príncipe había estado segundos antes. Los hombres del banco sacaron primero sus armas al unísono y buscaron a Grey entre la oscuridad de los balcones.

Otro disparo perforó la cabeza de uno de los agentes de Seguridad Interior. Para entonces, estos ya habían descubierto al experimentado sicario. En ese momento, Carter y yo salimos de detrás de las columnas y abrimos fuego contra los tipos de los bancos.

El eco de la nave principal nos devolvió los estampidos amplificados, lo que me hizo daño en los tímpanos. Algunas velas cayeron al suelo, de modo que la nave se cubrió de penumbra. En el ínterin, descubrí con horror que se oían voces al otro lado de los portones de la iglesia. Los guardias de la plaza se aproximaban raudos.

La puerta no quedaba lejos de mi posición. Por eso le grité a Carter.

—¡Cúbrame!

El agente especial desvió la atención de los cuatro hombres que iban hacia él y Grey, quien disparaba desde el balcón con su Winchester 44.

Corrí agachado entre los bancos y llegué a la puerta justo antes de que esta se abriera; me abalancé sobre ella e impedí la entrada de los hombres de fuera. Varios disparos me alertaron de que los agentes de Seguridad Interior habían descubierto mi plan para dejar a sus compañeros fuera. Me parapeté tras el arco del portón central —el único abierto— y las balas chocaron contra este, liberando esquirlas de piedra en sus impactos. Alguien aporreaba con furia la puerta al otro lado. Busqué frenético algo para cerrar la puerta y por fin descubrí un enorme cerrojo de madera. Empleé todas mis fuerzas para encajarlo en unos remaches de hierro oxidados. Cerré la puerta y me lancé tras un banco, justo a tiempo para no recibir unos balazos de los agentes de Seguridad Interior.

Carter acabó con dos hombres con seis precisas salvas de su revólver. He de decir, en honor a la verdad, que lo único que hice yo en aquella revuelta fue estorbar. Mi entrenamiento policial me había enseñado que mostrar los revólveres era suficiente para amedrentar a más de un criminal, al igual que los disparos al aire. Pero aquellos tipos que tenía enfrente no se asustaban con mis disparos sin tino. Además, mi mala puntería se agudizaba con la escasa luz y los rápidos movimientos de mis tenaces adversarios.

Arriba, pude ver como Grey se precipitaba escaleras abajo, pues se había quedado sin municiones en sus rifles. El viejo sicario había desenfundado su escopeta recortada y se introdujo en el pasadizo para, segundos después, reaparecer junto a nosotros, tras la columna, sujetando sus dos rifles vacíos con una mano, mientras disparaba a bocajarro con la recortada. Su aspecto era temible. Frío pero furioso y enérgico a la vez. Ese era Grey…

Disparó dos salvas con su escopeta, la abrió e introdujo dos cartuchos nuevos con endiablada rapidez. Seguro que se había enfrentado a situaciones más comprometidas en África.

—¡Así no duraremos mucho! —gritó el agente especial, cubriéndose tras dos disparos cerca de su cara.

—¿Cuántos quedan? —quiso saber Nathan.

—Cinco, creo… —respondió Carter.

Grey apartó violentamente al agente especial y vació el contenido de su recortada en el pecho de otro agente. Mi otro compañero de lucha logró impactar dos balas en el torso de otro hombre y se metió rápido tras la columna. Vació el barrilete del arma corta de vainas vacías e introdujo seis balas nuevas. La amartilló y abrió fuego enseguida. Yo tiré unas cuantas salvas más, pero, al sentir como un proyectil me rozaba la mejilla, me cubrí tras la columna.

Grey volvió a hacer fuego y acabó con otro hombre. Disparó el segundo cartucho de la recortada en la cabeza de un agente y se la voló; sus sesos se esparcieron grotescamente. Aquello era una lucha sin cuartel. No había prisioneros…

Del último agente de Seguridad Interior se encargó Carter. No quedaban más tipos.

Nos acercamos con cuidado al altar. De repente, Crow salió de detrás de este, disparando de forma frenética. Una bala rozó el costado del sicario y lo tiró al suelo. Carter hizo que Crow volviera a cubrirse detrás del altar. Arrastré a Grey tras un banco y vi como su herida sangraba.

—No es nada —murmuró.

Oímos un grito agudo de mujer. Natalie había despertado. Grey y yo nos asomamos a tiempo de ver como el príncipe tiraba a Natalie del pelo y la obligaba a introducirse en la sacristía. El loco egregio cerró la puerta con un chasquido. Dos disparos de Crow que dieron en el banco hicieron que Grey y yo nos cubriésemos.

Desde el otro banco, Carter me susurró:

—Déjenmelo a mí… Salven a la chica.

—Yo no puedo moverme —reconoció Nathan—. Vaya usted, Abberline… Desde aquí, ayudaré a Carter.

Nathan Grey se incorporó con dificultad y abrió fuego con su escopeta recortada.

Miré la puerta de la sacristía. Estaba justo detrás de Ichabod Crow.

Como respondiendo a mis pensamientos, el agente especial rodó sobre sí mismo en el suelo y disparó a Crow desde un lado, obligando al ciego servidor del príncipe a salir de su protección en el altar, hasta una de las columnas de la derecha. Allí le esperaba Grey, que disparó a bocajarro con su escopeta. Pero aquel hijo de puta esquivó el tiro con un felino movimiento e hirió a la vez a Grey en el hombro. El viejo sicario cayó hacia atrás y se apoyó en una pared, jadeando. Intentó disparar a Crow con la recortada, pero un chasquido le indicó que estaba vacía. Su enemigo le apuntó con el revólver a la cabeza, pero entonces dos secos tiros de Carter se estrellaron contra la pared, justo encima de la cabeza de Crow. De este modo, no tenía más remedio que cubrirse tras los bancos.

Grey se arrastró hasta llegar detrás de una pila de agua bendita y descansó allí. Desde mi posición puede observar que jadeaba y perdía mucha sangre. Pero todavía no estaba acabado. Desde donde estaba él, vio que Carter buscaba en sus bolsillos balas para su revólver descargado. Parecía no tener más… El sicario desenfundó su propio revólver y lo amartilló.

—¡Carter! —gritó. Cuando el agente especial se volvió, Grey le lanzó su revólver, que cogió hábilmente en el aire y disparó de inmediato contra Crow.

Grey observó el lugar donde se hallaba Ichabod Crow. Se encontraba tras una columna, a varias yardas delante de él. Desde allí podía darle. Solo requería de un arma y un cartucho… Pero era un tiro complicado. Ansioso, rebuscó entre la ropa y descubrió al fin un único cartucho olvidado en el bolsillo izquierdo. A pocas yardas de él, estaba su rifle pesado de dos cañones. Únicamente necesitaba tener buena puntería. Nathan Grey se arrastró hacia el rifle.

En cuanto a mí, repté como un lagarto hasta la puerta de la sacristía, procurando que Crow no decidiera olvidarse de Carter y dispararme a mí, y por fin llegué. Empuñé mi revólver y le pegué una violenta patada a la puerta. Las viejas bisagras y la oxidada cerradura saltaron por los aires y pude entrar en tromba en la habitación. Enseguida dos disparos me advirtieron de que Crow me había descubierto, por lo que me abalancé sobre la puerta y la cerré, ayudándome de una mesa que había en la sacristía, a la derecha. Al fondo de la sala descubrí unas escaleras de madera que conducían al piso superior y, probablemente, al campanario.

Ascendí con cuidado para no hacer crujir los escalones a mi paso, acercándome cada vez más al ruido de la tormenta. Pasé por la abertura que llevaba a los balcones y conseguí oír el ruido de los disparos de Crow y Carter. Seguí subiendo hasta tropezarme con una tenue claridad. Asomé la cabeza y pude ver el campanario.

Se trataba de una superficie cuadrada de madera y de piedra, que acababa en un tejado en punta, del que pendían dos campanas sujetadas por una viga en horizontal y un eje. Por las aberturas abovedadas se colaban la lluvia y el viento.

Natalie estaba en el medio de la sala protegida por un filtro de tela, mientras el príncipe le administraba unas gotas de un líquido marrón en la boca. Lo hacía de forma que ella solo aspirase el vapor del láudano, pues enseguida supe que se trataba de esta droga. El príncipe susurró palabras al cielo, alzando el bisturí de Liston. Lo levantó por encima del cuello de Natalie y se preparó para cercenárselo de un letal tajo.

Entonces salí de mi escondite empuñando resuelto el revólver y le disparé en la pierna. El príncipe cayó al suelo profiriendo un agudo grito de dolor. Me acerqué a Natalie y pude comprobar que se encontraba bien. En un extremo el demente sollozaba, agarrándose su pierna herida. Me aproximé a él y le apunté a la cabeza.

—¿Es usted… el inspector… Abberline? —farfulló miedoso.

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