Expedición a la Tierra (2 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

BOOK: Expedición a la Tierra
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—Supongo que tuvimos que hacerlo —dijo fi­nalmente Jeryl. Estaba casi pensando para sí mis­ma, pero dejó que se escapase lo bastante de sus pensamientos para que Eris lo alcanzase a oír.

—Los has visto —contestó Eris brevemente—. Eran mayores y más fuertes que nosotros. Aunque éramos más que ellos, la partida estaba igualada; al final, creo que hubiesen ganado. Haciendo lo que hicimos, salvamos a miles de ellos de la muer­te, o de la mutilación.

La amargura volvió a entrar en sus pensamien­tos, y Jeryl no se atrevió a mirarle. Eris había co­rrido una pantalla sobre las profundidades de su mente, pero Jeryl sabía que estaba pensando en el destrozado muñón de marfil de su frente. Excepto al final, la guerra se había hecho solamente con dos armas, los cascos agudos como navajas de las pequeñas y casi inútiles garras delanteras, y los cuernos semejantes al del unicornio. Con uno de esos, Eris no podría ya nunca más luchar, y de esa pérdida procedía gran parte de la aspereza amar­gada que le hacía a veces herir hasta a los que le querían.

Eris estaba esperando a alguien, pero Jeryl no sabía a quién. Jeryl tenía demasiada experiencia para interrumpir los pensamientos de su compa­ñero cuando estaba de un humor como el de aho­ra, de modo que permaneció silenciosa a su lado, fundiendo su sombra con la de él, que se extendía a lo largo de la cumbre de la colina.

Jeryl y Eris procedían de una raza que había sido más afortunada que la mayor parte en la lote­ría de la Naturaleza, pero que sin embargo había perdido uno de los premios más importantes. Te­nían cuerpos y mentes potentes, y vivían en un mundo templado y fértil. A la mirada humana hu­biesen parecido extraños, pero en modo alguno re­pulsivos. Sus cuerpos esbeltos, recubiertos de piel peluda, se estrechaban formando un solo miembro trasero gigante que les permitía dar sobre el suelo saltos de diez metros. Los dos miembros delanteros eran mucho más pequeños, y no servían más que de apoyo y para equilibrarse; terminaban en pun­tiagudos cascos que podían ser mortales en el com­bate, pero que no tenían ninguna otra utilidad.

Tanto los atelenios como sus primos, los mitraneos, poseían poderes mentales que les habían per­mitido desarrollar unas matemáticas y una filoso­fía muy avanzadas, pero carecían de todo dominio sobre el mundo físico. Casas, herramientas, tejidos —los artefactos de toda clase—, les eran absolu­tamente desconocidos. A razas que poseían manos, tentáculos o cualquier otro método de manipula­ción, su cultura hubiese parecido increíblemente limitada; pero tal es la adaptabilidad de la mente, y la fuerza de la costumbre, que pocas veces se daban cuenta de sus limitaciones y no imaginaban ninguna otra forma de vida. Era lo natural vagar en grandes manadas sobre las fértiles llanuras, de­teniéndose donde abundaba la comida, y despla­zándose nuevamente cuando se agotaba. Esa vida nómada les había dado tiempo suficiente para la filosofía e incluso para ciertas artes. Sus poderes telepáticos no les habían privado aún de sus voces, y habían desarrollado una música vocal compleja y una coreografía más compleja aún. Pero su mayor orgullo era la extensión de sus pensamientos; por miles de generaciones habían hecho vagar sus mentes por el nebuloso infinito de la metafísica. De la
física
, así como de todas las demás ciencias de la materia, no sabían nada, ni siquiera sabían que existiese.

—Alguien viene —dijo repentinamente Jeryl—. ¿Quién es?

Eris no se tomó la molestia de mirar, pero su respuesta sonó algo tensa.

—Es Aretenon. Quedé en encontrarme con él aquí.

—Cuánto me alegro. Ustedes eran tan buenos amigos antes; me dolió cuando se pelearon.

Eris escarbó nerviosamente la hierba, como si estuviese embarazado o enojado.

—Me enojé con él cuando me abandonó duran­te la quinta batalla de la llanura. Naturalmente, entonces no sabía por qué tenía que irse.

Los ojos de Jeryl se abrieron con repentino asombro y comprensión.

—¿Quieres decir que tuvo algo que ver con la Locura, y la manera como terminó la Guerra?

—Sí. Había pocos que supiesen más que él so­bre la mente. No sé qué papel desempeñó, pero debe haber sido importante. No me figuro que nos pueda nunca decir mucho acerca de ello.

Aun a una distancia apreciable por debajo de ellos, Aretenon subía en zigzag y a grandes saltos la colina. Un poco más tarde les había alcanzado, e instintivamente bajó la cabeza para tocar cuer­nos con Eris, gesto universal de salutación. Y en­tonces se detuvo, terriblemente embarazado, y se produjo una turbada pausa, hasta que Jeryl vino a salvar la situación con algunas observaciones convencionales.

Al hablar Eris, Jeryl se sintió aliviada, pues se dio cuenta del evidente placer que aquél sentía al encontrarse nuevamente con su amigo, por vez primera después de la enojada separación en el punto culminante de la guerra. Hacía aún más tiempo que ella había visto por última vez a Aretenon, y se sorprendió al observar lo mucho que había cambiado. Era bastante más joven que Eris, pero ahora nadie lo hubiese dicho. Parte de su piel, antaño dorada, se estaba volviendo negra con la edad, y con un rasgo de su antiguo humor, Eris observó que pronto no se le podría distinguir de un mitraneo.

Aretenon se sonrió.

—Eso hubiera sido útil durante las últimas se­manas. Acabo de pasar por su país, ayudando a reunir a los Vagabundos. Como ya se podrán fi­gurar, no somos muy populares. Si hubiesen sa­bido quién era yo, no creo que hubiese vuelto.

—No estabas verdaderamente encargado de la Locura, ¿verdad? —preguntó Jeryl, incapaz de reprimir su curiosidad.

Jeryl tuvo la momentánea impresión que se formaba una espesa neblina defensiva alrededor de la mente de Aretenon, protegiendo todos sus pensamientos del mundo externo. Y vino entonces la respuesta, extrañamente ahogada, con una sen­sación de distancia que era muy rara en contacto telepático.

—No; no tenía el mando supremo. Pero sola­mente había otros dos entre mí y lo más alto.

—Naturalmente —dijo Eris con cierta petulan­cia—. Yo no soy sino un sencillo soldado y no entiendo esas cosas. Pero me gustaría saber cómo lo hicieron. Naturalmente —añadió—, ni Jeryl ni yo hablaríamos a nadie más.

Nuevamente pareció descender un velo sobre los pensamientos de Aretenon. Luego el velo se levantó, siquiera fuese tan sólo un poco.

—Hay muy poca cosa que me sea permitido decirles. Como ya sabes, Eris, siempre me interesó la mente y su funcionamiento. ¿Te acuerdas de nuestros juegos, cuando yo trataba de descubrir tus pensamientos, y tú hacías todo lo que podías para evitarlo? ¿Y cómo a veces te hacía realizar acciones contra tu voluntad?

—Pienso todavía —dijo Eris—, que no hubie­ses podido hacer aquello con un extraño, y que en realidad yo cooperaba inconscientemente.

—Eso era cierto entonces, pero ya no lo es. La prueba la tienes ahí abajo, en el valle. —E hizo un gesto hacia los últimos rezagados, que los guar­dianes iban rodeando. La marea oscura había ya casi pasado, y pronto se cerraría la entrada del valle.

—Cuando fui creciendo —continuó Aretenon—, pasé más y más tiempo investigando el funciona­miento de la mente, tratando de descubrir por qué algunos de nosotros podemos compartir tan fácil­mente nuestros pensamientos, mientras que otros no pueden nunca conseguirlo, sino que tienen que permanecer siempre aislados y solitarios, forzados a comunicarse por medio de sonidos y gestos. Y me fascinaban aquellas mentes que están comple­tamente desequilibradas, de modo que quienes las poseen parecen ser menos que niños.

»Cuando comenzó la Guerra, tuve que abando­nar aquellos estudios. Y luego, como ya saben, me llamaron un día durante la quinta batalla. Incluso ahora, no estoy bien seguro de quién fue la causa. Me llevaron a un lugar muy lejos de aquí, donde encontré un pequeño grupo de pensadores, a mu­chos de los cuales ya conocía.

»El plan era sencillo, y tremendo. Desde el ama­necer de nuestra raza hemos sabido que dos o tres mentes, unidas, podían ser utilizadas para contro­lar otra mente,
si esa quería
, en la forma en que acostumbraba a dominarte a ti. Desde tiempos re­motos hemos empleado ese poder para curar. Aho­ra proyectamos utilizarlo para destruir.

»Había dos dificultades principales. Una se re­lacionaba con la curiosa limitación de nuestro po­der telepático normal, el hecho que, excepto en raras ocasiones, solamente podemos tener contacto a distancia
con alguien a quien ya conocemos
, y no podemos comunicarnos con extraños más que cuando estamos en su presencia.

»El segundo, y mayor problema, era que se ne­cesitaría el poder de muchas mentes, y hasta en­tonces nunca había sido posible unir más de dos o tres. La forma en que lo conseguimos, es nuestro principal secreto; como todas esas cosas, ahora que lo hemos logrado parece fácil. Y una vez comenzamos, fue más sencillo de lo que habíamos supues­to. Dos mentes son más poderosas que el doble de una, y tres son mucho más poderosas que tres ve­ces una sola. La relación matemática exacta es in­teresante. Ya sabes cuán rápidamente aumenta el número de maneras en que puede ser ordenado un grupo de objetos, al aumentar el tamaño del grupo. Pues bien, en nuestro caso se da una rela­ción semejante.

»Y así conseguimos finalmente nuestra Mente Compuesta. Al principio era inestable, y solamen­te conseguimos mantenerla junta durante unos cuantos segundos. Todavía constituye un esfuerzo enorme para nuestros recursos mentales, y sola­mente podemos hacerlo durante…, bueno, durante el tiempo suficiente.

»Como es natural, todos estos experimentos fue­ron realizados con el mayor secreto. Si podíamos hacerlo nosotros, también podían hacerlo los mitraneos, pues sus mentes son tan buenas como las nuestras. Teníamos cierto número de ellos pri­sioneros, y los empleamos como sujetos.

Por un instante, el velo que había ocultado los pensamientos internos de Aretenon pareció tem­blar y disolverse, pero pronto se rehizo.

—Eso fue la peor parte. Ya era bastante terrible enviar locura a un país distante, pero era infinita­mente peor poder observar con nuestros propios ojos los efectos de lo que hacíamos.

»Cuando hubimos perfeccionado nuestra técni­ca, efectuamos los primeros ensayos a larga dis­tancia. Nuestra víctima fue alguien tan bien conocido de uno de nuestros prisioneros —de cuya mente nos habíamos apoderado—, que pudimos identificarlo completamente, de modo que la dis­tancia entre nosotros no fue un obstáculo. El ex­perimento salió bien, pero naturalmente nadie sos­pechó que nosotros éramos los causantes.

»No volvimos a operar hasta que estuvimos se­guros que nuestro ataque sería tan avasallador que terminaría la Guerra. Por las mentes de nues­tros prisioneros habíamos identificado a unos vein­te mitraneos —sus amigos y parientes—, con tal detalle que podíamos encontrarlos y destruirlos. Cada mente que caía bajo nuestro ataque nos per­mitía el conocimiento de otras, y así fue aumen­tando nuestro poder. Pudimos haber hecho mucho más daño del que hicimos, porque solamente to­mamos a los machos.

—¿Y fue eso —dijo Jeryl amargamente—, real­mente tan misericordioso?

—Quizá no; pero hay que recordarlo en nues­tro favor. Nos detuvimos tan pronto como el ene­migo pidió la paz, y como sólo nosotros sabíamos lo que había ocurrido, fuimos a su país para des­hacer todo el daño que pudiésemos. Fue, en ver­dad, muy poco.

Se hizo un largo silencio. El valle estaba ahora desierto, y el blanco sol se había puesto. Soplaba un viento frío sobre las colinas, pasando a donde nadie podía seguirlo, hacia afuera, a través del vacío y no surcado mar. Eris habló entonces, susu­rrando casi sus pensamientos en la mente de Aretenon.

—No viniste para decirme esto, ¿verdad? Hay algo más. —Era una afirmación más que una pregunta.

—Sí —replicó Aretenon—. Tengo un mensaje para ti que te sorprenderá mucho. Es de Terodimus.

—¡Terodimus! Yo creía…

—Creíste que había muerto, o, peor aún, que era un traidor. No es ni lo uno ni lo otro, aunque ha vivido en territorio enemigo durante los últi­mos veinte años. Los mitraneos le trataron como nosotros, y le dijeron todo lo que necesitaba. Re­conocieron su mente por lo que era, e incluso du­rante la Guerra, nadie le tocó. Ahora quiere vol­verte a ver.

Cualesquiera que fuesen las emociones que sin­tió Eris al recibir noticias de su antiguo maestro, no las reveló. Quizá pensaba en su juventud, re­cordando ahora que Terodimus había desempeña­do un papel más importante en la formación de su mente que ninguna otra influencia por sí sola. Pero sus pensamientos no eran asequibles ni a Aretenon, ni siquiera a Jeryl.

—¿Qué ha estado haciendo todo este tiempo? —preguntó finalmente Eris—. ¿Y por qué quiere verme ahora?

—Es una historia larga y complicada —dijo Aretenon—, pero Terodimus ha realizado un des­cubrimiento tan notable como el nuestro, y que quizá tenga consecuencias aún más importantes.

—¿Descubrimiento? ¿Qué clase de descubri­miento?

Aretenon hizo una pausa, mirando pensativo a lo largo del valle. Regresaban los guardianes, de­jando solamente los pocos que se necesitarían para ocuparse de posibles prisioneros vagabundos.

—Tú sabes tanto de nuestra historia como sé yo, Eris —comenzó—. Creemos que se tardó algo así como un millón de generaciones para que al­canzásemos nuestro nivel actual de desarrollo, y esto es un espacio de tiempo tremendo. Casi todo el progreso que hemos realizado ha sido debido a nuestros poderes telepáticos; sin ellos seríamos muy poco distintos de los demás animales que muestran semejanzas tan desconcertantes con no­sotros mismos. Estamos muy orgullosos de nuestra filosofía y de nuestras matemáticas, de nuestra música y baile, pero ¿se te ha ocurrido alguna vez, Eris, que podría haber otras direcciones de desarrollo cultural en las cuales no hemos ni tan sólo pensado? ¿
Que podría haber otras fuerzas en el Universo, además de las mentales
?

—No comprendo lo que quieres decir —dijo Eris con despego.

—Es difícil de explicar, y no voy a intentarlo, excepto para decir lo siguiente. ¿Te das cuenta de lo lamentablemente escaso que es nuestro dominio sobre el mundo exterior, y lo realmente inútiles que son estos miembros nuestros? No, no puedes darte cuenta, porque no has visto lo que yo he visto. Pero quizá esto te lo hará comprender.

La estructura de los pensamientos de Aretenon modularon repentinamente en una clave menor.

—Recuerdo haberme encontrado una vez con un macizo de hermosas y extrañamente complica­das flores. Quise saber cómo eran por dentro, y traté de abrir una, sujetándola entre mis pezuñas, y abriéndola con mis dientes. Traté una y otra vez, y fracasé. Al final, medio loco de rabia, pateé todas aquellas flores en el polvo.

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