Grandes esperanzas (27 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Grandes esperanzas
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En el tono de sus palabras se adivinaba una tolerancia o desdén que me causó mal efecto; yo continuaba con la cabeza ladeada, mirando al bloque que constituía su rostro, en busca de alguna ilustración alentadora para el texto, cuando anunció que estábamos en la
Posada de Barnard
. Mi depresión no desapareció al oír estas palabras, porque me había imaginado que aquel establecimiento sería un hotel, propiedad de un señor Barnard, en comparación con el cual el
Jabalí Azul
de nuestro pueblo no sería más que una taberna. Pero, en cambio de eso, pude observar que Barnard era un espíritu sin cuerpo o una ficción, y su Posada, la colección más sucia de construcciones míseras que jamás se vieron apretadas una por otra en un fétido rincón, como si fuera un lugar de reunión para los gatos.

Entramos por un portillo en aquel asilo y fuimos a parar por un pasillo a un espacio cuadrado y muy triste que me pareció un cementerio. Observé que allí había los más tristes árboles, los gorriones más melancólicos, los más lúgubres gatos y las más afligidas casas (en número de media docena, más o menos) que jamás había visto en la vida. Me pareció que las series de ventanas de las habitaciones en que estaban divididas las casas se hallaban en todos los estados posibles de decadencia de persianas y cortinas, de inservibles macetas, de vidrios rotos, de marchitez llena de polvo y de miserables recursos para tapar sus agujeros. En cada una de las habitaciones desalquiladas, que eran bastantes, se veían letreros que decían: «Por alquilar», y eso me daba casi la impresión de que allí ya no iban más que desgraciados y que la venganza del alma de Barnard se había aplacado lentamente con el suicidio gradual de los actuales huéspedes y su inhumación laica bajo la arena. Unos sucios velos de hollín y de humo adornaban aquella abandonada creación de Barnard, y habían esparcido abundante ceniza sobre su cabeza, que sufría castigo y humillación como si no fuese más que un depósito de polvo. Eso por lo que respecta a mi sentido de la vista, en tanto que la podredumbre húmeda y seca y cuanta se produce en los desvanes y en los sótanos abandonados —podredumbre de ratas y ratones, de chinches y de cuadras, que, por lo demás, estaban muy cerca—, todo eso molestaba grandemente mi olfato y parecía recomendarme con acento quejumbroso: «Pruebe la mixtura de Barnard.»

Tan deficiente era esta realización de la primera cosa que veía relacionada con mi gran porvenir, que miré con tristeza al señor Wemmick.

—¡Ah! —dijo éste sin comprenderme—, este lugar le recuerda el campo. Lo mismo me pasa a mí.

Me llevó a un rincón y me hizo subir un tramo de escalera que, según me pareció, iba muriendo lentamente al convertirse en serrín, de manera que, muy poco después, los huéspedes de los pisos altos saldrían a las puertas de sus habitaciones observando que ya no tenían medios de bajar a la calle, y así llegamos a una serie de habitaciones situadas en el último piso. En la puerta había un letrero pintado, que decía: «SEÑOR POCKET, HIJO», y en la ranura del buzón estaba colgada una etiqueta en la que se leía: «Volverá en breve».

—Seguramente no se figuraba que usted vendría tan pronto —explicó el señor Wemmick—. ¿Me necesita todavía?

—No; muchas gracias —le dije.

—Como soy encargado de la caja —observó el señor Wemmick—, tendremos frecuentes ocasiones de vernos. Buenos días.

—Buenos días.

Tendí la mano, y el señor Wemmick la miró, al principio, como figurándose que necesitaba algo. Luego me miró y, corrigiéndose, dijo:

—¡Claro! Sí, señor. ¿Tiene usted la costumbre de dar la mano?

Yo me quedé algo confuso, creyendo que aquello ya no sería moda en Londres, y le contesté afirmativamente.

—Yo he perdido ya la costumbre de tal manera... —dijo el señor Wemmick—, exceptuando cuando me despido en definitiva de alguien. Celebro mucho haberle conocido. Buenos días.

Cuando nos hubimos dado la mano y él se marchó, abrí la ventana de la escalera y a punto estuve de quedar decapitado, porque, como no ajustaba bien, bajó la vidriera como la cuchilla de la guillotina.
[4]
Felizmente, no acabé de sacar la cabeza. Después de esta salvación milagrosa, me contenté con gozar de una vista brumosa de la posada a través del polvo y la suciedad que cubrían el vidrio, y me quedé mirando tristemente al exterior, diciéndome a mí mismo que, sin duda alguna, Londres no estaba a la altura de su fama.

La idea que el señor Pocket, hijo, volvería «en breve» no era la mia sin duda alguna, porque había estado mirando hacia fuera por espacio de media hora y pude escribir varias veces mi nombre con el dedo en la suciedad de cada uno de los vidrios de la ventana antes de que oyese pasos en la escalera. Gradualmente se me aparecieron el sombrero, la cabeza, el cuello de la camisa, el chaleco, los pantalones y las botas de un miembro de la sociedad de poco más o menos mi edad. Llevaba una bolsa de papel debajo de cada brazo, en una mano un cesto con fresas, y estaba sin aliento.

—¿El señor Pip? —preguntó.

—¿El señor Pocket? —le contesté.

—¡Dios mío! —exclamó—. Lo siento muchísimo, pero me dijeron que llegaba un coche desde su pueblo a cosa de mediodía, y me figuré que vendría usted en él. El hecho es que acabo de salir por su causa, no porque eso sea una excusa, sino porque me dije que a su llegada del campo le gustaría poder tomar un poco de fruta después de comer, y por eso fui al mercado de Covent Garden para comprarla buena.

Por una razón que yo me sabía, parecíame como si los ojos se me quisieran saltar de las órbitas. De un modo incoherente le di las gracias por su atención y empecé a figurarme que soñaba.

—¡Caramba! —exclamó el señor Pocket, hijo—. Esta puerta se agarra de un modo extraordinario.

Mientras luchaba contra la puerta estaba convirtiendo la fruta en pasta, pues continuaban debajo de sus brazos las bolsas de papel. Por eso le rogué que me lo entregase todo. Lo hizo así con agradable sonrisa y empezó a luchar con la puerta como si ésta fuese una fiera. Por fin se rindió de un modo tan repentino que él vino a chocar contra mí, y yo, retrocediendo, fui a dar contra la puerta opuesta, y ambos nos echamos a reír. Pero aún me parecía que se me iban a saltar los ojos y como si estuviera soñando.

—Haga el favor de entrar —dijo el señor Pocket, hijo—. Permítame que le enseñe el camino. Dispongo aquí de pocas comodidades, mas espero que lo pasará usted de un modo tolerable hasta el lunes. Mi padre creyó que pasaría usted el día de mañana mejor conmigo que con él y que le gustar ir tal vez dar un paseo por Londres. Por mi parte, me será muy agradable mostrarle la capital. En cuanto a nuestra mesa, creo que no la encontrará mal provista, porque nos servirán desde el café inmediato, y he de anadir que ello será a las expensas de usted, porque tales son las instrucciones recibidas del señor Jaggers. En cuanto a nuestro alojamiento, no es espléndido en manera alguna, porque yo he de ganarme el pan y mi padre no tiene nada que darme, aunque yo no lo tomaría en el caso de que lo tuviese. Ésta es nuestra sala, que contiene las sillas, las mesas, la alfombra y lo demás que he podido traerme de mi casa. No debe usted figurarse que el mantel, las cucharas y las vinagreras son míos, porque los han mandado para usted desde el café. Éste es mi pequeño dormitorio; un poco mohoso, pero hay que tener en cuenta que Barnard también lo es. Éste es el dormitorio de usted. Se han alquilado los muebles para esta ocasión, mas espero que le parecerán convenientes para el objeto; si necesita algo, iré a buscarlo. Estas habitaciones están algo retiradas y, por lo tanto, estaremos solos; pero me atrevo a esperar que no nos pelearemos. ¡Dios mío!, perdóneme. No me había dado cuenta de que sigue usted sosteniendo la fruta. Déjeme que le tome estas bolsas. Estoy casi avergonzado.

Mientras yo estaba frente al señor Pocket, hijo, entregándole las bolsas de papel, observé que en sus ojos aparecía la misma expresión de asombro que había en los míos y retrocedió exclamando:

—¡Dios mío! ¡Es usted aquel muchacho!

—Y usted —dije yo— es el joven caballero pálido.

CAPITULO XXII

El joven caballero pálido y yo nos quedamos contemplándonos mutuamente en la
Posada de Barnard
hasta que ambos nos echamos a reír a carcajadas.

—¿Quién se iba a figurar que sería usted? —exclamó.

—¿Y cómo podía imaginarme que fuese usted? —dije yo a mi vez.

Luego nos contemplamos otra vez y de nuevo nos echamos a reír.

—Perfectamente —dijo el joven caballero pálido, ofreciéndome afablemente la mano— Espero que considerará usted terminado el asunto y que me perdonará magnánimamente los golpes que le di aquel día.

Por estas palabras comprendí que el señor Herbert Pocket, porque así se llamaba el joven, seguía confundiendo su intención con la realidad. Pero yo contesté modestamente y nos estrechamos las manos con afecto.

—Supongo que entonces no había usted empezado a gozar de su buena fortuna —dijo Herbert Pocket.

—No —le contesté.

—Tiene usted razón —confirmó él—. Me he enterado de que eso ocurrió hace muy poco tiempo. Entonces yo estaba buscando mi fortuna.

—¿De veras?

—Así es. La señorita Havisham me hizo llamar para ver si podía aficionarse a mí, mas parece que no pudo... En fin, que no lo hizo.

A mí me pareció cortés observar que ello me sorprendía mucho.

—Dio pruebas de mal gusto —exclamó Herbert riéndose—, pero así fue. Sí, me hizo llamar para que le hiciese una visita de prueba, y me parece que si el resultado hubiese sido satisfactorio, habría alcanzado algo; tal vez pudiera haber sido... —e hizo una pausa— eso... para Estella.

—¿Qué es eso? —pregunté con repentina seriedad.

Él estaba poniendo la fruta en unos platos mientras hablábamos, y como su atención estaba dividida, ésta fue la causa de que no encontrase la palabra conveniente.

—Prometido —explicó ocupado aún con la fruta—. ¿No se llama así? ¿No es ésta la palabra?

—¿Y cómo soportó usted su desencanto? —pregunté.

—¡Bah! —me contestó—. No me importa mucho. Es una tártara.

—¿La señorita Havisham?

—Tal vez ella también. Pero me refiero a Estella. Esta muchacha es dura, altanera y caprichosa en sumo grado, y la señorita Havisham la ha educado para que la vengue en los representantes del sexo masculino.

—¿Qué parentesco tiene con la señorita Havisham?

—Ninguno —dijo—. Es solamente una muchacha adoptada.

—¿Por qué debe vengarse del sexo masculino? ¿Qué venzanga es ésta?

—¡Caramba, señor Pip! —exclamó—. ¿No lo sabe usted?

—No —contesté.

—¡Dios mío! Es una historia que le referiré durante la comida. Ahora permítame que le dirija una pregunta: ¿cómo fue usted allí aquel día?

Se lo dije y me escuchó muy atento hasta que hube terminado. Luego se echó a reír otra vez y me preguntó si luego estuve dolorido. Yo no le pregunté a mi vez semejante cosa, porque mi convicción estaba ya perfectamente establecida acerca del particular.

—Según tengo entendido, el señor Jaggers es su tutor.

—Sí.

—¿Ya sabe usted que es el abogado y el hombre de negocios de la señorita Havisham y que es el único que goza de su confianza?

Comprendí que esta observación me situaba en un terreno peligroso. Y con reserva, que no traté de disimular, contesté que había visto al señor Jaggers en casa de la señorita Havisham el mismo día de nuestra lucha, pero ya en ninguna otra ocasión, y que, según me figuraba, él no podía recordar haberme visto allí.

—Él fue tan amable como para proponer a mi padre ser profesor de usted y le visitó para hablarle de ello. Desde luego, él conocía a mi padre por sus relaciones con la señorita Havisham. Mi padre es primo de esta última; eso no indica que existan entre ellos relaciones continuadas, porque él es mal cortesano e incapaz de adularla.

Herbert Pocket tenía modales francos y naturales, verdaderamente muy atractivos. Jamás vi a nadie, antes ni después, que en cada una de sus miradas y en su tono me expresara mejor su natural incapacidad de hacer nada secreto o bajo. En su aspecto general había algo extraordinariamente esperanzado y también algo que me daba a entender que jamás sería rico o lograría el éxito. Ignoro cómo era eso. Tan sólo sé que quedé convencido de ello antes de sentarnos a comer, aunque no puedo comprender gracias a qué medios.

Él era todavía un joven caballero pálido y, a pesar de su alegría y entusiasmo, se advertía en su persona cierta languidez que no parecía indicar gran fortaleza. No era hermoso de rostro, pero tenía otra cualidad mejor, pues era alegre y simpático. Su figura era un poco desgarbada, como los días en que mis puños se tomaron tales libertades con ella, pero parecía como si hubiera de ser siempre ligero y joven. Habría sido dudoso saber si la obra del señor Trabb le habría sentado mejor a él que a mí, aunque estoy persuadido de que llevaba su traje viejo mucho mejor que yo el mío nuevo.

Como él se mostraba muy comunicativo, comprendí que la reserva por mi parte sería una mala correspondencia e inadecuada a nuestros años. Por consiguiente, le referí mi corta historia, haciendo hincapié en que se me había prohibido indagar quién era mi bienhechor. Añadí que, como me había educado en casa de un herrero del pueblo y conocía muy poco los modales cortesanos, consideraría muy bondadoso por su parte el que se molestase en hacerme alguna indicación en cuanto me viese apurado o cometiese alguna torpeza.

—Con mucho gusto —dijo—, aunque me aventuro a profetizar que necesitará usted muy pocas indicaciones. Me atrevo a creer que estaremos juntos con frecuencia, y por esto deseo alejar todo motivo de reserva entre nosotros. ¿Quiere usted hacerme el favor de llamarme desde ahora por mi nombre de pila, Herbert?

Yo le di las gracias y le dije que lo haría, informándole, en cambio, de que mi nombre de pila era Felipe.

—No me gusta Felipe —dijo sonriendo—, porque me recuerda a uno de esos niños malos de los libros de lectura, que era tan perezoso que se cayó en un estanque, o tan gordo que no podía ver más allá de sus ojos, o tan avariento que se guardaba el pastel hasta que se lo comían los ratones, o tan aficionado a ir a coger nidos que, una vez, le devoraron los osos que le esperaban al acecho en las cercanías. Voy a decirle a usted lo que me gustaría. Reina entre nosotros tal armonía y usted ha sido herrero... ¿No tendrá inconveniente?

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