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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (56 page)

BOOK: Grandes esperanzas
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—¿Ha estado usted recientemente en «La Enramada»? —preguntó Drummle.

—No —le contesté—. Ya quedé más que satisfecho de los Pinzones la última vez que estuve.

—¿Fue cuando tuvimos aquella pequeña diferencia de opinión?

—Sí —le contesté secamente.

—¡Caramba! —exclamó él—. Demostró usted ser muy ligero de cascos. No debía haber perdido tan pronto su presencia de ánimo.

—Señor Drummle —le contesté—, no es usted quién para darme consejos acerca del particular. Cuando pierdo el dominio sobre mí mismo (y con eso no admito que me ocurriese en aquella ocasión), por lo menos no tiro vasos a la cabeza de las personas.

—Pues yo sí —contestó Drummle.

Después de mirarle una o dos veces con expresión de ferocidad que aumentaba a cada momento, dije:

—Señor Drummle, yo no he buscado esta conversación, que, por otra parte, no me parece nada agradable.

—Seguramente no lo es —dijo con altanería y mirándome por encima del hombro—. No me lo parece ni remotamente.

—Por lo tanto —continué—, y si me lo permite, me aventuraré a indicar la conveniencia de que en adelante no exista entre nosotros la menor comunicación.

—Ésta es también mi opinión —dijo Drummle—, y lo habría indicado yo mismo, o lo hubiera hecho sin advertirlo. Pero no pierda usted los estribos. ¿No ha perdido ya bastante?

—¿Qué quiere usted decir, caballero?

—¡Camarero! —llamó Drummle como si quisiera contestarme de esta manera.

El llamado acudió.

—Fíjate bien. Supongo que has comprendido que la señorita no paseará hoy a caballo y que yo cenaré en su casa.

—Lo he entendido muy bien, señor.

Cuando el camarero, poniendo la mano en la tetera, vio que estaba muy fría, me dirigió una mirada suplicante y se marchó. Drummle, teniendo el mayor cuidado de no mover su hombro que se tocaba con el mío, sacó un cigarro del bolsillo, mordió la punta y lo encendió, pero sin demostrar su intención de apartarse lo más mínimo. Enfurecido como estaba, comprendí que no podríamos cruzar una sola palabra más sin hablar de Estella, nombre que no podría consentirle que pronunciase; por esta razón, me quedé mirando fijamente a la pared, como si no hubiese nadie en la sala y yo mismo me obligara a guardar silencio.

Es imposible decir cuánto tiempo habríamos permanecido en tan ridícula situación, pero en aquel momento entraron tres granjeros ricos, a los que acompañó el camarero sin duda alguna y que aparecieron en la sala del café desabrochándose sus grandes abrigos y frotándose las manos. Y como quiera que dieron una carga en dirección al fuego, no tuvimos más remedio que retirarnos.

A través de la ventana le vi agarrando las crines del cuello de su caballo y montando del modo brutal que le era peculiar. Luego desapareció. Me figuré que se había marchado, cuando volvió pidiendo fuego para el cigarro que tenía en la boca. Apareció un hombre con el traje lleno de polvo, a fin de darle con qué encender, e ignoro de dónde salió, si del patio de la posada o de la calle. Y mientras Drummle se inclinaba sobre la silla para encender el cigarro y se reía, moviendo la cabeza en dirección a la sala del café, los hombros inclinados y el revuelto cabello de aquel hombre, que me daba la espalda, me hicieron recordar a Orlick.

Demasiado preocupado por otras cosas para sentir interés en averiguar si lo era o no, o para tocar siquiera el desayuno, me lavé la cara y las manos para quitarme el polvo del viaje y me dirigí a la vieja y tan recordada casa, que mejor habría sido para mí no ver nunca en la vida y en la que ojalá no hubiese entrado jamás.

CAPITULO XLIV

Encontré a la señorita Havisham y a Estella en la estancia en que había la mesa tocador y donde ardían las bujías en los candelabros de las paredes. La primera estaba sentada en un canapé ante el fuego, y Estella, en un almohadón a sus pies. La joven hacía calceta, y la señorita Havisham la miraba. Ambas levantaron los ojos cuando yo entré, y las dos se dieron cuenta de la alteración de mi rostro. Lo comprendí así por la mirada que cambiaron.

—¿Qué viento lo ha traído, Pip? —preguntó la señorita Havisham.

Aunque me miraba fijamente, me di cuenta de que estaba algo confusa. Estella interrumpió un momento su labor de calceta, fijando en mí sus ojos, y luego continuó trabajando, y por el movimiento de sus dedos, como si fuese el lenguaje convencional de los sordomudos, me pareció comprender que se daba cuenta de que yo había descubierto a mi bienhechor.

—Señorita Havisham —dije—, ayer fui a Richmond con objeto de hablar a Estella; pero, observando que algún viento la había traído aquí, la he seguido.

La señorita Havisham me indicó por tercera o cuarta vez que me sentara, y por eso tomé la silla que había ante la mesa tocador, la que le viera ocupar tantas veces. Y aquel lugar lleno de ruinas y de cosas muertas me pareció el más indicado para mí aquel día.

—Lo que quería decir a Estella, señorita Havisham, lo diré ahora ante usted misma... en pocos instantes. Mis palabras no la sorprenderán ni le disgustarán. Soy tan desgraciado como puede usted haber deseado.

La señorita Havisham continuaba mirándome fijamente. Por el movimiento de los dedos de Estella comprendí que también ella esperaba lo que iba a decir, pero no levantó la vista hacia mí.

—He descubierto quién es mi bienhechor. No ha sido un descubrimiento afortunado, y seguramente eso no ha de contribuir a mejorar mi reputación, mi situación y mi fortuna. Hay razones que me impiden decir nada más acerca del particular, porque el secreto no me pertenece.

Mientras guardaba silencio por un momento, mirando a Estella y pensando cómo continuaría, la señorita Havisham murmuró:

—El secreto no te pertenece. ¿Qué más?

—Cuando me hizo usted venir aquí, señorita Havisham; cuando yo vivía en la aldea cercana, que ojalá no hubiese abandonado nunca..., supongo que entré aquí como pudiera haber entrado otro muchacho cualquiera..., como una especie de criado, para satisfacer una necesidad o un capricho y para recibir el salario correspondiente.

—Sí, Pip —replicó la señorita Havisham, afirmando al mismo tiempo con la cabeza—. En ese concepto entraste en esta casa.

—Y que el señor Jaggers...

—El señor Jaggers —dijo la señorita Havisham interrumpiéndome con firmeza— no tenía nada que ver con eso y no sabía una palabra acerca del particular. Él es mi abogado y, por casualidad, lo era también de tu bienhechor. De la misma manera sostiene relaciones con otras muchas personas, con las que podía haber ocurrido lo mismo. Pero sea como fuere, sucedió así y nadie tiene la culpa de ello.

Cualquiera que hubiese contemplado entonces su desmedrado rostro habría podido ver que no se excusaba ni mentía.

—Pero cuando yo caí en el error, y en el que he creído por espacio de tanto tiempo, usted me dejó sumido en él —dije.

—Sí —me contestó, afirmando otra vez con movimientos de cabeza—, te dejé en el error.

—¿Fue eso un acto bondadoso?

—¿Y por qué —exclamó la señorita Havisham golpeando el suelo con su bastón y encolerizándose de repente, de manera que Estella la miró sorprendida—, por qué he de ser bondadosa?

Mi queja carecía de base, y por eso no proseguí. Así se lo manifesté cuando ella se quedó pensativa después de su irritada réplica.

—Bien, bien —dijo. —¿Qué más?

—Fui pagado liberalmente por los servicios prestados aquí —dije para calmarla—, y recibí el beneficio de ser puesto de aprendiz con Joe, de manera que tan sólo he hecho estas observaciones para informarme debidamente. Lo que sigue tiene otro objeto, y espero que menos interesado. Al permitirme que continuara en mi error, señorita Havisham, usted castigó o puso a prueba —si estas expresiones no le desagradan y puedo usarlas sin ofenderla— a sus egoístas parientes.

—Sí. Ellos también se lo figuraron, como tú. ¿Para qué había de molestarme en rogarte a ti o en suplicarles a ellos que no os figuraseis semejante cosa? Vosotros mismos os fabricasteis vuestros propios engaños. Yo no tuve parte alguna en ello.

Esperando a que de nuevo se calmase, porque también pronunció estas palabras muy irritada, continué:

—Fui a vivir con una familia emparentada con usted, señorita Havisham, y desde que llegué a Londres mantuve con ellos constantes relaciones. Me consta que sufrieron honradamente el mismo engaño que yo. Y cometería una falsedad y una bajeza si no le dijese a usted, tanto si es de su agrado como si no y tanto si me presta crédito como si no me cree, que se equivoca profundamente al juzgar mal al señor Mateo Pocket y a su hijo Herbert, en caso de que se figure que no son generosos, leales, sinceros e incapaces de cualquier cosa que sea indigna o egoísta.

—Son tus amigos —objetó la señorita Havisham.

—Ellos mismos me ofrecieron su amistad —repliqué— precisamente cuando se figuraban que les había perjudicado en sus intereses. Por el contrario, me parece que ni la señorita Sara Pocket ni la señorita Georgina, ni la señora Camila eran amigas mías.

Este contraste la impresionó, según observé con satisfacción. Me miró fijamente por unos instantes y luego dijo:

—¿Qué quieres para ellos?

—Solamente —le contesté— que no los confunda con los demás. Es posible que tengan la misma sangre, pero puede estar usted segura de que no son iguales.

Sin dejar de mirarme atentamente, la señorita Havisham repitió:

—¿Qué quieres para ellos?

—No soy tan astuto, ya lo ve usted —le dije en respuesta, dándome cuenta de que me ruborizaba un poco—, para creer que puedo ocultarle, aun proponiéndomelo, que deseo algo. Si usted, señorita Havisham, puede dedicar el dinero necesario para hacer un gran servicio a mi amigo Herbert, algo que resolvería su vida entera, aunque, dada la naturaleza del caso, debería hacerse sin que él lo supiera, yo podría indicarle el modo de llevarlo a cabo.

—¿Por qué ha de hacerse sin que él lo sepa? —preguntó, apoyando las manos en su bastón, a fin de poder mirarme con mayor atención.

—Porque —repliqué— yo mismo empecé a prestarle este servicio hace más de dos años, sin que él lo supiera, y no quiero que se entere de lo que por él he hecho. No puedo explicar la razón de que ya no me sea posible continuar favoreciéndole. Eso es una parte del secreto que pertenece a otra persona y no a mí.

Gradualmente, la señorita Havisham apartó de mí su mirada y la volvió hacia el fuego. Después de contemplarlo por un espacio de tiempo que, dado el silencio reinante y la escasa luz de las bujías, pareció muy largo, se sobresaltó al oír el ruido que hicieron varias brasas al desplomarse, y de nuevo volvió a mirarme, primero casi sin verme y luego con atención cada vez más concentrada. Mientras tanto, Estella no había dejado de hacer calceta. Cuando la señorita Havisham hubo fijado en mí su atención, añadió, como si en nuestro diálogo no hubiese habido la menor interrupción:

—¿Qué más?

—Estella —añadí volviéndome entonces hacia la joven y esforzándome en hacer firme mi temblorosa voz—, ya sabe usted que la amo. Ya sabe usted que la he amado siempre con la mayor ternura.

Ella levantó los ojos para fijarlos en mi rostro, al verse interpelada de tal manera, y me miró con aspecto sereno. Vi entonces que la señorita Havisham nos miraba, fijando alternativamente sus ojos en nosotros.

—Antes le habría dicho eso mismo, a no ser por mi largo error, pues éste me inducía a esperar, creyendo que la señorita Havisham nos había destinado uno a otro. Mientras creí que usted tenía que obedecer, me contuve para no hablar, pero ahora debo decírselo.

Siempre serena y sin que sus dedos se detuvieran, Estella movió la cabeza.

—Ya lo sé —dije en respuesta a su muda contestación—, ya sé que no tengo la esperanza de poder llamarla mía, Estella. Ignoro lo que será de mí muy pronto, lo pobre que seré o adónde tendré que ir. Sin embargo, la amo. La amo desde la primera vez que la vi en esta casa.

Mirándome con inquebrantable serenidad, movió de nuevo la cabeza.

—Habría sido cruel por parte de la señorita Havisham, horriblemente cruel, haber herido la susceptibilidad de un pobre muchacho y torturarme durante estos largos años con una esperanza vana y un cortejo inútil, en caso de que hubiese reflexionado acerca de lo que hacía. Pero creo que no pensó en eso. Estoy persuadido de que sus propias penas le hicieron olvidar las mías, Estella.

Vi que la señorita Havisham se llevaba la mano al corazón y la dejaba allí mientras continuaba sentada y mirándonos, sucesivamente, a Estella y a mí.

—Parece —dijo Estella con la mayor tranquilidad— que existen sentimientos e ilusiones, pues no sé cómo llamarlos, que no me es posible comprender. Cuando usted me dice que me ama, comprendo lo que quiere decir, como frase significativa, pero nada más. No despierta usted nada en mi corazón ni conmueve nada en él. Y no me importa lo más mínimo cuanto diga. Muchas veces he tratado de avisarle acerca del particular. ¿No es cierto?

—Sí —contesté tristemente.

—Así es. Pero usted no quería darse por avisado, porque se figuraba que le hablaba en broma. Y ahora ¿cree usted lo mismo?

—Creí, con la esperanza de comprobarlo luego, que no me lo decía en serio. ¡Usted, tan joven, tan feliz y tan hermosa, Estella! Seguramente, eso está en desacuerdo con la Naturaleza.

—Está en mi naturaleza —replicó. Y a continuación añadió significativamente:— Está en la naturaleza formada en mi interior. Establezco una gran diferencia entre usted y todos los demás cuando le digo esto. No puedo hacer más.

—¿No es cierto— pregunté— que Bentley Drummle está en esta ciudad y que la corteja a usted?

—Es verdad —contestó ella refiriéndose a mi enemigo con expresión de profundo desdén.

—¿Es cierto que usted alienta sus pretensiones, que sale a pasear a caballo en su compañía y que esta misma noche él cenará con usted?

Pareció algo sorprendida de que estuviera enterado de todo eso, pero de nuevo contestó:

—Es cierto.

—Tengo la esperanza de que usted no podrá amarle, Estella.

Sus dedos se quedaron quietos por vez primera cuando me contestó, algo irritada:

—¿Qué le dije antes? ¿Sigue figurándose, a pesar de todo, que no le hablo con sinceridad?

—No es posible que usted se case con él, Estella.

Miró a la señorita Havisham y se quedó un momento pensativa, con la labor entre las manos. Luego exclamó:

—¿Por qué no decirle la verdad? Voy a casarme con él.

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