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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (30 page)

BOOK: Gente Independiente
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Era el recitado de su padre.

Atisbo por debajo del cobertor y ahí estaba él todavía, sentado en el borde de su cama, cuando todos los demás se habían ido a dormir, arreglando alguna herramienta. Nadie se movía ya; la habitación estaba dormida. Sólo él se encontraba despierto, sólo él entonaba entonces las canciones, sentado allí, en mangas de camisa, vigoroso y de anchos hombros, de fuertes brazos y cabellos revueltos. Sus cejas eran peludas, gruesas y salidas como los rebordes de las montañas, pero en su robusto cuello había un lugar cálido, bajo las raíces de la barba. Asta le contempló durante unos momentos, sin que él lo supiera: era el hombre más fuerte del mundo y el más grande poeta; sabía la respuesta a cualquier pregunta, entendía todas las baladas, no temía a nadie ni a nada, luchaba contra todos en una playa distante, independiente y libre, uno contra todos.

—Padre —susurró la muchacha por debajo de la manta, porque estaba convencida de que él era Bernótus Borneyarkappi y ningún otro y que sencillamente era necesario que se lo dijera. Pero él no la oyó—. Padre —volvió a musitar, y no reconoció su propia voz. Pero, cuando llegó el momento, no se atrevió a decirlo. Cuando él la miró un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, todo el ser, y se encogió bajo el edredón con un corazón que palpitaba fuertemente. Quizás él la habría abofeteado como hizo cuando leían las rimas de los vikingos de Jóm. Hizo bien en no decírselo.

Bjartur bajó a echar un vistazo a las ovejas antes de acostarse. Ella contó sus pisadas en la escalera; él canturreó a las ovejas, ella siguió todo con gran atención. Él subió la escalera, todavía canturreando; el corazón le latía aún a Asta.

Aunque las voces solas no conmueven

Tu corazón, mi dama sensitiva, Comprende que mis cantos serán siempre De ti y de tu alegría.

Cuando ella volvió a atisbar, Bjartur había apagado la lámpara. Noche.

29. La vaca de la costa

Fue en el fulgor de un tranquilo día de nieve luminosa, a principios de marzo, cuando sucedieron grandes cosas, que jamás serían olvidadas. Los que han experimentado una cosa semejante sabrán lo que eso significa. Había movimientos en el oeste, en la montaña, extensos, misteriosos. Los muchachos, que para entonces habían comenzado ya a conocer las Rimas, sostenían que se trataba de una tropa de furiosos soldados de paso para el combate. No era ése un pequeño alivio para la monotonía de mediados del invierno, cuando incluso un hombre con un bastón constituye un fenómeno. La tropa descendió lenta y sinuosamente al valle. El pequeño Nonni y Asta Sóllilja habían trepado a la parte superior del montón de nieve caída ante la puerta. Hasta la abuela trepó trabajosamente los dieciocho escalones a la cima del montículo y se hizo sombra a los ojos con las manos. Era una vaca.

—Sí, es una vaca, en efecto —gritaron los niños.

El último en unirse al grupo fue el propio Bjartur, gris de heno podrido y de un humor de perros. No había allí lugar para ganado, no pensaba aceptar que le quitasen el heno a sus ovejas para dárselo a las vacas, ni tenía deseo alguno de arrebatarle el establo a su caballo, a quien debía más que a ningún otro animal viviente, aparte de la perra, para entregárselo a una vaca desconocida… Después de lo cual desapareció y no volvió a mostrarse de nuevo antes de que se solicitara formalmente su presencia.

Y la procesión siguió arrastrándose a través de los marjales, la vaca seguida de su forraje transportado en un trineo arrastrado por un caballo. Era una vaca de la costa.

—¡Sí, en efecto, es una vaca de la costa! —gritaron los chicos.

No era muy grande. Sobre el lomo y los flancos tenía una manta de la que emergía una cabeza gris moteada, asombrada y suspicaz, y bajo las ubres llevaba atado un harapo de lana, para impedir que las tetas se le arrastraran por la nieve. Era como si Guóny, el ama de llaves de Rauósmyri hubiera cruzado la montaña en un día de invierno, poco acostumbrada a viajar y mal preparada para ello. La respiración pendía en nubes humeantes, en torno a las fosas nasales de la vaca, en el aire tranquilo, helado. Tenía escarchado el pelo junto a la boca. El humo de la chimenea y el olor de la casa le despertaron aun más la curiosidad. Husmeó y bufó, y trató una y otra vez de lanzar un mugido, como a modo de saludo, pero el bozal le apretaba demasiado los morros.

La anciana se acercó cojeando, apoyada en su bastón, para recibirla.

—Criatura tres veces bendita —masculló—, bendita sea y bienvenida.

Y la vaca husmeó a la anciana y, como si la reconociera inmediatamente, trató varias veces de mugirle un saludo.

—Criatura tres veces bendita —musitó nuevamente la vieja. Era lo único que se le ocurría, ya que nunca había hablado a nadie en forma tan bondadosa. Acarició las mejillas escarchadas de la vaca y un bramido profundo recorrió la garganta del animal. Se entendieron en seguida. Pero ello no obstante, lo extraño de ese lugar de parada seguía fascinando a la recién llegada. Sus movimientos eran aún un tanto atemorizados, sus patas se movían continuamente. Temblaba un poco, respiraba con inquietud, bufaba, se quejaba.

Bjartur preguntó a los visitantes qué querían. ¿Qué querían? Se les había dicho que le trajeran una vaca. ¿De quién? Del alcalde, por supuesto.

—Ojalá que sea él, entre todos los hombres, el más maldito por sus regalos —declamó Bjartur al estilo de las sagas, y estuvo a punto de amenazar con afilar su cuchillo.

—Como quieras —dijeron los otros.

—Durante treinta años el alcalde ha estado haciendo lo posible por minarme el terreno bajo los pies, y si cree que una vaca lo logrará, podéis decirle que se equivoca —dijo Bjartur. Y el resultado de todo ello fue que la vaca quedó alojada en el establo de Blesi, adonde se le llevó heno seco para que se acostara, en tanto que la yegua era aposentada en el redil contiguo, que antes fuera para los corderos más débiles. Bjartur taponó cuidadosamente todas las hendijas a través de las cuales había peligro de que penetrase luz o aire. Había cuidado vacas anteriormente y sabía, por experiencia -la experiencia milenaria de la nación- que los animales de ese tipo no deben tener comunión con esos elementos si se quiere que den leche.

Pero, cuando los mensajeros se disponían a volverse, Bjartur les rogó que se quedaran unos momentos y, luego de rebuscar durante unos instantes en la cama, extrajo finalmente un viejo guante que guardaba en el colchón de su esposa.

—Informaréis al alcalde —les dijo— que hasta ahora no le he adeudado más que lo que se convino. Si tiene la intención de embargarme las ovejas el próximo otoño, será mejor que abandone la idea. Y os pongo a vosotros por testigos de que, si considera insuficiente esta cantidad, debe llevarse este animal no más tarde de mañana. De lo contrario me reservo plenos poderes para decidir si lo mataré mañana por la noche o no.

Bien, ése era un comportamiento orgulloso, ciertamente. He aquí un hombre que, en dinero contante y sonante si era necesario, podía exhibir su libertad y su independencia ante las narices del alcalde o de cualquier otro de tierra adentro. Pero los mensajeros se negaron a aceptar el dinero; no tenían autoridad para aceptarlo. Ni siquiera sabían si el alcalde esperaba que fuese Bjartur quien lo pagase. Quizá ya había sido pagado. ¿Que había sido pagado? Por alguna otra persona. ¿Por alguna otra persona?

¿Estaban locos entonces? ¿Habría alguna conspiración detrás de todo eso? ¿Acaso dependía él de alguna otra persona? ¿Quizá pensaban en Myri que era la pobreza la que le había impedido comprar una vaca? No, camaradas, no le faltaba estiércol ni buñuelos, y lo que era más, tenía bastante dinero. Naturalmente, iba contra sus principios eso de comprar vacas a expensas de sus ovejas, pero, si era necesario, podía comprar tantas vacas como cualquiera y pagarlas en el acto. Desde que comenzó a trabajar con la granja había tenido en vista una meta distante. Sabía perfectamente bien lo que haría con el dinero. ¿Y qué sería? ¿Qué? Si tenéis órdenes de preguntármelo, entonces podéis decir que quizá me construiré un palacio con él. Y que lo rodearé de un huerto. Adiós.

Pero no pasó mucho tiempo sin que la vaca de la costa se hiciese amiga íntima de todos los moradores de la Casa Estival, excepto de Bjartur, la perra y la vieja Blesi. Esa noche, cuando la anciana ascendió penosamente la escalera con un poco de leche en el fondo del cubo y entregó a cada uno de los niños una taza de deliciosa golosina, y a Finna una buena cantidad en un cuenco, pudo decirse que una nueva era había comenzado en ese valle entre pantanos. Desde principios de marzo la vida pareció apresurarse en todo; apareció la primavera en esas almas estrechas que vivían allí, rodeadas de desiertos helados. Los hermanos cesaron en sus continuas pendencias y dejaron de lado todos los apodos desagradables y las amenazas de represalias. Asta Sóllilja terminó su chaleco y comenzó, sin extemporáneas soñolencias y con la industriosidad, la previsión y el optimismo que tales prendas exigen, un nuevo par de calzones. E incluso de la memoria de la abuela, deshelada, surgieron mejores himnos, más fáciles de entender, salpicados de menos latinajos. Los fantasmas de sus relatos se tornaron súbitamente menos dañinos que antes. Y hasta recordó, de pronto, a un famoso fantasma del sur que hacía lo que se le pedía, siempre que le diese su taza diaria como a las demás personas. Sus descripciones de la suerte corrida por viajeros perdidos en la nieve no eran ya perturbadoras. Había incluso ocasiones en que hombres caídos en precipicios eran rescatados al cabo de dos días, por increíble que ello pudiese parecer, y que alcanzaban una madura y honorable vejez, aunque con ambas piernas quebradas. Pero un portento más grande aún fue que no había transcurrido una semana y ya la mujer de la casa se levantaba de su cama y probaba sus temblorosas piernas por el cuarto, sin ayuda de los demás. Se acordó nuevamente de que podía hablar y comenzó a preguntar por la leña tres semanas antes de terminar el año, cuando se levantó de su lecho invernal de enferma. Averiguó incluso el estado de sus ropas, y todas estaban perforadas de agujeros, de modo que encontró su aguja de remendar y se sentó en la cama a remendarlas. Una mañana -ni más ni menos- se levantó de la cama antes que los demás y encendió el fuego con sus habilidosas manos. Esa mañana hubo mucho menos humo en el cuarto, la broza comenzó a chisporrotear mucho antes, el café se calentó más rápidamente. Y otra mañana, cuando Bjartur bajó encontró a su esposa junto a la vaca. Había estado dándole el pienso y limpiándola, y ahora se hallaba junto a ella en el pesebre, rascándola y hablándole.

—Nunca se me ocurrió que la maldita vaca tuviese que ser servida antes que los demás —gruñó él, y comenzó a dar de comer a sus ovejas.

Pero desde ese día en adelante se convirtió en una costumbre cotidiana para Finna la de levantarse todas las mañanas para dar de comer a la vaca. También le llevaba agua y cuidaba de que el piso del establo estuviese siempre seco y cómodo; las vacas siempre se muestran agradecidas ante tales atenciones. Ordeñaba con sus ágiles dedos y sostenían largas conversaciones. Finna poseía una intuición que tornaba inútil la milenaria experiencia de la nación, y, por lo tanto, ocasionalmente dejaba la puerta entreabierta unos minutos y sacaba el tapón de turba del agujero del techo, si el día era bueno. La vieja Blesi se mostraba insatisfecha con la cercanía de esa enojosa vaca de la costa. Su humor se había tornado incierto y ya no le agradaba ese tipo de compañía en los años de su vejez. Ya era bastante malo tener al reverendoguámundur y a su hermano en el corral, al otro lado del desagüe, riñendo y maldiciendo toda la noche. A veces permanecía de pie durante horas y horas, con las orejas echadas hacia atrás en señal de desprecio, aguardando la oportunidad de estirarse por encima del tabique para robar un bocado del magnífico heno de Rauósmyri que le daban a la vaca. Si no podía dormir por la noche, la mordía cuando le era posible. De modo que la propia Finna clavó otro travesaño entre ambos animales.

—Se merece que todos la cuidemos —dijo, llena de cariño y reverencia.

—Entonces no me queda más que desear que estés dispuesta a pagar los jornales al hombre que siegue heno para ella durante el otoño —replicó Bjartur—, pues puedes estar segura de que no mataré a ninguna de mis ovejas en beneficio de ese viejo parásito gotoso.

—Sé que Dios protegerá a nuestra querida Búkolla —dijo su esposa con lágrimas en los ojos. Comenzó a acariciar a la vaca con más ternura que antes, porque esa mujer conocía a Dios a su modo y le encontraba en una vaca, como hacen en Oriente, donde el Todopoderoso se revela en las vacas y la gente adora a esas sagradas criaturas.

Ese año tenían una primavera bastante decente. La tierra estaría pronto libre de nieve. Bjartur comenzó a llevar sus ovejas a los marjales, donde buscaban las hierbas primaverales, los famosos primeros brotes que lo curan todo, siempre que las ovejas puedan tolerarlos. Las ovejas madres, naturalmente, nunca estaban muy animadas, ni siquiera en la primavera más tibia, y, aunque ese año se encontraban en mejor condición que de costumbre, la que cruzaba fatigosamente los pantanos era una majada perezosa, de cuellos flacos y débiles balidos. Con sus mugrientos vellones, eran la imagen de la melancolía. Bjartur vagaba en torno, presto a sacarlas si se empantanaban, pero ese año muy pocas de ellas mostraron deseos de quedarse inactivas en los aguazales, aun cuando se hundiesen hasta las corvas. Pronto se derritió la nieve de los hoyos. El sol lucía sobre los pálidos y marchitos pastos del invierno, sobre el henchido arroyo, sobre las ciénagas que se deshelaban y olían a crecimiento y decadencia.

En alguna parte, en la cálida brisa, el chorlito dorado entonaba sus agudas y tímidas notas vernales, porque los primeros amigos del brezal habían llegado volando al hogar, desde el sur. El gárrulo archibebe seguía al pastor hasta su casa, casi hasta la puerta, convencido de que sencillamente era necesario que le relatase esta divertida historia, de la que jamás se aburría: ji, ji, ji, ji, ji, ji. El pequeño Nonni tomó sus tibias, sus mandíbulas y los cuernos y los llevó afuera. El arroyo estaba casi tan grande como el mar, tan grande que era posible imaginarse que el mundo se encontraba al otro lado. Al cabo de uno o dos días el arroyo volvió a empequeñecerse y ya no quedó más nieve en la montaña. ¿Había, pues, el arroyo perdido su encanto? No, lejos de ello. Fluía claro y jubiloso sobre las relucientes arenas y los guijarros, entre sus orillas, blancas de pastos marchitos, con una alegría eternamente nueva desde hacía mil años. Y relataba cuentecitos, en su propio y minúsculo idioma, con sus pequeñas inflexiones propias, en tanto que el niño permanecía sentado en la orilla y escuchaba durante mil años. El niño y la eternidad, dos amigos, y el cielo limpio de nubes e interminable. Sí.

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