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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (49 page)

BOOK: Grandes esperanzas
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—¿Está usted cansada, Estella?

—Un poco, Pip.

—Es natural.

—Diga usted que sería más natural que no lo estuviera, porque antes de acostarme he de escribir mi carta acostumbrada a la señorita Havisham.

—¿Para referirle el triunfo de esta noche? —dije yo—. No es muy halagüeño, Estella.

—¿Qué quiere usted decir? Que yo sepa, no he tenido ningún éxito.

—Estella —dije—, haga el favor de mirar a aquel sujeto que hay en aquel rincón y que no nos quita los ojos de encima.

—¿Para qué quiere que le mire? —dijo Estella fijando, por el contrario, sus ojos en mí—. ¿Qué hay de notable en aquel sujeto del rincón para que le mire?

—Precisamente ésa es la pregunta que quería dirigirle —dije—. Ha estado rondándola toda la noche.

—Las polillas y toda suerte de animales desagradables —contestó Estella dirigiéndole una mirada— suelen revolotear en torno de una bujía encendida. ¿Puede evitarlo la bujía?

—No —contesté—. Pero ¿no podría evitarlo Estella?

—¡Quién sabe! —contestó—. Tal vez sí. Sí. Todo lo que usted quiera.

—Haga el favor de escucharme, Estella. No sabe usted cuánto me apena ver que alienta a un hombre tan despreciado por todo el mundo como Drummle. Ya sabe usted que todos le desprecian.

—¿Y qué? —dijo ella.

—Ya sabe usted también que es tan torpe por dentro como por fuera. Es un individuo estúpido, de mal carácter, de bajas inclinaciones y verdaderamente degradado.

—¿Y qué? —repitió.

—Ya sabe que no tiene otra cosa más que dinero y una ridícula lista de ascendientes.

—¿Y qué? —volvió a repetir. Y cada vez que pronunciaba estas dos palabras abría más los ojos.

Para vencer la dificultad de que me contestara siempre con aquella corta expresión, yo repetí también:

—¿Y qué? Pues eso, precisamente, es lo que me hace desgraciado.

De haber creído entonces que favorecía a Drummle con la idea de hacerme desgraciado a mí, habría sentido yo cierta satisfacción; pero, siguiendo el sistema habitual en ella, me alejó de tal manera del asunto, que no pude creer cierta mi sospecha.

—Pip —dijo Estella mirando alrededor—. No sea usted tonto ni se deje impresionar por mi conducta. Tal vez esté encaminada a impresionar a otros y quizás ésta sea mi intención. No vale la pena hablar de ello.

—Se engaña usted —repliqué—, porque me sabe muy mal que la gente diga que derrama usted sus gracias y sus atractivos en el más despreciable de todos cuantos hay aquí.

—Pues a mí no me importa —dijo Estella.

—¡Oh Estella, no sea usted tan orgullosa ni tan inflexible!

—¿De modo que me llama usted orgullosa e inflexible, y hace un momento me reprochaba por fijar mi atención en ese imbécil?

—No hay duda de que lo hace usted así —dije con cierto apresuramiento—, porque esta misma noche la he visto sonreírle y mirarle como jamás me ha sonreído ni mirado a mí.

—¿Quiere usted, pues —replicó Estella con la mayor seriedad y nada encolerizada—, que le engañe como engaño a los demás?

—¿Acaso le quiere engañar a él, Estella?

—No sólo a él, sino también a otros muchos..., a todos, menos a usted... Aquí está la señora Brandley. Ahora no quiero volver a hablar de eso.

Y ahora que he dedicado un capítulo al tema que de tal modo llenaba mi corazón y que con tanta frecuencia lo dejaba dolorido, podré proseguir para tratar del acontecimiento que tanta influencia había de tener para mí y para el cual había empezado a prepararme antes de saber que en el mundo existía Estella, en los días en que su inteligencia infantil estaba recibiendo sus primeras distorsiones por parte de la señorita Havisham.

En el cuento oriental, la pesada losa que había de caer sobre el majestuoso sepulcro de un conquistador era lentamente sacada de la cantera; el agujero destinado a la cuerda que había de sostenerla se abría a través de leguas de roca; la losa fue lentamente levantada y encajada en el techo; se pasó la cuerda y fue llevada a través de muchas millas de agujero hasta atarla a la enorme silla de hierro.

Y después de dejarlo todo dispuesto a fuerza de mucho trabajo, llegó la hora señalada; el sultán se levantó en lo más profundo de la noche, empuñó el hacha que había de servir para separar la cuerda de la anilla de hierro, golpeó con ella y la cuerda se separó, alejándose, y cayó el techo. Así ocurrió en mi caso. Todo el trabajo, próximo o lejano, que tendía al mismo fin, habíase realizado ya. En un momento se dio el golpe, y el tejado de mi castillo se desplomó sobre mí.

CAPITULO XXXIX

Había cumplido veintitrés años. Ni una sola palabra oí hasta entonces que pudiese iluminarme con respecto al asunto de mis esperanzas, y hacía ya una semana que cumplí mi vigesimotercer aniversario. Un año antes habíamos abandonado la
Posada de Barnard
y vivíamos en el
Temple
. Nuestras habitaciones estaban en Garden Court, junto al río.

El señor Pocket y yo nos habíamos separado hacía algún tiempo por lo que se refiere a nuestras primeras relaciones, pero continuábamos siendo muy buenos amigos. A pesar de mi incapacidad de dedicarme a nada, lo cual creo que se debía a la intranquilidad que me producía la incertidumbre del origen de mis medios de vida, era muy aficionado a leer, y lo hacía regularmente durante muchas horas cada día. El asunto de Herbert progresaba también, y los míos eran tal como los he descrito al terminar el capítulo anterior.

Los negocios habían obligado a Herbert a dirigirse a Marsella. Yo estaba solo, y por esta causa experimentaba una penosa sensación. Desanimado y ansioso, esperando que el día siguiente o la semana próxima me dejarían ver con mayor claridad mi camino, echaba de menos el alegre rostro y el simpático carácter de mi amigo.

El tiempo era muy malo; tempestuoso y húmedo, en las calles había una cantidad extraordinaria de barro. Día por día llegaban a Londres espesas y numerosas nubes del Este, como si el Oriente fuese una eternidad de nubes y de viento. Tan furiosas habían sido las acometidas del huracán, que hasta algunos edificios elevados de la capital habían perdido los canalones de sus tejados; en la campiña hubo árboles arrancados, alas de molino rotas, y de la costa llegaban tristes relatos de naufragios y de muertes. Estas acometidas furiosas del viento eran acompañadas por violentas ráfagas de lluvia, y terminaba el día que hasta entonces, según pude ver, había sido el peor de todos.

En aquella parte del
Temple
se han hecho muchas transformaciones a partir de entonces, pues ahora ya no es un barrio tan solitario ni está tan expuesto a las alteraciones del río. Vivíamos en lo alto de la última casa, y los embates del viento que subía por el cauce del río estremecían aquella noche la casa como si fuesen cañonazos o las acometidas del agua contra los rompientes. Cuando la lluvia acompañó al viento y se arrojó contra las ventanas, se me ocurrió la idea, mientras miraba a éstas cuando oscilaban, que podía figurarme vivir en un faro combatido por la tempestad. De vez en cuando, el humo bajaba por la chimenea, como si le resultara molesto salir por la parte superior en una noche como aquélla; y cuando abrí la puerta para mirar a la escalera, observé que las luces de ésta se habían apagado. Luego, haciendo con las manos sombra en torno de mi rostro, para mirar a través de las negras ventanas (pues no había que pensar en abrirlas ni poco ni mucho, en vista de la lluvia y del furioso viento), vi que los faroles del patio también se habían apagado y que los de los puentes y los de las orillas del río oscilaban, próximos a apagarse, así como que los fuegos de carbón encendidos en las barcazas que había en el río eran arrastrados a lo lejos por el viento, como rojas manchas entre la lluvia.

Leía con el reloj sobre la mesa, decidido a cerrar mi libro a las once de la noche. Cuando lo hice, las campanas de San Pablo y las de todos los relojes de las iglesias de la City, algunas precediendo y otras acompañando, dieron aquella hora. El sonido fue afeado de un modo curioso por el viento; y yo estaba escuchando y pensando, al mismo tiempo, en cómo el viento asaltaba las campanadas y las desfiguraba, cuando oí pasos en la escalera.

Nada importa saber qué ilusión loca me hizo sobresaltar, relacionando aquellos pasos con los de mi difunta hermana. Tal ilusión pasó en un momento. Escuché de nuevo y oí los pasos que se acercaban. Recordando, entonces, que estaban apagadas las luces de la escalera, empuñé mi lámpara, a cuya luz solía leer, y me asomé con ella al hueco de la escalera. Quienquiera que estuviese debajo se detuvo al ver la luz, porque ya no se oyó más ruido.

—¿Hay alguien abajo? —pregunté mirando al mismo tiempo.

—Sí —dijo una voz desde la oscuridad inferior.

—¿Qué piso busca usted?

—El último. Deseo ver al señor Pip.

—Ése es mi nombre. ¿Ocurre algo grave?

—Nada de particular —replicó la voz.

Y aquel hombre subió.

Yo sostenía la lámpara por encima de la baranda de la escalera, y él subió lentamente a su luz. La lámpara tenía una pantalla, con objeto de que alumbrara bien el libro, y el círculo de la luz era muy pequeño, de manera que el que subía estaba un momento iluminado y luego se volvía a sumir en la sombra. En el primer momento que pude ver el rostro observé que me era desconocido, aunque pude advertir que miraba hacia mí como si estuviera satisfecho y conmovido de contemplarme.

Moviendo la mano de manera que la luz siguiera el camino de aquel hombre, noté que iba bien vestido, aunque con un traje ordinario, como podría ir un viajero por mar. Su cabeza estaba cubierta por largos cabellos grises, de un tono semejante al hierro, y me dije que su edad sería la de unos sesenta años. Era un hombre musculoso, de fuertes piernas, y su rostro estaba moreno y curtido por la exposición a la intemperie. Cuando subía los dos últimos escalones y la luz de la lámpara nos iluminó a ambos, vi, con estúpido asombro, que me tendía ambas manos.

—¿Qué desea usted? —le pregunté.

—¿Que qué deseo? —repitió haciendo una pausa—. ¡Ah, sí! Si me lo permite, ya le explicaré lo que me trae...

—¿Quiere usted entrar?

—Sí —contestó—. Deseo entrar, mister.

Le dirigí la pregunta con acento poco hospitalario, porque me molestaba la expresión de reconocimiento, alegre y complacido, que había notado en sus ojos. Y me molestaba por creer que él, implícitamente, deseaba que correspondiera a ella. Pero le hice entrar en la habitación que yo acababa de dejar, y después de poner la lámpara sobre la mesa le rogué con toda la amabilidad de que fui capaz que explicara el motivo de su visita.

Miró alrededor con expresión muy rara —como si se sorprendiese agradablemente y tuviera alguna parte en las cosas que admiraba—, y luego se quitó una especie de gabán ordinario y también el sombrero. Asimismo, vi que la parte superior de su cabeza estaba hendida y calva y que los grises cabellos no crecían más que en los lados. Pero nada advertí que me explicara su visita. Por el contrario, en aquel momento vi que de nuevo me tendía las manos.

—¿Qué se propone usted? —le pregunté, con la sospecha de que estuviera loco.

Dejó de mirarme y lentamente se frotó la cabeza con la mano derecha.

—Es muy violento para un hombre —dijo con voz ruda y entrecortada—, después de haber esperado este momento y desde tan lejos... Pero no tiene usted ninguna culpa... Ninguno de nosotros la tiene. Me explicaré en medio minuto. Concédame medio minuto, hágame el favor.

Se sentó en una silla ante el fuego y se cubrió la frente con sus morenas manos, surcadas de venas. Le observé con la mayor atención y me aparté ligeramente de él, pero no le reconocí.

—¿Hay alguien más por aquí cerca? —preguntó, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás.

—Me extraña que me haga usted esa pregunta, desconocido como es para mí y después de presentarse en mi casa a tales horas de la noche.

—Es usted un buen muchacho —me dijo moviendo la cabeza hacia mí con muestras de afecto, que a la vez me resultaban incomprensibles e irritantes—. Me alegro mucho de que haya crecido, para convertirse en un muchacho tan atrayente. Pero no me haga prender, porque luego se arrepentiría amargamente de haberlo hecho.

Abandoné mentalmente la intención que él acababa de comprender, porque en aquel momento le reconocí. Era imposible identificar un simple rasgo de su rostro, pero a pesar de eso le reconocí. Si el viento y la lluvia se hubiesen llevado lejos aquellos años pasados, y al mismo tiempo todos los sucesos y todos los objetos que hubo en ellos, situándonos a los dos en el cementerio en donde por primera vez nos vimos cara a cara y a distinto nivel, no habría podido conocer a mi presidiario más claramente de lo que le conocía entonces, sentado ante el fuego. No habia necesidad de que se sacara del bolsillo una lima para mostrármela, ni que se quitara el pañuelo que llevaba al cuello para ponérselo en torno de la cabeza, ni que se abrazase a sí mismo y echase a andar a través de la habitación, mirando hacia mí para que le reconociese. Le conocí antes de que ayudase de este modo, aunque un momento antes no había sospechado ni remotamente su identidad.

Volvió a donde yo estaba y de nuevo me tendió las manos. Sin saber qué hacer, porque, a fuerza de asombro, había perdido el dominio de mí mismo, le di las mías de mala gana. Él las estrechó cordialmente, se las llevó a los labios, las besó y continuó estrechándolas.

—Obraste noblemente, muchacho —dijo—. ¡Noble Pip! Y yo jamás lo he olvidado.

Al advertir un cambio en sus maneras, como si hasta se dispusiera a abrazarme, le puse una mano en el pecho y le obligué a alejarse.

—Basta —dije—. Apártese. Si usted me está agradecido por lo que hice en mi infancia, espero que podrá demostrarme su gratitud comunicándome que ha cambiado de vida. Si ha venido aquí para darme las gracias, debo decirle que no era necesario. Sin embargo, ya que me ha encontrado, no hay duda de que hay algo bueno en el sentimiento que le ha traído, y por eso no le rechazaré..., pero seguramente comprenderá que yo...

Mi atención quedó de tal modo atraída por la singularidad de su mirada fija en mí, que las palabras murieron en mis labios.

—Decía usted —observó después de mirarnos en silencio— que seguramente comprenderé... ¿Qué debo comprender?

—Que no debo renovar con usted aquella relación casual, y ya muy antigua, en estas circunstancias, que son completamente distintas. Me complazco en creer que se ha arrepentido usted, recobrando el dominio de sí mismo. Se lo digo con el mayor gusto. Y también me alegro, creyendo que merezco su gratitud, de que haya venido a darme las gracias. No obstante, nuestros caminos son muy distintos. Está usted mojado de pies a cabeza y parece muy fatigado. ¿Quiere beber algo antes de marcharse?

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