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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (48 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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Y de repente, la desbandada. Fue como si hubiera reventado un dique, primero un reguero de hombres dirigiéndose al río y luego el cuerpo principal que retrocedía. De repente, aquellas magníficas huestes que yo había visto en Maian Mir se habían disuelto en una masa de fugitivos que corrían hacia el puente de barcos, cayendo al río a cada lado, o tratando de escapar por las orillas. En pocos momentos, toda la longitud del puente estaba atestada de hombres luchando, de caballos e incluso de cañones, tratando vanamente de atravesarlo; el simple peso de todos ellos y la fuerza de la corriente hizo que la gran línea de barcazas se curvara como un gigantesco arco estirado hasta el límite. El puente se movió a un lado y otro, medio sumergido, con el agua marrón burbujeando por encima como una presa, y de pronto se soltó, los dos finales se separaron y los miles de soldados arremolinados fueron arrojados a la corriente.

En un instante, todo el río debajo de mí se vio lleno de hombres, animales y despojos. Era como si hubieran echado al agua un montón de troncos, tan espesos que no dejaban casi ver el agua, pero los leños eran hombres y caballos y un gran revoltijo de objetos arrastrados por la fuerza de la corriente. Barcazas volcadas a las que se agarraban enjambres de hombres como hormigas fueron empujados unas contra otros, dando vueltas hasta perderse en el remolino o encallar en las orillas fangosas; por primera vez, por encima del estruendo del fuego, pude oír voces humanas: los gritos de los heridos y los de los hombres que se ahogaban. Algunos pudieron sobrevivir a aquel primer espantoso torbellino cuando cedió el puente, pero no muchos, porque mientras se los llevaba la corriente río abajo, nuestra artillería ligera se dirigió a la orilla del sur y preparó sus piezas para peinar el río de orilla a orilla con metralla y granadas, convirtiéndolo en una espumosa carnicería. Los yanquis hablan de «disparar a unos peces en un barril»; ése fue el destino del khalsa, flotando indefenso en el Satley. Más allá del puente, la carnicería fue aún mayor, porque allí el agua era más profunda; la cosa fue que mientras la gran masa de fugitivos luchaba por cruzar el vado con el agua al cuello, se vieron atrapados en un fuego cruzado de fusilería y artillería. Incluso los que se las arreglaron para alcanzar la orilla norte se vieron atrapados en la descarga mortal de metralla mientras luchaban por salir, y sólo unos pocos, me dijeron, lograron escapar.

Más abajo, cientos de cuerpos a la defensiva o luchando frenéticamente, se vieron arrastrados o empujados a la orilla por una ola marrón espantosamente veteada de rojo, mientras los disparos salpicaban el agua a su alrededor. Junto a la orilla, donde la corriente tenía más fuerza, el Satley bajaba completamente rojo.

Al otro lado de mi posición vi las casacas rojas de nuestra infantería, británicos e indios alineados en las orillas, disparando tan presto como podían cargar. Entre ellos había cañones ligeros y obuses de campaña recién capturados que vomitaban su fuego en la orilla por debajo de mí, y yo me acurruqué en mi refugio, echado de cara y apretado instintivamente contra el suelo como para enterrarme en él. No sabría decir cuánto tiempo duró aquello: diez minutos, quizás. Entonces aquella infernal andanada empezó a debilitarse, una corneta en el extremo más lejano dio la orden de alto el fuego, y gradualmente los cañones se callaron, y lo único que resonó en mis oídos casi ensordecidos era el río, que bajaba tumultuoso.

Me quedé echado durante media hora, demasiado estremecido para levantarme del seno de la Madre Tierra, y avancé hacia delante en la repisa y miré hacia abajo, todo lo lejos que abarcaba mi vista, y vi que la orilla estaba repleta de cadáveres, algunos en la propia orilla, otros retenidos en los remansos escarlata y algunos más flotando en la corriente, también las orillas fangosas estaban cubiertas de cadáveres. Aquí y allá alguien se movía, pero no recuerdo haber oído ni un solo grito. Aquello fue lo más extraño de todo, porque en los campos de batalla que he visto se oía un coro incesante de gritos y lamentos de heridos y moribundos. Allí no, nada sino el sonido siseante de la corriente entre las cañas. Me quedé quieto, mirando a la luz del mediodía, demasiado agotado para moverme, y ya no vi más cuerpos flotando en el vado de arriba, ni en las destrozadas cabezas de puente, ni en las líneas humeantes de Sobraon. Luego llegaron los buitres, pero a ustedes seguramente no les gustará que les cuente eso, y yo no quise mirar; cerré los doloridos ojos y enterré la cabeza entre los brazos, escuchando el distante golpeteo de las explosiones de la otra orilla mientras los fuegos que ardían en las líneas
sijs
alcanzaban los almacenes abandonados. Las cabañas de la cabeza de puente estaban ardiendo también, y el humo se espesaba sobre el río.

Si se preguntan por qué me quedé allí, en parte fue porque estaba exhausto, pero también por precaución. Sabía que habría algunos supervivientes en mi lado del río, sin duda apenados de dolor y resentimiento, y no deseaba encontrarme con ellos. No se oía ni un ruido desde las posiciones de reserva que tenía detrás de mí, e imaginé que los artilleros
sijs
se habían ido, pero no me moví hasta que estuve seguro de que la costa estaba libre y había amigos cerca. Dudaba si nuestra gente cruzaría el río aquel día. John Company estaría cansado como un perro, lamiéndose las heridas, quitándose las botas y dándole gracias a Dios por haber llegado al final.

Porque todo había acabado, sin duda alguna. En muchas guerras el hecho de matar es sólo el medio para llegar a un final político, pero en la campaña del Satley fue el propio fin. La guerra se había hecho para destruir al khalsa, de raíz, y el resultado yacía a montones, a millares, en las orillas del río, más abajo de Sobraon. Los gobernantes y líderes
sijs
tramaron aquello, John Company lo había ejecutado… y el khalsa fue al sacrificio. Bueno,
salaam khalsa-ji. Sat
-
sree
-
akal
. Ya era hora.

«Por ese niño. Y por nuestro sustento.» Las palabras de Gardner volvieron a mí mientras yacía en aquella repisa arenosa, dejando que los recuerdos volaran libremente, como sucede cuando estamos a punto de dormir. Las caras barbudas de aquellos espléndidos batallones, en revista en Maian Mir, dirigiéndose a la guerra por la puerta de Moochee, Imam Shah mirando las enaguas caídas encima de sus botas, Maka Khan torvo y tieso mientras los
panches
rugían detrás de él: «¡A Delhi! ¡A Londres!». Aquel furioso
akali
, con el brazo levantado, acusador, Sardul Singh gritando todo excitado mientras cabalgábamos hacia el río, el viejo
rissaldar
-
major
, con las lágrimas deslizándose por sus mejillas… y una hurí vestida de rojo y oro coqueteando en su
durbar
, borracha, incitándoles, halagándoles, ganándoselos, para poderlos traicionar hasta llegar a esta carnicería… De pie medio desnuda ante los restos ensangrentados del cadáver de su hermano, con la espada en la mano: «¡Yo arrojaré la serpiente a vuestro pecho!». Al final ella lo había conseguido. Jawaheer estaba vengado.

Y si me preguntan qué habría pensado ella si hubiera podido ver en una bola de cristal aquel día y el resultado de su trabajo en las orillas del Satley, creo que habría sonreído, habría bebido otro lento sorbo de licor, se habría desperezado y habría llamado a Rai y al Python.

18

Dicen que murieron diez mil soldados del khalsa en el Satley. No me importó entonces y sigue sin importarme ahora. Ellos habían empezado y al infierno con ellos, como el viejo Colin Campbell solía decir. Si me dicen que la muerte de cualquier hombre me afecta, yo replicaré que a él mismo le afecta muchísimo más, y si es un khalsa
sij
, que le aproveche.

Conociéndome, no se maravillarán de mi insensibilidad, pero pueden preguntarse por qué Paddy Gough, el vejete más simpático que nunca palmoteara la cabeza de un bebé, se ensañó tan cruelmente con ellos cuando ya estaban derrotados y huían. Tenía buenas razones, y una de ellas es que no se debe dejar a un adversario valeroso hasta que grita: «¡Me rindo!», lo cual los
sijs
no estaban inclinados a hacer. Yo no habría confiado demasiado en que lo hicieran. La verdad es que no se puede sentir demasiada compasión por un enemigo que jamás toma prisioneros y disfruta cortando a pedacitos a los heridos, como ocurrió en Sobraon y Firozabad. Aunque Gough hubiera querido detener la matanza, dudo que nadie le hubiera secundado.
[137]

Pero la mejor razón para eliminar al khalsa era que si escapaban en número suficiente, todo aquel asqueroso asunto volvería a empezar de nuevo, con la consecuente pérdida de británicos y cipayos. Es algo que los moralistas pasan por alto (o mejor, les importa un pimiento) cuando gritan: «¡Piedad para el enemigo vencido!». Lo que están diciendo en realidad es: «Matemos a nuestros compañeros de mañana antes que a nuestros enemigos de hoy». Pero ellos no creen que tengan la culpa de esa situación; quieren que sus guerras se ganen limpia y cómodamente, con buena conciencia. (Sus conciencias son mucho más preciosas para ellos que la vida de sus propios soldados, ¿comprenden?) Bueno, eso está muy bien si uno se encuentra en el Club Liberal con el estómago lleno de oporto al final de la cena, pero si tocaran la campanilla y no viniese un camarero con una servilleta sino un
akali
con un
tulwar
, quizá cambiasen de opinión. La distancia siempre añade agudeza a la vista, es algo que tengo observado.

Yo mismo estaba incómodamente cerca, y mi única preocupación después de dormir durante la noche fue escabullirme y unirme al ejército. El problema fue que cuando salí de mi refugio y me puse de pie, me derrumbé de nuevo y casi me caigo en el borde mismo. Hice otro intento con el mismo resultado, y me di cuenta de que me dolía la cabeza, me encontraba muy enfermo y mareado y sudaba como un calderero de Adén, y que algún infernal bicho del Satley estaba bailando una polca en mis intestinos. De hecho padecía disentería, que no resulta fatal pero sí una condenada molestia, e incluso en el mejor de los casos te deja débil como un corderito, lo cual es un inconveniente cuando la ayuda más cercana se encuentra a treinta kilómetros de distancia. Porque aunque oía nuestras cornetas tocando
Charlie, Charlie
al otro lado del río, no podía gritar, y no digamos nadar.

Moviéndome sobre todo a cuatro patas, hice una cautelosa supervisión de los emplazamientos en la orilla detrás de mí; afortunadamente, estaban vacíos. Las reservas
sijs
habían levantado el campamento, llevándose sus cañones con ellas. Pero ése era un consuelo pequeño, y yo estaba acariciando ya la idea absurda de arrastrarme hasta la orilla repleta de cadáveres, encontrar un tronco y flotar hacia el
ghat
de Firozpur, cuando entre la niebla del amanecer apareció la visión más hermosa que yo había contemplado en todo aquel año: las casacas azules y los
pugarees
rojos de una tropa de la Caballería nativa, con un pequeño corneta a la cabeza. Saludé y grité débilmente, y cuando le hube convencido de que no era un
gorrachar
fugitivo y recibí la inevitable y alentadora respuesta: «No será Flashman… el Flashman de Afganistán, ¿verdad? ¡Oh, Dios mío!», nos hicimos muy amigos.

Eran del Octavo de Ligeros de la división de Grey, que había estado vigilando el río en Attaree, y les habían ordenado que atravesaran la noche anterior, en cuanto Gough supo que tenía ganada la batalla. Más tropas nuestras estaban pasando por el
ghat
de Firozpur y el Nuggur Ford, porque Paddy estaba preocupado por asegurar la orilla norte y acabar con los restos del khalsa antes de que ellos pudieran recuperarse y causar algún daño. Diez mil habían desaparecido de Sobraon, con todos sus cañones de reserva, y se rumoreaba que había otros veinte mil en el camino de Amritsar, así como las guarniciones de la colina, mucho más de lo que teníamos nosotros mismos.

—¡Pero ellos no valen un pepino ahora! —gritó el corneta—. Sus
sirdars
se han largado y están casi sin suministros o municiones. Y la paliza que recibieron ayer les habrá quitado las ganas de seguir, diría yo —añadió, lamentándose—. ¿Estuvo usted en la batalla? ¡Oh, señor, cómo me habría gustado tener su suerte! ¡Qué trabajo más pesado el mío, ir caminando patrullando el río, y no oler ni un
sij
en todo el tiempo! ¡Cuánto me hubiera gustado dar una buena zurra a esos villanos!

Entre su cháchara incesante y tener que meterme entre los arbustos cada kilómetro mientras el pelotón con mucho tacto miraba a otro lado, yo estaba bastante hecho polvo cuando alcanzamos el Nuggur Ford. Allí me tendieron en una camilla en un hospital de Campaña
basha
, y un enfermero nativo me llenó de jalapa. Le di a mi pequeño bravucón una nota para que la entregara a Lawrence, donde quiera que estuviera, en la que describía mi situación y estado, y al cabo de un par de días en aquella choza infecta, viendo cómo se deslizaban los lagartos por las vigas podridas y deseando estar muerto, recibí la siguiente contestación:

Departamento Político

Camp, Kussoor,

13 de febrero de 1846

Mi querido Flashman: me alegro mucho de que esté a salvo, y confío que, cuando esto llegue hasta usted, su indisposición haya remitido lo suficiente para permitirle reunirse conmigo sin demora. El asunto es urgente.

Suyo afectísimo,

H. M. LAWRENCE

Esto me dio muy mala espina, puedo asegurárselo: «asuntos urgentes» era lo último que yo necesitaba precisamente en aquel momento. Pero también era tranquilizador, porque no había referencia alguna a mi fracaso con Dalip, e intuí que Goolab no había perdido tiempo en avisar ni a Lawrence ni a Hardinge de que tenía a su cargo al chico como una gallina clueca. Sin embargo, yo no me había cubierto precisamente de gloria, y conociendo el disgusto que experimentaba Hardinge por mí, me sorprendí al encontrarme con tal solicitud; yo había pensado que él se sentiría feliz de mantenerme alejado hasta que se concluyera el acuerdo de paz. Sabía demasiado de los enredos del Punjab para su tranquilidad, y ahora que ellos estaban a punto de arreglarlo todo para mutua satisfacción y provecho, con esa sublime hipocresía expresada en bellos términos, ninguno de los bandos querría que se le recordasen las intrigas y traiciones que se habían consumado en Moodkee, Firozabad y Sobraon. Las cosas les resultarían más fáciles si no tenían al primer agente implicado en todo aquel sucio negocio a su espalda, mirándoles maliciosamente, en la tienda del
durbar
donde firmaban la paz.

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