Esta noche dime que me quieres (43 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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Sofia intentó tomárselo a broma.

—¡Venga, no hables así! ¡Son profesionales! Además, no hay nadie que ponga su cuerpo a disposición de la ciencia y, en vez de que le paguen, tenga que pagar él.

—Sí… ¡Con lo que cuesta!

Sofia lo tranquilizó.

—Cariño, el profesor Mishuna Torkama lo hará muy bien. Estoy segura de que en este superhospital no hay ni una sola persona que no esté preparada…

Andrea pensó en aquel único caso de muerte. Se preguntó si aquel paciente también habría firmado todos aquellos papeles y si tuvo el mismo equipo que tendría él. Decidió que era mejor no decirle nada a Sofia. Había hecho de todo por llevarlo hasta allí. Había escrito al hospital, había reunido los documentos necesarios, había pensado hasta en el mínimo detalle. Y además había conseguido todo el dinero… Exhaló un suspiro. Tenía la esperanza de salir de allí con una nueva vida, aquello era lo único que contaba, no podía estropearlo todo con su cinismo.

—Tienes razón…

Le habría gustado añadir algo más, pero no le dio tiempo. Vinieron dos enfermeras. Entraron con una sonrisa.

—¿Andrea Rizzi? Ya estamos aquí, es la hora.

Andrea no contestó. También sonrió, pero estaba claro que no se sentía tan relajado como ellas. La situación se parecía más al formalismo de las ejecuciones capitales a la norteamericana que a una operación. Las dos enfermeras separaron la cama de la pared y desbloquearon las ruedas.

Andrea apenas tuvo tiempo de despedirse de Sofia.

Ella le apretó la mano con fuerza.

—Nos vemos luego, cariño. Te esperaré aquí.

Andrea empezó a sentir un sudor frío. Tragó saliva. Tenía la boca seca y sólo consiguió dedicarle una sonrisa forzada. Después empujaron la cama fuera de la habitación, comenzó su trayecto a través de un largo pasillo y desapareció en el ascensor. Andrea tenía a las enfermeras a su espalda. No podía verlas. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Luego se abrieron las puertas del ascensor. Habían bajado muy por debajo de la planta que daba a la calle. Al final de otro largo pasillo en el que el aire era mucho más frío se abrieron dos grandes puertas y la cama hizo su entrada en la sala de operaciones.

El profesor Mishuna Torkama estaba en el centro de la sala. Tenía los brazos levantados y su asistente estaba acabando de ponerle los guantes.

—Ya está aquí nuestro amigo…

Una vez hubo entrado, varios enfermeros se acercaron a la cama en seguida y alrededor de Andrea se formó un círculo de batas azules. Le pusieron unos cuantos goteros y el anestesista lo avisó de que ya faltaba poco. Después, sobre aquella última mascarilla, reconoció los rasgos del profesor asiático.

—Dentro de poco se quedará dormido. Escoja el sitio adónde le gustaría ir. A la playa, a la montaña, a correr una maratón. Sueñe con lo que quiera… —Andrea se estaba durmiendo—. Porque si todo va bien, si nosotros… —el profesor miró a sus colegas—, si lo hacemos bien, su sueño se hará realidad.

Los otros se rieron. Alguien dijo algo más, pero Andrea ya no prestó atención. Al final se sintió sereno. Intentó mantenerse despierto, pero los ojos se le cerraban. «Una maratón. No será fácil. Estoy un poco desentrenado. Mejor unas vacaciones. —Volvió a abrirlos y lentamente los cerró—. Eso es, pasear junto al mar por una playa de esas de las que habla Sofia.» Y, depositando la máxima confianza en la posibilidad de una nueva vida, se durmió profundamente.

46

Maria Tondelli caminaba tranquilamente por la calle. Había hecho la compra en el nuevo supermercado GS. Lo habían abierto de un día para otro justo allí, a un kilómetro de donde ella vivía desde hacía ya cuatro años. Para ser un barrio nuevo de Turín, la zona estaba adquiriendo importancia y valor. Los últimos edificios que se habían construido se caracterizaban por su gran estilo y el cuidado de los detalles. Hasta allí incluso llegaba una nueva línea de trolebús que, con sus asientos de colores, era una excelente solución para desplazarse hasta el centro cómodamente y sin encontrar tráfico.

Sólo había un pequeño problema. A Maria Tondelli no le correspondía residir en un sitio como aquél. La casa donde vivía estaba fuera del alcance de sus posibilidades o, al menos, de las que debería haber tenido. Procedía de las Marcas y era la octava hija de una familia muy humilde. Su padre era pastor y su madre trabajaba como costurera en una tienda. Para ser más concretos, su familia vivía en un pueblecito cerca de Chiaravalle en el que toda la vida nocturna se focalizaba en un pequeño pub. Todos sus hermanos se habían quedado en el pueblo; iban tirando y habían entablado relaciones más o menos acertadas con algunas chicas del lugar.

En cambio, Maria Tondelli había sido una aventurera comparada con ellos. Dejó el pueblo y encontró un empleo.

Tancredi miró las hojas que Savini le había proporcionado. Había necesitado muy poco tiempo para obtener información sobre aquella mujer. Lo sabía todo: dinero, ganancias, cuentas, trabajos anteriores.

Durante una época salió con hombres mayores; cobraba por sus servicios hasta que —aquel cambio no quedaba muy claro— pasó a ser camarera en la villa Ferri Mariani. Trabajó para ellos durante tres años y luego, apenas dos semanas después de la muerte de Claudine, dejó el empleo. La policía, después de determinar que se trataba de una muerte por suicidio —como suele ocurrir cuando hay por medio una familia importante—, intentó cerrar el caso lo antes posible. Una atención prolongada por parte de los medios de comunicación no habría sido más que una falta de respeto ante el dolor de aquella pérdida.

Y así fue. Al cabo de muy poco tiempo, todo volvió a ser como antes y en los salones que solían frecuentar no volvió a hablarse más de aquello. Después de los funerales de Claudine, fue como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo: nunca más se sacaría el tema. Así que fue natural que nadie se diera cuenta entonces. Pero unos diez días después de la muerte de Claudine, Maria Tondelli, una chica de baja extracción social procedente de las Marcas y que cobraba un buen sueldo, dejó la casa de los Ferri Mariani sin ninguna razón aparente. ¿Por qué? ¿Había ocurrido algo en su familia? ¿Echaba demasiado de menos a su novio? ¿Había decidido casarse? ¿Había encontrado un trabajo mejor? ¿Se había hecho especialmente amiga de Claudine y sufriría si se quedaba en aquella casa? Savini comprobó todos los documentos posibles, excavó en todas direcciones. Nada, no tomó la decisión de irse por ninguno de aquellos motivos ni por ningún otro que pudiera parecer válido de alguna manera.

Cuando Maria Tondelli se fue, Tancredi no se dio cuenta. Estaba destrozado por el dolor. Tanto era así que, en cuanto le fue posible, él también abandonó aquella casa. Pero si Tancredi sabía perfectamente por qué razón se había ido él, el motivo que había empujado a Maria Tondelli a marcharse le resultaba un misterio.

Tancredi volvió a mirar los papeles. Maria Tondelli era la propietaria de la casa donde vivía. Sin embargo, no le había tocado ni la lotería, ni la primitiva, ni ningún otro sorteo o apuesta. Savini también lo había comprobado. Aquella casa se la habían regalado. La había puesto a su nombre una sociedad fantasma y, en aquel caso, a pesar de las grandes dotes de Savini, no había sido posible encontrar el origen de la misma, pues había pasado demasiado tiempo. Pero lo más raro e inexplicable era que Maria Tondelli seguía recibiendo un sueldo de la familia Ferri Mariani.

El Mercedes siguió a la chica durante varios metros; después, dejó que se alejara. Maria sacó las llaves y entró en su casa.

Savini paró el motor.

—En principio, debería estar sola.

Esperaron unos minutos. A continuación, se presentaron en la puerta y llamaron al timbre.

Maria gritó desde lejos:

—Ya voy…

Había empezado a preparar algo en la cocina, así que se secó las manos en el delantal, se lo quitó y se dirigió a la puerta. Cuando al abrir vio a Savini y a Tancredi, los reconoció en seguida. Durante un momento, se quedó sorprendida. Luego, intentó cerrar la puerta. Pero Savini fue más rápido que ella y la bloqueó con el pie. A través de aquel resquicio que dejaba la puerta abierta, Tancredi miró a Maria Tondelli. Cuando sus miradas se cruzaron, le sonrió.

—¿Te acuerdas de mí? —Lo dijo con una cierta dureza.

—No les había reconocido —mintió Maria. Entonces intentó justificarse—: Ha pasado tanto tiempo…

—Ya. No nos vemos desde que murió mi hermana. —Tancredi no se anduvo con rodeos—. ¿Podemos entrar?

Los dejó en la puerta.

—No lo entiendo.

Savini sonrió.

—¿Quieres perder esta casa? ¿Quieres perder el dinero de la familia Ferri Mariani que te llega todos los meses? ¿Quieres que tus padres, Damiano y Manuela, y todos los de tu pueblo lo sepan todo sobre ti? ¿Que te ibas con viejos por dinero? ¿Quieres que añada algo más?

Maria se quedó muda. Entonces comprendió que no le convenía oponer resistencia y se echó a un lado para dejarlos entrar. Cerró la puerta y los hizo pasar al salón.

—¿Quieren tomar algo?

—No, queremos saber lo que pasó y por qué.

Tancredi había ido al grano en seguida. Entonces, encima de la cómoda, vio algo que lo sorprendió. Aquello no se lo esperaba. Era una foto. En ella aparecía Maria Tondelli sonriendo. Se la habían hecho en aquel mismo salón. Junto a ella había una persona a la que nunca se habría imaginado encontrar allí.

Tancredi la cogió e intentó adivinar cuándo la habían tomado. Abrió el marco, sacó la foto y le dio la vuelta. No había ninguna fecha. Maria intervino:

—Ya hace muchísimo tiempo que no nos vemos.

Entonces ¿aquél era el secreto? ¿Habían sido amantes? ¿Por qué tenía que tratar a aquella mujer de una manera distinta, alejarla, regalarle una casa, mantenerla durante todo aquel tiempo?

—Si no hablas, lo perderás todo. ¿Qué te ha traído hasta aquí?

—Nada.

Savini le habló duramente:

—A lo mejor no lo tienes claro: te arruinaré la vida de todas las maneras posibles. ¿Por qué te dio esta casa? ¿Por qué te está manteniendo todavía? —Maria Tondelli permaneció en silencio. Savini volvió a intervenir—: Arruinaré a tu familia, a tus hermanos. Me pondré en contacto con todos tus ex-amantes. Al final me rogarás de rodillas que pare…

Maria se dejó caer en el sofá, puso la cabeza entre las manos y empezó a llorar. Estaba desesperada. Tancredi y Savini le dieron algo de tiempo.

—¿Y bien?

Entonces la mujer empezó a hablar:

—La noche en que Claudine se quitó la vida… —miró a Tancredi—, usted pasó por la villa para cambiarse y luego volvió a salir.

Tancredi recordó aquel momento con dolor.

—Sí, y tú, como otros muchos miembros del servicio, estabas en tus dependencias. Pero no había nadie más.

Maria bajó la cabeza y exhaló un profundo suspiro. Siempre había sabido que antes o después ocurriría. Luego levantó la cabeza y miró a Tancredi directamente a los ojos para confesar aquella verdad que había escondido durante todos aquellos años.

—No, no fue así. Aquella noche, después de que usted se fuera, llegó él.

47

Habían pasado varias horas. En el silencio de aquella habitación de hospital, Sofia se había visto casi obligada a hacer balance de su vida: lo que le había salido bien, lo que le había salido mal, lo que todavía podía pasar y cómo había cambiado. Una reflexión que, por lo general, la mayoría de las personas no pueden hacer.

Tener el valor de parar, interrogarse y conocerse a fondo a sí mismas.

Hacía semanas que pensaba en aquellos cinco días. Era como si los reviviera continuamente. Se despertaba e intentaba recordar todos los detalles: el viaje, la llegada, el encuentro, el descubrimiento de la casa, las habitaciones, el salón, el aperitivo, la cena, el beso. Lo que vino después del beso. No daba crédito. Nunca se habría imaginado que pudiera vivir con tanta pasión una relación con un desconocido, una persona a la que no había visto antes. Vivirla con tanta intimidad, sin ponerse límites ni fronteras en nada de lo que había hecho, ni a su cuerpo, ni al de Tancredi. Vivirla sin ninguna inhibición, sin vergüenza, sin pudor. Nueva. Sí. Una Sofia nueva, descarada, libre, atrevida como nunca en su vida lo había sido, ni con nadie antes de Andrea ni con su marido. Era como si hubiera abierto una puerta y de repente se hubiera encontrado frente a una mujer con su mismo nombre, su mismo apellido, incluso con su mismo rostro y su mismo cuerpo, pero diferente en todo lo demás: el maquillaje, el pelo, la voz, el tono, la manera de hablar. ¿Dónde había estado durante todos aquellos años? ¿Por qué que nunca la había visto?

Salió de la habitación. Cerró la puerta despacio. Empezó a recorrer el pasillo. A través de la gran vidriera se veían varios rascacielos. Las nubes, a lo lejos, parecían estar suspendidas en medio de aquellos edificios. Siguió caminando. Sólo oía el sonido de sus tacones a lo largo del pasillo. No había nadie, ni una voz. Puertas cerradas, ninguna señal, ningún adorno, ninguna planta. Era un pasillo perfectamente limpio, frío.

Al llegar al final, vio una puerta cerrada con un cristal opaco. Allí dentro había alguien que se movía. Debían de ser las enfermeras de planta, las que arreglaban las habitaciones por la mañana, las que llevaban y recogían los carros de la comida. Estaban allí, listas para prestar su ayuda ante cualquier urgencia.

Sofia pasó de largo. Llegó hasta los ascensores. Leyó los letreros de las diferentes plantas. Cuando por fin la encontró, entró en el ascensor y pulsó un botón. Lo necesitaba. Al llegar a la planta que buscaba, salió y empezó a andar. Poco después, delante de aquella puerta, se detuvo. La abrió con lentitud, intentando no molestar a nadie. La capilla estaba casi vacía. Sólo había una anciana, al fondo a la derecha. Estaba de rodillas y movía un rosario entre las manos. Hacía ocho años que Sofia no ponía los pies en un lugar sagrado para rezar. La última vez había sido cuando operaron a Andrea a vida o muerte.

La mujer mayor salió de la capilla. Se sonrieron mutuamente, así, como por una especie de solidaridad, porque creían en la fe o en la esperanza, porque, en cualquier caso, estaban allí. Sofia se quedó sola, pero no tuvo el valor de arrodillarse. Se sentó en la última fila y agachó la cabeza, clavó la mirada en el suelo. La capilla era moderna. Tenía grandes ventanas rectangulares con mosaicos de diversos tonos de violeta. En el centro del vitral principal, había un Jesús estilizado. Un poco más abajo, se veía un gran crucifijo de hierro satinado con un Cristo cuyo cuerpo era de color carne, pero cuyo rostro apenas estaba dibujado. «Y, sin embargo, todo esto —pensó Sofia— tiene el mismo valor que en otras miles de iglesias repartidas por el mundo. El Señor que encuentras aquí es el mismo que el de la parroquia de al lado de casa. Pero, esté donde esté, ¿tendrá tiempo para ti? ¿Tendrá ganas de escucharte? ¿De hacerte caso?»

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