»Hemos encontrado un rastro que empieza, por lo menos, en Panamá, y cabe la posibilidad, aunque solo sea una posibilidad, de que tuviese algún tipo de avería, al igual que el objeto de esta mañana. Vamos un poco más al norte —continuó Compton—. Testigos desde tierra firme, un poco más al norte de México D. F., declaran lo siguiente: «A las 23.59 horas, una pequeña aeronave despegaba de un aeródromo cuando se escuchó un estruendo proveniente del sur. Al darse la vuelta los testigos, en dirección al ruido, vieron una enorme forma circular que cubría todo el cielo. Volaba a baja altura, tan cerca del suelo que a su paso provocó el balanceo de los coches y la rotura de algunas ramas. En ese momento, otro aparato con aspecto de disco descendió del cielo a una velocidad enorme, tanta que al elevarse las oscuras nubes de lluvia se separaron y fueron luego absorbidas a su paso. El objeto chocó con un pequeño Cessna que acababa de despegar, una familia entera murió en el siniestro. Ese platillo siguió después el rumbo del primer objeto. Los dos aparatos se desviaron bruscamente en dirección norte y continuaron su viaje».
»Exactamente veinte minutos más tarde, y en medio de una tormenta, tuvo lugar el accidente de Nuevo México. —Al mismo tiempo que Compton pronunciaba esas palabras, en el holograma la pequeña señal luminosa desapareció en medio de las nubes y una gran luz apareció en la pantalla dentro de los límites de Nuevo México—. El senador está convencido de que los avistamientos de 1947 corresponden al mismo tipo de platillo que el implicado en el ataque que han sufrido hoy nuestros pilotos.
—Han hecho falta años de trabajo para reunir todas estas piezas —añadió el senador—. Pero todos los testigos del incidente dijeron que aquello era algo que nunca olvidarían. El buque de la Marina Real incluso dejó constancia del hecho en el cuaderno de bitácora del barco, para disgusto del almirantazgo. —El senador se giró para dirigirse al presidente—. Lo esencial de todo esto, señor presidente, es el hecho de que tenemos dos incidentes, producidos en circunstancias muy similares, y que han tenido lugar con cincuenta y ocho años de diferencia. El segundo objeto atacó al primero y tenemos la sospecha de que pretendía derribarlo.
—Sí, veo las coincidencias, entiendo lo que quiere decir.
—La cadena de acontecimientos es casi exacta: la misma ruta, dos platillos, uno se avería. El primer platillo cayó en 1947 en el sudoeste de los Estados Unidos, y ahora tenemos el segundo Evento, con casi la misma ruta que el primero. Y creo que es muy posible que haya caído también en este país, en la misma zona.
—¿Qué es lo que quiere, senador?
Garrison Lee volvió a ocupar su asiento en la presidencia de la gran mesa de reuniones; la cojera que le hacía dependiente de un bastón era más notoria que nunca.
—Señor presidente, sé que la Marina quiere mantener esto bajo su jurisdicción, y en cualquier otra circunstancia les diría que sí, que son sus dominios. Pero, como nos encontramos ante algo que ya ha sucedido en el pasado, creo que según nuestros estatutos, esto entra dentro de la jurisdicción del Grupo Evento. Debido a la naturaleza del incidente de 1947, pensamos que se trata de un Evento de proporciones inimaginables. Según las pruebas que reunimos hace muchos años, y que ampliaré con usted y con los miembros de este grupo, considero que ese incidente de hoy, como el de 1947, fue una acción deliberada de una fuerza alienígena de derribar esa nave como un acto de declaración de guerra.
Los rumores se extendieron por la mesa; el presidente parpadeó varias veces, pero se mostró tranquilo.
—Esto pone encima de la mesa algo que llevaba archivado desde Roswell en 1947. Le he enviado una copia de nuestra investigación sobre el incidente que ocurrió hace cincuenta y ocho años por medio de un correo de seguridad, lo recibirá en breve, y debo hacer hincapié en que es altamente confidencial. —Lee descansó un momento para tomar aire—. Niles y yo queremos que nuestra gente se haga cargo, señor presidente; nosotros no creemos en las coincidencias. —A continuación, volvió la vista hacia las personas que había alrededor de la mesa que tan bien conocía, las mismas a las que había preparado para eventos de esta magnitud—. Con los dos eventos tan estrechamente relacionados y con lo que sabemos del anterior, creo que somos testigos, por razones que aún no conocemos, de una acción deliberada para derribar esa nave en nuestro país. Creo que la primera acción en 1947 falló por razones que aprendimos aquella noche en Roswell, y que serán explicadas, pero si este segundo intento ha tenido éxito, creo que nos enfrentamos a algo de una enorme gravedad.
En la sala de conferencias reinaba un silencio absoluto, todas las miradas pasaron de Lee al presidente, en espera de alguna explicación a la grave advertencia del senador.
El presidente se puso de pie, de manera que la cámara solo registraba la mitad de su cuerpo, y quedó fuera de plano. Un momento después, regresó. Volvió a sentarse en el sofá de piel con unos cuantos folios en la mano.
—Está bien, pero quiero que me tengáis bien informado de todo, ¿está claro? —Empezó a mirar las páginas que acababa de recibir por fax desde Nevada.
—Sí, señor —respondió Lee—. ¿Y el aviador del Carl Vinson? Necesitamos traer aquí a ese hombre.
—Me encargaré de eso después de comerme los perritos calientes carbonizados, ¿de acuerdo? —dijo el presidente, levantando la cabeza de los papeles.
—Sí, señor, y gracias, estaremos en contacto. Disfrute de la cena y…
—Señor Lee —añadió el presidente, interrumpiendo al senador—, esto puede ser algo demasiado grande para que se encargue de ello solo su agencia. Por lo menos he de informar a alguno de los jefes del Alto Estado Mayor y del Consejo de Seguridad Nacional. Los de la otra orilla están todos como locos con esto; a pesar de lo que sucedió en 1947, es posible que sea solo un asunto estrictamente militar. —El presidente frunció el ceño ante la cámara y la pantalla pasó a azul.
El senador fue hasta su silla y se sentó, dejando escapar un profundo suspiro. Collins vio que Alice le daba unas palmaditas en el brazo. Les dedicó una sonrisa a sus colegas y le hizo un gesto con la cabeza al director Compton.
—Muy bien, compañeros, se acaba de declarar oficialmente un Evento; en breve tendremos la autorización para llevar a cabo una investigación presidencial. ¿Cómo vamos a hacer para encontrar ese platillo? —preguntó Niles.
La sala se quedó un momento en silencio, y a continuación el Grupo empezó a trazar planes sobre cómo podía contribuir cada departamento a la búsqueda. Jack y Carl se mantuvieron al margen. En cuanto a Garrison Lee, permaneció sentado en su silla con las dos manos apoyadas en el bastón. Alice se quedó mirándolo pero no hizo ningún intento de comprobar si se encontraba bien. Sabía que no era así.
Tras finalizar la reunión, Collins y Everett fueron a cenar algo.
—Esto ha sido otra cosa. Aunque no me gusta el aspecto que tiene el viejo —dijo Jack.
Everett se quedó pensando un momento, luego se acercó al comandante.
—Creo que el senador no está bien. No debería involucrarse tanto. Quizá quiera que esto sea algo así como su canto del cisne, pero es solo una idea que tengo. Además, yo daría mi vida por ese tipo. —Carl se quedó un momento en silencio—. Hay por ahí algunos rumores que dicen que el presidente está pensando en retirar del todo al senador, incluso de su puesto de asesor, aunque el doctor Compton daría lo que fuera por mantenerlo. —Carl torció el gesto un momento—. No me gustaría nada tener que ver eso.
—Y si eso sucede, ¿qué pasará con todo esto? —preguntó Jack, señalando el complejo que tenían alrededor.
—El doctor Compton dirige esto desde 1993 con la ayuda de Alice. —Everett agarró al comandante por el codo y aminoró un poco el paso para alejarse de las demás personas que había en el pasillo—. Como ya le he contado, se han producido algunas filtraciones de gran envergadura. Ese maldito Farbeaux y la gente para la que trabaja han aparecido en los lugares más extraños y nos han hecho mucho daño a nosotros, a los ingleses, a los alemanes y a los israelíes. Algunas agencias de Inteligencia han acusado a los Estados Unidos de proteger a ese tío y a quienquiera que sea la gente para la que trabaja. Me alegro de que esté usted aquí para tomar el mando y arreglar este lío.
Jack fue consciente de la cantidad de trabajo que tenía por delante.
Camp David, Maryland
19.40 horas, hora del Este
El presidente de los Estados Unidos se quedó un momento sentado después de que se apagara la imagen de su conexión con el Grupo Evento. Se levantó, se acercó hasta las persianas venecianas y las apartó un poco. Sonriendo, saludó a sus hijas con el informe de bordes rojos que le acababa de enviar el Grupo. Las niñas y la primera dama jugaban entre risas a lanzar los perritos calientes al aire, haciendo que cayeran encima de la parrilla. El presidente sonrió y lentamente se retiró de la ventana con gesto pensativo.
Había leído por encima las páginas que el Grupo le había enviado y se había quedado como paralizado. Si lo que Lee creía que estaba pasando, estaba pasando de verdad, el presidente no sabía si contarían con las fuerzas suficientes como para poder detenerlo. Fue caminando despacio hasta la caja fuerte que había en la pared. La abrió y metió los papeles dentro, luego empujó la puerta y la cerró con llave. Se dio la vuelta, se dirigió hasta la puerta lateral de su oficina, la abrió y le hizo un gesto al agente del servicio secreto para que entrara.
Roland Davis llevaba los últimos tres años al servicio del presidente y sabía ver cuándo algo le preocupaba. Cuando el presidente no sonreía, significaba que estaba dándole vueltas en la cabeza a algún problema.
—El servicio acaba de preparar limonada fresca, señor presidente —dijo el agente Davis.
—Gracias, Roland —dijo el presidente mientras se dirigía hacia la puerta y a la reunión con los perritos calientes carbonizados—. Cuando acabe de engullir la cena, quiero hablar con el jefe del Estado Mayor, y que el general Hardesty esté también al teléfono, que sea dentro de… —Miró primero su reloj y luego a su esposa, que le sonreía—. ¿Pongamos, una hora?
—Sí, señor, dentro de una hora.
El presidente salió por la puerta, camino de una agradable velada. El agente especial Roland Davis la cerró con suavidad y entornó las persianas para que la familia de la primera dama y el presidente tuvieran intimidad. La seguridad era ahora responsabilidad del equipo que había en el exterior. Davis pulsó un botón en la mesa de centro que había frente al sofá, que accionó un mecanismo que hizo que la pantalla de cristal líquido que se utilizaba para las videoconferencias regresara de vuelta a su nido en el techo; al mismo tiempo pasó hábilmente la mano por debajo y sacó un pequeño aparato que había colocado allí a toda prisa antes de que comenzase la videoconferencia del presidente.
Rápidamente, lo dejó pegado a la radio que llevaba en el pantalón, luego se dio la vuelta y se dirigió a la puerta batiente que conducía a un pequeño vestíbulo.
La abrió un poco; al otro lado, sentado a una pequeña mesa, había un agente del servicio secreto.
—Stan, voy a parar un momento, se trata de un asunto personal: he de llamar a mi mujer al trabajo —dijo, sosteniendo la puerta con una mano—. El jefe está fuera con la familia.
—Vale, avísame cuando acabes, o si el jefe vuelve a entrar.
—Sí, claro.
Davis se quitó el auricular de la oreja izquierda y mientras el agente se agachaba para abrir el primer cajón del mueble, Davis apagó la radio que llevaba en el cinturón, con un movimiento tan rápido que nadie podría darse cuenta.
—Aquí tienes —dijo el oficial mientras le pasaba a Roland su teléfono móvil.
Todos los agentes a cargo de la seguridad del presidente estaban obligados a entregar sus objetos personales cuando se encontraban de servicio, y esto incluía los teléfonos móviles. Davis hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y cerró la puerta. Volvió a entrar al salón cubierto de madera chapada, se acercó hasta la pequeña ventana que había junto a la barra y separó las persianas venecianas. El presidente estaba sentado en una silla haciendo muecas frente al perrito caliente que tenía en el plato. Roland soltó las persianas y volvió al centro de la habitación. Cogió el teléfono móvil y llamó a un número que tenía registrado en la memoria. Enseguida escuchó la señal de llamada.
—Grandes Almacenes Clausins —contestó una voz de mujer.
—Hola, ¿puede pasarme con contabilidad? Soy Roland Davis, quería hablar con mi mujer —dijo, sin caer en la tentación de mirar detrás de él por si alguien escuchaba a hurtadillas. Aunque el presidente estuviera fuera, las cámaras seguían encendidas y funcionaban a pleno rendimiento.
—Un momento —dijo la voz.
Se oyeron algunos clics, y después, como tono de espera, la agradable tonada de una versión melódica de
Eleanor Rigby
llegó hasta sus oídos. Tuvo que admitir que incorporar el hilo musical era un detalle fantástico.
—Lo siento, señor Davis, está en una reunión de ventas en este momento. ¿Quiere dejarle algún mensaje?
En cuanto escuchó la frase acordada, metió la mano bajo la chaqueta y encendió la grabadora digital que acababa de adherir a su radio con sistema de activación de voz. Era la grabadora que había sacado de la parte de debajo de la mesa que había frente al sofá. Con un rápido movimiento colocó el teléfono móvil junto a la cadera y contó dos segundos; luego contó cuatro segundos más para asegurarse. En ese breve espacio de tiempo se produjo una transmisión instantánea a través del teléfono móvil. Los datos se Habrían transmitido tres veces seguidas de forma absolutamente silenciosa, de forma que si la Agencia de Seguridad Nacional estaba escuchando, solo habrían captado el sonido sibilante de la señal de cualquier móvil. En cuestión de minutos, los destinatarios de la grabación podrían escuchar la conversación del presidente con el Grupo Evento.
Con otro rápido gesto se llevó el teléfono a la oreja y dijo:
—No, gracias, ya hablaré con ella en casa. —Apretó el botón de colgar y sonrió. La traición le valdría el pago de una buena suma de dinero.
Nueva York
19.48 horas
La sede del Grupo Génesis llevaba los últimos sesenta años en el mismo edificio de la Séptima Avenida y durante ese tiempo había pasado tan desapercibida como cualquiera de los otros inmuebles que constituían una de las ciudades más grandes del mundo. Casi nadie había reparado en que solo un par de personas entraban y salían cada día del anodino edificio de arenisca, si bien los que lo hacían llegaban siempre en limusina y llevaban trajes que muy pocos, aparte de los miembros de los más selectos consejos de administración, podrían permitirse. Dieciséis aburridos pisos de estilo de principios de siglo conformaban el poco llamativo edificio Sage. Los objetos que decoraban sus siempre impolutos rincones habían sido adquiridos en las mejores tiendas de Europa y Asia. Sin embargo, la parte más extraordinaria del Sage se encontraba cinco pisos por debajo de la bulliciosa calle.