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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (87 page)

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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Una última pregunta, no tanto para ganar tiempo como para hacer tabla rasa.

—¿Y Larfaoui?

—Un daño colateral. Beltreïn le compraba cada vez más iboga. Esos pedidos intrigaban al cabileño. Siguió a Beltreïn hasta Lausana y descubrió que era médico. Creyó que utilizaba la iboga negra con sus pacientes para hacer experimentos prohibidos. Por supuesto que se equivocaba, pero no se podía dejar que semejante entrometido siguiera en circulación. Me vi obligado a eliminarlo, sin florituras.

—La noche de su ejecución, Larfaoui no estaba solo. Había una prostituta. Ella te vio. Siempre habló de un sacerdote.

—Me apetecía ponerme el alzacuello para hacer correr la sangre. Tuve que matarla un poco más tarde.

Luc quita el seguro de su arma. Un último intento.

—Si soy tu testigo, ¿para qué matarme? Nunca podré divulgar tu palabra.

—Cuando la imagen en el espejo es perfecta, es hora de romper el espejo.

—Pero ¡nadie conocerá jamás tu historia!

—Nuestro público pertenece a otra dimensión, Mat. Tú eres el representante de Dios. Yo, el del diablo. Ellos son nuestros únicos espectadores.

—¿Qué harás después?

—Quiero continuar. Viajar por las mentes, aumentar el número de posesos. Me esperan otras identidades, otros métodos. El único viaje importante es el del limbo.

Luc se levanta y apunta. Solo entonces, me doy cuenta de que tiene mi 45 en la mano. ¿Cuándo me la ha cogido? Coloca el cañón sobre mi sien. Mathieu Durey se suicida con su arma reglamentaria. Después del fracaso de la investigación, de la muerte de Manon y de la matanza de la familia Soubeyras, ¿no es perfectamente lógico?

—Adiós, san Miguel.

La detonación me atraviesa de parte a parte. Un dolor violento; luego, el vacío. Pero no pasa nada. No hay sangre. No hay olor a pólvora. La Glock, a unos centímetros de mi rostro, no humea. Vuelvo la cabeza; oigo un zumbido atroz en los tímpanos.

El arcángel negro vacila, y suelta mi automática, que se queda en el borde de la pasarela. Antes de que pueda hacer el menor gesto, Luc tiende su brazo hacia mí, con incrédula estupefacción, y cae hacia atrás, al abismo.

Su caída deja a la vista una clara silueta negra unos metros más allá.

Incluso a contraluz, reconozco a mi salvador.

Zamorski, el nuncio justiciero de Cracovia.

Alzacuello y traje oscuro, listo para dar la extremaunción.

La primera impresión siempre es la buena.

La 9 mm humeante entre las manos le va como anillo al dedo.

122

El sol, el cielo, las montañas.

Una línea de luz al este, por encima de las crestas.

Se elevaba como una aureola, de un tono rosa oscuro. En el aparcamiento, dos Mercedes negros estaban aparcados, vigilados por un grupo de sacerdotes. Esperaban a su amo, a su general.

Me volví. Zamorski caminaba siguiendo mis pasos. Su rostro cuadrado se destacaba en el claroscuro. Nariz recta, cabeza plateada, rasgos inmutables. Era imposible sospechar que acababa de matar a un hombre a mil metros bajo tierra. Apenas tenía restos de salitre sobre los hombros.

Conseguí preguntarle:

—¿Cómo me ha encontrado?

—Nunca os hemos perdido de vista. Ni a ti ni a Manon. Debíamos protegeros.

—No siempre han sido eficientes.

—¿Por culpa de quién? Nunca has tenido en cuenta mis advertencias. Todo esto se podría haber evitado.

—No estoy tan seguro —respondí—. Y usted tampoco.

El polaco desvió la mirada. A su espalda, la boca negra de la gruta, bajo los arcos de acero. Pensé en Luc Soubeyras. Náufrago del silencio y de las tinieblas. Ni siquiera habíamos rezado una oración en su memoria, ni mencionado la posibilidad de rescatar el cuerpo. Habíamos subido sin decir palabra, acuciados por el deseo de terminar, y más aún de salir de allí.

—¿Cómo está el asunto de los Siervos de Satán?

—Gracias a ti, hemos destruido un grupo en el Jura. Y otra facción en Cracovia; también, en parte, gracias a ti. Pero existen otros focos. En Francia. En Alemania. En Italia. Seguimos la huella de la iboga negra. Es nuestro hilo conductor. Como decíamos en la época de Solidarnosc: «Primero seguir, luego empezar».

Alcé los ojos. La línea de luz formaba un halo violeta, un charco de naturaleza desleída en el estuario del alba. Cerré los párpados saboreando el viento helado sobre mi rostro. Sentía cómo crecía en mí una sensación difusa de vida, de ser, y al mismo tiempo, una vibración liviana, exaltada, eléctrica, en la superficie de mi piel.

—Estoy decepcionado —susurró Zamorski—. Al final, el caso se limitaba a la locura de un solo hombre. Un impostor que jugaba a ser el demonio. Ni la sombra de una presencia sobrenatural, de una fuerza superior en esta historia. No nos hemos acercado, ni siquiera de lejos, al verdadero adversario.

Abrí los ojos. En la luz naciente, el polaco acusaba su edad.

—Olvida lo principal. El inspirador de Luc.

—¿Beltreïn?

La interpretación equivocada de mis palabras revelaba el cansancio del nuncio.

—Beltreïn era solo un peón. Hablo de Satán. El que Luc vio en el fondo de la garganta. El anciano luminiscente.

—¿De modo que te lo crees?

—Si ha habido un verdadero Sin Luz en este caso, ha sido Luc. No ha inventado nada. Sus actos correspondían a órdenes de una entidad superior. No hemos encontrado al diablo pero sí su sombra proyectada, a través de Luc.

Zamorski me palmeó la espalda.

—¡Bravo! Yo no lo habría expresado mejor. ¡Estás maduro para formar parte de nuestro grupo! Oí decir que querías entrar en una orden religiosa. ¿Por qué no en la nuestra?

Señalé a los soldados vestidos de negro, entre las largas sombras de la aurora.

—Buscar a Dios es buscar la paz, Andrzej. No la guerra.

—El combate se desarrolla en tu interior —dijo él palmeándome el hombro—. Y somos los últimos caballeros de la fe.

Caminé por la explanada sin contestar. Por encima de las montañas, la curva de luz tomaba amplitud. Lento desgarramiento ocre, en un tornasolado azul oscuro. El disco solar no tardaría en romper la bóveda celeste.

Zamorski insistió:

—Piénsalo bien. Tu estado natural es la lucha. No la contemplación ni la soledad.

—Tiene usted razón —murmuré.

—¿Te unirás a nosotros?

—No.

Sentía la culata de mi 45, que había recuperado, contra la cadera.

Sensación dura, reconfortante, como un asentimiento.

—Entonces, ¿qué harás?

Sonreí.

—Seguir. Simplemente, seguir.

Para ser fuerte, hay que escuchar siempre los consejos de los enemigos. Iba a seguir el único consejo útil de Luc, de la época de Lilas: «Debemos morir una vez más, Mat. Acabar con el cristiano que está en nosotros, para convertirnos en maderos».

Sí, seguiría recorriendo las calles, combatiendo el mal, ensuciándome las manos.

Hasta las últimas consecuencias.

Mathieu Durey, inspector jefe de la Criminal, sin ilusiones ni compasión.

De regreso de su tercera muerte.

Notas

[1]
Se refiere al asesinato, en 1984, del pequeño Gregory Villemin, un caso en el que la madre fue acusada y luego sobreseída. (
N. de la T.
)
<<

[2]
Peter Bent Brigham Hospital. (
N. de la T.
)
<<

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