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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (23 page)

BOOK: Gente Independiente
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Pero incluso el ama de llaves no se encontraba en condiciones de resolver el problema, o no quería hacerlo. Por lo que Olafur de Ystadalur continuó diciendo:

—Lo que más me extraña en estos mequetrefes es, sin embargo, lo siguiente: que se dice que ha sido demostrado que los chiquillos recién nacidos pueden nadar por su propia voluntad, si se les pone en el agua. ¿Lo has intentado alguna vez, Guóny?

No, Guóny jamás lo había intentado y aconsejó secamente a Olafur que no lo divulgase demasiado, si alguna vez pensaba probarlo con sus propios hijos… Porque un experimento así podía ser interpretado de distintos modos.

Olafur dijo que no había peligro de ello, porque él pertenecía al tipo de los que no se entremeten demasiado con los bebés recién nacidos.

—Pero —añadió— a veces he tenido ocasión de eliminar a algunos cachorros recién nacidos, y puedo decirte de ellos algo profundamente interesante. Les he cortado la cabeza junto a la orilla del río, en casa, con la navaja, ¿sabes?, y luego arrojado el cuerpo al agua. Y ahora quisiera hacerte una pregunta. ¿Qué te parece que hacen los cuerpos? ¿Crees que nadan o piensas que se hunden?

Esta pregunta apartó el pensamiento de la concurrencia de las cuestiones políticas y del dilema que los dos candidatos, el de Fjóróur y el de Vík, imponían a los turbados electores. Las mujeres pensaron que, naturalmente, los cuerpos de los cachorros se hundían; Einar opinó que era concebible que flotaran en la superficie, en tanto que el rey del rodeo sostuvo que se mantenían entre dos aguas.

—¡Nooo! —exclamó Ólafur triunfalmente, orgulloso de haber apartado el interés de todos para dirigirlo hacia vías científicas—. Nadan. Nadan ni más ni menos que como cualquier perro crecido que esté completo. Con cabeza y todo, y esto es tan cierto como que estoy sentado aquí.

Pero en ese momento llegó el café y puso fin a una instructiva discusión acerca de los fenómenos más extraños de la naturaleza. Era un buen café; nadie tenía por qué avergonzarse de un café como ése, por alta que fuese su posición en la escala social. Un café así le hacía sudar a uno como un caballo. Bebed, muchachos, bebed. Y había también para acompañar al café, encantadores pastelillos, gruesas tajadas de torta de Navidad con enormes uvas pasas; gordos buñuelos y tortitas de sartén cargadas de azúcar. Coman, muchachos, coman. Gozosamente se lanzaron sobre los exquisitos bocados; al diablo con las opiniones y los intereses personales. Bebieron taza tras taza, sin producir otro ruido que el de tragar y el de masticar y el ganguear de narices cargadas de rapé.

—Puede pasar mucho tiempo antes de que os invite a otra fiesta —dijo Bjartur de la Casa Estival.

Finalmente todos estuvieron hartos y se limpiaron la boca con la manga y el dorso de la mano. Luego se produjo un silencio. Era el silencio de la ocasión, el silencio que, más tarde o más temprano, debía hacerse en todo funeral, quebrado de tanto en tanto por un religioso carraspeo y acompañado por una mirada inexpresiva.

—¿Has pensado en hacer alguna ceremonia aquí, en la casa?

—No —respondió Bjartur—. No pude convencer a ese mulo que tenemos por sacerdote para que se arrastrara hasta el valle, y todo por sus malditos caprichos. Y no es que signifique una gran diferencia.

—Quizá su madre habría querido que cantásemos algo bonito mientras la sacamos —dijo el anciano con tono de disculpa—… De modo que he traído conmigo los Himnos de la Pasión.

—¡Pero hombre! ¿Qué agregará eso de útil? —preguntó Bjartur.

—Era nuestra propia hija, nuestra hija cristiana —dijo el anciano, abatido.

Cuando Bjartur vio cuan decidido estaba, le permitió que se saliera con la suya.

Blesi estaba ensillada, amarrada a la jamba de la puerta. Era un caballo pesado, de cabeza grande, que de tanto en tanto fruncía el labio inferior, como si hablara consigo mismo, y movía las orejas por turno, con los acontecimientos de la casa reflejados en su mirada sensible, introspectiva. La perra gimió, estremeciéndose detrás de la escalera, con la cola entre las piernas y sin hacer fiestas a nadie.

La mayoría de las ovejas habían vuelto a la granja desde el arroyuelo. Unas cuantas entraron en la casa, pasando junto al caballo y, después de husmear los establos, lanzaron un desilusionado balido, porque no estaban ahitas. Más y más animales llegaron y se encontraron con la misma desilusión. Otros se apiñaban en la puerta o hacían frente desafiantes a los perros de los visitantes. Contribuyeron a dar al funeral la sensación de que había una abundante concurrencia y mucha simpatía, y aumentaron el calor que es tan apreciado en días como ésos en medio de la nieve congelada de los marjales, en los altos páramos cubiertos de glaciares. Los hombres se habían dispuesto en torno del ataúd. El anciano Pórður de Nióurkot quitó el pañuelo que envolvía el volumen de su esposa de los Himnos de la Pasión, de Hallgrímur Pétursson, y comenzó a buscar la página que había marcado doblando una esquina.

—¿No quiere comenzar alguien que tenga buena voz?

El libro fue pasado de mano en mano, pero parecía que nadie conocía la melodía. Pocas veces iban a la iglesia y hacía mucho tiempo ya que se habían olvidado de la música de los himnos. De modo que el anciano volvió a tomar el libro y comenzó a tratar de llegar a la nota inicial. Una oveja le miró y lanzó un potente balido.

Luego el anciano comenzó a cantar a su adorada. Cantó de cuando el Redentor es llevado, himno veinticinco. «Tantas heridas que pueda yo descansar en paz.» Se lo sabía de memoria, sin necesidad de mirar el libro, pero su voz era monótona y ronca y no podía entonar una melodía definida. Incluso los hombres que le rodeaban sintieron que no cantaba bien.

Y lo ángeles del Señor dirán: ved ahora este hombre.

El caballo levantó las orejas y resopló. La perra lanzó, una y otra vez, un aullido lamentable, como si alguien estuviera torturándola, y las ovejas continuaron balando, como una larga procesión, tanto dentro como fuera de la casa, porque no se les había dado el pienso. Eóráur cantó el último verso en un chillido sin entonación «En verdad eres el Hijo de Dios»y las lágrimas corrieron interminablemente por debajo de los inflamados párpados y cayeron en la rala barba. También su pronunciación era trabajosa y ceceante, debido a los dientes que le faltaban. A veces su canción no era más que un débil temblor de la garganta y las mandíbulas. Era como cualquier chiquillo mudo que ha llorado mucho tiempo. Luego hubo un silencio.

—¿No sería mejor decir el Padrenuestro?

El rey del rodeo tomó al anciano del brazo, para que no se cayera, y murmuró:

—Guóny quiere saber si no sería mejor decir el Padrenuestro.

De modo que el viejo lloriqueó el Padrenuestro, sin dejar de temblar, sin levantar la cabeza, sin quitarse el pañuelo de los ojos. Más de la mitad de las palabras quedaban ahogadas en sus sollozos; no era fácil distinguir lo que decía: Padre Nuestro que estás en los cielos, sí, tan infinitamente lejos que nadie sabe dónde estás, casi en ninguna parte, danos hoy unas migajas para comer en nombre de Tu Gloria y perdónanos que no podamos pagar al comprador y a nuestros acreedores y no dejes, sobre todo, que sintamos la tentación de ser felices, porque Tuyo es el Reino…

Quizá resultara difícil hallar un lugar tan bien escogido para pronunciar esa atrayente oración; parecía que el Redentor la hubiese escrito para la ocasión. Permanecieron todos con la cabeza inclinada, todos menos Bjartur, que jamás aceptaría humillar la cabeza ante una oración sin rima. Luego sacaron afuera el ataúd. Lo pusieron sobre el caballo, lo ataron a la silla y apoyaron todos una mano sobre él para estabilizarlo.

—¿Se ha hablado ya al caballo? —preguntó el anciano. Y como no se le había hablado, tomó una oreja del animal en cada mano y susurró en ellas, de acuerdo con la antigua costumbre, porque los caballos entienden esas cosas—: Hoy llevas un cadáver. Hoy llevas un cadáver.

Y luego la procesión partió.

El rey del rodeo caminaba en vanguardia, manteniéndose tanto como le era posible dentro de las partes de terreno limpias de nieve, para que hubiera menos peligro de accidentes. Einar de Undirhlíó conducía al caballo; Ólafur y Bjartur caminaban uno a cada extremo del ataúd y el anciano cojeaba cerrando la marcha, con su bastón y sus enormes mitones de pulgares que le iban grandes.

Las mujeres se quedaron en la puerta con rostros hinchados por las lágrimas, contemplando la procesión que desaparecía en los remolinos de nieve.

22. Ráfagas de nieve

La marcha resultaba lenta en la montaña, porque a veces era difícil encontrar una senda expedita, por lejos que se desviaran de la ruta. Se hundían repentinamente en hondos pozos de nieve de las laderas y tenían que vigilar constantemente para que el ataúd no se cayera de la silla. El cuerpo no llegó a Rauósmyri hasta bien avanzada la tarde. Comenzaba a anochecer. El sacerdote había llegado un poco antes. Aunque su rostro era completamente inescrutable, se veía a las claras que tenía prisas. Algunos otros visitantes esperaban también a que se cumpliese el funeral y llegase el café. El ataúd fue transportado directamente a la iglesia, cumpliendo un pedido del cura, y doblaron las campanas. Débil era el sonido que hacían, débil su intrusión en la invernal omnipotencia de la naturaleza helada; su son recordaba más bien el tintineo de una campanilla de juguete. Y la gente salió con lentitud de las ráfagas de nieve y entró en la iglesia, tímida ante el rostro de la muerte, que nunca parece tan irrevocable como cuando campanas como ésas repican tan desamparadas en los fríos espacios blancos del día que declina. La esposa del alcalde no había asistido al funeral, ni siquiera como simple espectadora. En esos días invernales no se sentía muy bien. Aparentemente había atrapado un resfriado y se encontraba en casa, en su cuarto, sorbiendo agua caliente, salada, por la nariz, procedimiento que se garantizaba como efectivo para terminar con cualquier resfriado. Pero el alcalde había aparecido y, si bien usaba los pantalones viejos que se rompían alrededor de los remiendos, por lo menos se había puesto otra chaqueta en honor de la ocasión. Se sentó en el antealtar, como de costumbre, y tuvo sumo cuidado en no abrir la boca durante todo el servicio. Blesi había sido atada a la puerta, y como a la perra no se le permitía entrar debido a los ritos, esperaba afuera, en el umbral, tiritando. Entró el sacerdote, llevando puesta su arrugada casulla de la parroquia y un par de cintas blancas en torno al cuello, porque la ocasión no era suficientemente importante como para una golilla. Algunos de los pegujaleros comenzaron a cantar «vivo y sé", cada uno con su melodía personal. El anciano estaba sentado en la parte trasera, no llorando ya, como si las emociones se le hubieran agotado. Durante el canto, el cura sacó dos veces su reloj ante el ataúd, como si no tuviese tiempo para esa clase de cosas. Cuando terminó, se puso las gafas y leyó la oración de su maltrecho y viejo libro. Era una oración antigua como podía esperarse con ese tiempo, y, además, el hombre estaba ronco. Luego, en lugar el sermón largo con que había amenazado, pronunció uno corto, durante el cual, después de declarar que los espíritus del mal acechaban a la humanidad, procedió a analizar la irreligión en términos no muy lisonjeros. Dijo que mucha gente había descuidado a su Creador mientras perseguía a tontas ovejas por las montañas.

—¿Qué son las ovejas? —preguntó. Dijo que las ovejas eran para la nación islandesa una maldición mayor que los zorros y las lombrices solitarias juntos—. La piel de oveja cubre a un lobo feroz, que a veces ha sido llamado, en este distrito, con el nombre de Espíritu de Albogastaðir, a quien otros llaman Kólumkilli. La gente corre tras sus ovejas durante toda su vida, y jamás las encuentra. Tal es la lección que podemos aprender de la despedida que hoy nos abruma.

Terminado el sermón, reservó unas palabras para la carrera de la muerta; no carrera, en realidad, sino una prueba de cuan insignificante es el individuo tal como aparece en el registro parroquial. ¿Qué es el individuo considerado como unidad separada?

—Nada… un nombre, cuando mucho una fecha. Yo hoy, vosotros mañana. Unámonos en una oración al Dios que está por encima de lo individual, mientras nuestros nombres se pudren en el registro.

Nada de lloros ni gemidos ni crujir de dientes, nada de emoción, nada de coqueteo con las cuerdas del corazón… Un soñoliento Padrenuestro y un lacónico amén. En sus contradicciones, el sacerdote constituía un enigma tan grande como el propio país: era un religioso devoto por reacción contra lo desalmado de los hombres que no pensaban más que en perros y ovejas; un criador científico de ovejas debido a su desdén hacia las ovejas; el pastor islandés de las leyendas populares de hacía mil años. Su sola presencia representaba una consoladora seguridad en el sentido de que todo sería como debía ser.

El ataúd fue sacado.

Fue bajado a la tumba por medio de dos cuerdas y los doloridos concurrentes permanecieron un rato más junto al borde del hoyo. Tres pegujaleros, con la cabeza desnuda, cantaron «El solo capullo" en medio de las ráfagas de nieve; era una especie de día de conmemoración de Hallgrímur Pétursson, un día frío. La perra gemía cerca de Bjartur, con el rabo entre las piernas, como si hubiese sido castigada; todavía temblaba. El sacerdote lanzó en silencio unos puñados de tierra sobre el ataúd y luego, con ruidoso deleite, sorbió unas buenas pulgaradas de rapé de la caja que le ofrecía el rey del rodeo, su escribiente parroquial. Los portadores tomaron ansiosamente las palas y pusieron manos a la obra con energía. Los demás se fueron alejando uno a uno.

23. Panegírico

Melodía: Oh la gloria de tener a Jesús

No es fácil vivir en este mundo,

y es que aquí la juventud

parece un don absurdo,

una senda que en la infinitud

pisotean las botas del destino,

perros y hombres hollan esa raza

con botas de hierro, tamaño desatino,

como si fuera una cualquier plaza.

Es mejor vivir en el cielo

de los ángeles felices del Señor

que discurren siempre en raudo vuelo,

y donde mora del sol el fulgor;

allá en el magnético polo

cantan canciones de precioso son,

el santo en el cielo nunca estará solo,

quienes van con él, siempre salvos son.

Adiós, te has ido al cielo, junto a Dios será tu vida, olvidarás tu estancia aquí en el suelo, las penas de esta tierra escarnecida, vivirás en el hogar del Salvador, nunca más tendrás dolores en el pecho, protegida por las manos del Señor, dormirás, por fin, en blando lecho.

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