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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fundación y Tierra (55 page)

BOOK: Fundación y Tierra
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—Realmente único —le interrumpió Trevize—, por lo que sabemos o por lo que el ordenador nos indica.

—Entonces, éste debe ser el sistema planetario del que la Tierra forma parte. Nadie podría inventarse un planeta semejante. Alguien tuvo que verlo para poder describirlo.

—Ahora estoy dispuesto a creer todo lo que dicen tus leyendas —dijo Trevize—. Si éste es el sexto planeta, ¿será la Tierra el tercero?

—Exacto, Golan.

—Entonces yo diría que estamos a menos de mil quinientos millones de kilómetros de la Tierra, y nadie nos ha detenido. Gaia nos detuvo cuando nos acercamos a ella.

—Estabas más cerca de Gaia cuando te detuvieron —dijo Bliss.

—Sí pero yo considero que la Tierra es más poderosa que Gaia, y creo que esto es una buena señal. Si no somos detenidos, quizá signifique que la Tierra no se opone a nuestra llegada.

—O que la Tierra no existe —dijo Bliss.

—¿Quieres apostar algo esta vez? —preguntó Trevize con acritud.

—Lo que creo que Bliss quiere decir —terció Pelorat —es que la Tierra puede ser radiactiva, como todos parecen pensar, y que nadie nos detiene porque no hay vida en ella.

—No —repuso Trevize enérgicamente—. Estoy dispuesto a creer cualquier cosa que se diga de la Tierra, menos eso. Nos acercaremos lo bastante para verla. Y tengo la impresión de que nadie nos lo impedirá.

Los gigantes gaseosos quedaron muy atrás. Un cinturón de asteroides se hallaba en el lado interior del gigante gaseoso más próximo al sol. Era el más grande y con más masa de todos ellos, tal como las leyendas contaban.

Dentro del cinturón de asteroides había cuatro planetas.

Trevize los estudió con atención.

—El tercero es el más grande. Tiene las dimensiones adecuadas y está a la distancia precisa del sol. Podría ser habitable.

Pelorat captó lo que parecía un tono de incertidumbre en las palabras de Trevize.

—¿Tiene atmósfera? —preguntó.

—¡Oh, sí! —respondió Trevize—. El segundo, el tercero y el cuarto planetas tienen atmósfera. Y, como en el viejo cuento infantil, la del segundo es demasiado densa, la del cuarto no lo bastante densa, pero la del tercero está en el justo término medio.

—Entonces, ¿crees que puede ser la Tierra?

—¿Creerlo? —preguntó Trevize, casi con indignación—. No tengo que creer nada. Es la Tierra. Tiene el satélite gigante que tú decías.

—¿Lo tiene? —dijo Pelorat, y en su semblante se pintó la más amplia sonrisa que Trevize jamás había visto en él.

—Desde luego. Míralo aquí, ampliado al máximo.

Pelorat vio dos medias lunas, una de ellas mucho más grande y brillante que la otra.

—La más pequeña, ¿es su satélite? —preguntó.

—Sí. Está bastante más lejos del planeta de lo que cabría esperar, pero no hay duda de que gira alrededor de él. Tiene el tamaño de un pequeño planeta; en realidad, es más pequeño que cualquiera de los cuatro planetas interiores que giran alrededor del sol. Sin embargo, tiene demasiada masa para ser un satélite. Su diámetro es de dos mil kilómetros al menos o sea un tamaño parecido al de los grandes satélites que giran alrededor de los gigantes gaseosos.

—¿No es mayor? —dijo Pelorat, que pareció contrariado—. Entonces, ¿no es un satélite gigante?

—Claro que si, un satélite con un diámetro de dos a tres mil kilómetros y que gira alrededor de un enorme gigante gaseoso es una cosa. Ese mismo satélite, girando alrededor de un pequeño y rocoso planeta habitable, es otra completamente distinta. Ese satélite tiene un diámetro equivalente a más de un cuarto del de la Tierra. ¿Cuándo oíste hablar de semejante proporción en el caso de un planeta habitable?

—Yo se muy poco de esas cosas —expuso Pelorat con timidez.

—Entonces, acepta mis palabras —dijo Trevize —Se trata de un caso único. Estamos viendo algo que es prácticamente un planeta doble, y hay pocos planetas habitables que tengan algo mas que unos guijarros girando en órbita a su alrededor. Si consideras, Janov, que el gigante gaseoso con su enorme sistema de anillos se halla en sexto lugar, y que este planeta con su enorme satélite se encuentra en el tercero, de acuerdo con lo que dicen sus leyendas y que nos parecía inverosímil antes de que lo viésemos, entonces, el mundo que estás mirando tiene que ser la Tierra. No puede ser otra cosa. La hemos encontrado, Janov, la hemos encontrado.

Hacia dos días que avanzaban lentamente en dirección a la Tierra, y Bliss bostezó mientras comían.

—Me parece que hemos pasado mucho tiempo acercándonos y alejándonos de planetas. En realidad hemos invertido semanas en ello.

—Eso se debe en parte —dijo Trevize —a que los saltos son demasiado peligrosos si se dan demasiado cerca de una estrella. Y en este caso, avanzamos con mucha lentitud porque no quiero exponerme a posibles peligros.

—Me parece que dijiste que tenías la impresión de que no seriamos detenidos.

—Y lo repito, pero no quiero apostarlo todo a una impresión —Trevize miro el contenido de su cuchara antes de llevársela a la boca y dijo: —¿Sabéis una cosa? Añoro el pescado que nos dieron en Alfa.

Solo comimos allí tres veces.

—Una lástima —convino Pelorat

—Bueno —dijo Bliss —Visitamos cinco mundos y tuvimos que salir con tanta precipitación de cada uno de ellos que no nos dio tiempo de abastecer nuestra despensa con alimentos variados. Incluso cuando los mundos podían ofrecernos comestibles, como Comporellon y Alfa, y quizás en…

No terminó la frase, pues Fallom levantó rápidamente la cabeza y la concluyó por ella.

—¿Solaria? ¿No pudisteis conseguir comida allí? La hay en abundancia. Tanto como en Alfa. Y de mejor calidad.

—Lo sé, Fallom —dijo Bliss—. Pero no tuvimos tiempo.

Fallom la miró con aire solemne.

—¿Volveré a ver a Jemby, Bliss? Dime la verdad.

—Es posible, si volvemos a Solaria —respondió ella.

—¿Lo haremos algún día?

Bliss vaciló.

—No lo sé.

—Ahora vamos a la Tierra, ¿verdad? ¿No es ése el planeta del que decís que todos procedemos?

—Donde tuvieron su origen nuestros antecesores —dijo Bliss.

—Ya sé decir «antepasados» —se encrespó Fallom.

—Sí, vamos a la Tierra.

—¿Por qué?

—¿Acaso no desearía cualquiera ver el mundo de sus antepasados? —dijo Bliss como sin concederle importancia.

—Creo que hay algo más. Todos parecéis muy preocupados.

—Es que nunca hemos estado allí. No sabemos lo que nos espera.

—Creo que todavía hay más.

Bliss sonrió.

—Ya has terminado de comer, querida Fallom; por consiguiente, ¿por qué no vas a la habitación y nos ofreces un pequeño concierto de flauta? Cada día la tocas mejor. Vamos, vamos.

Dio una palmada en el trasero a Fallom para que se diese prisa, y ésta salió, pero volviéndose antes para dirigir una profunda mirada a Trevize.

Él la siguió con la vista en la que reflejó un claro disgusto.

—¿Lee esa cosa las mentes?

—No la llames «cosa», Trevize —dijo vivamente Bliss.

—¿Lee las mentes? Tu deberías saberlo.

—No, no lo hace. Ni puede hacerlo Gaia, y tampoco los de la Segunda Fundación. Leer las mentes como quien oye una conversación o percibe ideas exactas es algo que no puede hacerse ahora, ni se hará en un futuro previsible. Podemos detectar, interpretar y, hasta cierto punto, manipular las emociones, pero esto es algo muy distinto.

—¿Cómo sabes que ella no es capaz de hacer lo que se supone no puede hacerse?

—Porque, como tú acabas de decir, yo debería saberlo.

—Tal vez te está manipulando para que sigas ignorando el hecho de que sí es capaz de hacerlo.

Bliss puso los ojos en blanco.

—Sé razonable, Trevize. Aunque ella tuviese facultades extraordinarias, no podría hacer nada conmigo, porque yo no soy Bliss, soy Gaia. Siempre lo olvidas. ¿Tienes idea de la inercia mental que representa todo un planeta? ¿Crees que un Aislado, por inteligente que sea, puede superarla?

—Tú no lo sabes todo, Bliss; por consiguiente, no te confíes demasiado —dijo hoscamente Trevize—. Esa co…, ella lleva poco tiempo con nosotros. Durante este período, yo sólo habría podido aprender los rudimentos de un idioma; ella, sin embargo, habla el galáctico a la perfección y posee un vocabulario virtualmente completo. Sí, ya sé que tú la has ayudado; pero quisiera que dejases de hacerlo.

—Te dije que la ayudaba, pero también te comenté que tiene una inteligencia extraordinaria. Lo suficientemente importante como para que yo desee que llegue a formar parte de Gaia. Si pudiésemos llevarla allí, si todavía fuese lo bastante joven, aprenderíamos mucho sobre los solarianos para poder absorber, en definitiva, todo su mundo. Nos resultaría muy útil.

—¿Has pensado que los solarianos son Aislados patológicos, incluso según mi criterio?

—No lo serían si formasen parte de Gaia.

—Creo que te equivocas, Bliss. Me parece que esa criatura solariana es peligrosa y deberíamos librarnos de ella.

—¿Cómo? ¿Arrojándola por la portezuela? ¿Matándola, troceándola e incorporándola a nuestra despensa?

—¡Oh, Bliss! —exclamó Pelorat.

—Eso es repugnante y completamente inoportuno —dijo Trevize. Después, escuchó un momento. La flauta sonaba sin un fallo ni la menor vacilación, y ellos habían estado hablando en voz baja—. Cuando todo esto termine, tenemos que devolverla a Solaria y asegurarnos de que aquel mundo permanezca separado de Galaxia para siempre. Mi propia impresión es que el planeta debería ser destruido. Desconfío de él y lo temo.

Bliss estuvo pensativa durante un rato.

—Trevize —dijo—, sé que tienes el don de tomar la decisión acertada, pero también sé que Fallom te ha resultado antipática desde el primer momento. Sospecho que esto pueda deberse a que te viste humillado en Solaria y, de resultas de ello, concebiste un odio violento contra el planeta y sus moradores. Como no debo jugar con tu mente, no puedo estar seguro de ello. Por favor, recuerda que si no hubiésemos traído a Fallom con nosotros, ahora estaríamos en Alfa…, muertos y, según presumo, enterrados.

—Ya lo sé, Bliss, pero aun así.

—Y su inteligencia tiene que ser admirada, no envidiada.

—Yo no la envidio. La temo.

—¿Su inteligencia?

Trevize se humedeció los labios, reflexivamente.

—No, no es eso.

—Entonces, ¿qué?

—No tengo idea. Si supiese lo que temo, Bliss, tal vez no me sentiría así. Es algo que no acabo de comprender. —Bajó la voz, como si hablase consigo mismo—. La galaxia parece estar llena de cosas que no comprendo. ¿Por qué escogí Gaia? ¿Por qué tengo que encontrar la Tierra? ¿Falta un eslabón en la psicohistoria? De ser así, ¿cuál? Y por encima de todo, ¿por qué me inquieta Fallom?

—Por desgracia —repuso Bliss—, no puedo contestar esas preguntas.

—Se levantó y salió de la habitación.

Pelorat la siguió con la mirada.

—Seguramente, el panorama no es tan negro, Golan —dijo—. Estamos acercándonos a la Tierra. Cuando lleguemos a ella, tal vez todos los misterios se resuelvan. Y hasta ahora nada parece querer impedir nuestra llegada.

Trevize miró a Pelorat.

—Quisiera que algo la impidiese —murmuró en voz baja.

—¿De veras? —preguntó Pelorat—. ¿Por qué habrías de quererlo?

—Con franqueza, me gustaría ver algún signo de vida.

Pelorat abrió mucho los ojos.

—¿Has descubierto que la Tierra es radiactiva a fin de cuentas?

—No. Pero está caliente. Mucho más de lo que yo esperaba.

—¿Y eso es malo?

—No necesariamente. El calor puede ser excesivo, pero esto no la hace inhabitable. La gruesa capa de nubes es de vapor de agua; esas nubes, junto con el agua copiosa del océano, podrían hacer posible la vida a pesar de la temperatura que hemos calculado gracias a la emisión de microondas. Todavía no puedo estar seguro. Pero…

—¿Qué Golan?

—Bueno, si la Tierra fuese radiactiva, eso explicaría que hiciese más calor de lo esperado en ella.

—Pero el argumento no puede invertirse, ¿verdad? Si hace en ella más calor de lo esperado, no significa que deba ser radiactiva.

—No. Tienes razón. —Trevize sonrió forzadamente—. Es inútil que demos vueltas al problema. Dentro de un día o dos, podré decir algo más acerca de todo esto y lo sabremos con seguridad.

Fallom se hallaba sentada en la litera, sumida en hondos pensamientos, cuando Bliss entró en la habitación. Fallom la miró un instante y bajó la mirada de nuevo.

—¿Qué te pasa, Fallom? —preguntó Bliss a media voz.

—¿Por qué me tiene Trevize tanta antipatía, Bliss?

—¿Por qué piensas eso?

—Me mira con impaciencia… ¿Es ésta la palabra?

—Puede serlo.

—Me mira con impaciencia cuando estoy cerca de él. Siempre pone mala cara.

—Son tiempos difíciles para Trevize, Fallom.

—¿Porque está buscando la Tierra?

—Sí.

Fallom pensó durante un rato.

—Sobre todo se impacienta cuando muevo algo con el pensamiento —dijo al cabo de unos instantes.

Bliss apretó los labios.

—Bueno, Fallom, ¿no te dije que no debías hacerlo, y en especial en presencia de Trevize?

—Fue ayer, en esta habitación; él se hallaba en la puerta y yo no me había dado cuenta. No sabía que me estaba mirando. De todos modos, sólo intentaba que uno de los libros de películas de Pel se mantuviese sobre una punta. No hacía ningún daño.

—Pero eso le pone nervioso, Fallom, y no quiero que lo hagas, tanto si él está presente como si no.

—¿Se pone nervioso porque él es incapaz de hacerlo?

—Tal vez.

—¿Puedes hacerlo tú?

Bliss sacudió lentamente la cabeza.

—No.

—Pero tú no te pones nerviosa cuando yo lo hago. Y tampoco le ocurre a Pel.

—Todas las personas no son iguales.

—Lo sé —dijo Fallom, con una súbita dureza que sorprendió a Bliss y le hizo fruncir el ceño.

—¿Qué es lo que sabes, Fallom?

—Que yo soy diferente.

—Desde luego, acabo de decírtelo. Todas las personas no son iguales.

—Mi cuerpo es distinto. Y puedo mover cosas.

—Tienes razón.

—Yo debo mover cosas —dijo Fallom con una sombra de rebeldía—.

Trevize no debería enfadarse conmigo por eso, y tú no tendrías que prohibírmelo.

—Pero, ¿por qué debes mover cosas?

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