El nazismo postuló que todos aquellos que no fueran arios no eran humanos y por tanto serían tratados como animales. Si era ético experimentar con perros, gatos y ratones, ¿qué problema habría en hacerlo con judíos, polacos, gitanos u homosexuales?
La respuesta la encontramos en los campos de concentración nazis donde cientos de fieles guardianas, con la sangre 'limpia' y libres de intoxicaciones, se convirtieron en las torturadoras y asesinas más despiadadas de la Segunda Guerra Mundial.
No son tan famosas como los Hitler, Himmler, Goebbels o Mengele pero la Historia más siniestra de la Humanidad tiene su hueco para estas auténticas arpías, las caras inhumanas que tantas víctimas dejaron tras de sí.
Como el caso de Hermine Braunsteiner, 'La Yegua de Majdanek', que disfrutaba propinando severas coces en el estómago de sus confinadas. O Irma Grese, el 'Ángel de Auschwitz', cuyo pasatiempo favorito era echar a sus perros para que devoraran a las prisioneras.
A lo largo de este libro, la autora recoge la biografía de un total de 19 mujeres que participaron activamente en la maquinaria bélica del Nacionalsocialismo y que sucumbieron ante el poder, la sangre y la muerte.
¿Tuvieron otra salida? Sí. No obstante, optaron por tomar las riendas, acatar órdenes y aliñar sus actuaciones con fuertes dosis de vejación, maltrato y sadismo.
Mónica G. Álvarez
Guardianas nazis
El lado femenino del mal
ePUB v1.0
AlexAinhoa05.03.13
Título original:
Guardianas nazis. El lado femenino del mal.
© Mónica González Álvarez, 2012.
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.1
Para que nunca olvidemos los principios humanos
que nos alejan irremediablemente del crimen y el
castigo, me gustaría dedicar este libro:
A todas las víctimas de la injusticia,
a las de entonces y a las de ahora.s
A aquellos que murieron por la libertad.
«Lo que queda de esa noche como ninguna otra
es una sensación irremediable de pérdida, de
despedida. Mi madre y mi hermana se marcharon,
y nunca les dije adiós.
Todo sigue siendo irreal. Es solo un sueño, me dije
mientras caminaba colgada del brazo de mi padre.
Es una pesadilla que me ha arrancado de las
personas a las que amo, que están golpeando a la
gente hasta la muerte, que Birkenau existe y que
alberga un gigantesco altar donde los demonios de
fuego devoran nuestro pueblo.
Es una pesadilla de Dios que los seres humanos
estén lanzando a las llamas a niños vivos judíos.»
(Elie Wiesel, superviviente del Holocausto).
Cuando un psiquiatra se pone a prologar, las cosas se convierten en impredecibles, ya que sabemos escuchar, hablar a medias, pero escribir muy mal. Pero, como alguien dijo, es lo que hay.
Para prologar desde la perspectiva psiquiátrica caben dos opciones: tratar de entender el contenido de la obra en sus matices psíquicos, o entender al autor en sus motivos para escribir dicho contenido, y en ambos casos siempre resulta arriesgado encargar a un psiquiatra una introducción o un prólogo, ya que el riesgo nace de la «manía» o también llamada «deformación profesional» de estos sujetos, es decir, en este caso de un servidor por desentrañar los intríngulis psíquicos de aquello que prologan, de buscar los fantasmas inconscientes que siempre yacen tras las conductas humanas, y cómo no tras las palabras escritas como representación éstas últimas de la personalidad del autor.
Pero el que así arriesga, ya sea autor o editor, demuestra su valentía, y en cierto modo se desnuda para ofrecer con sinceridad una obra y el esfuerzo que esta siempre implica.
Vivimos un mundo convulso y con miles de criterios y marcos morales donde a veces resulta difícil seguir una senda, por eso conviene mirar atrás en nuestra historia y aprender de lo que en ella, con fortuna o no, ha hecho el ser humano. Ese es el gran reto de los escritos que bucean en nuestras luces y en nuestras sombras.
Y de sombras vamos a hablar en estas palabras que servirán como prólogo, sombras perversas y negras que pintaron un capítulo mucho más que trágico de la humanidad, un capítulo de horror sin sentido, donde el cerebro más animal e irracional gobernó el mundo en una espiral que llenó los cementerios y aun nos asusta en su recuerdo.
La autora ha desentrañado unas vidas de personas, mujeres en concreto, que debieron ser insignificantes o al menos sencillas y grises, y, sin embargo, encarnaron unas conductas tan crueles e inimaginables que los psiquiatras titubeamos a la hora de etiquetarlas.
Y es que cuando sucede algo trágico o criminal todo el mundo recurre al profesional de la psiquiatría para que de inmediato ponga un diagnóstico o al menos explique el motivo de tal o cual conducta, como si al etiquetar o explicar, nuestra angustia por lo bestial e incomprensible se aliviara y de esta forma pudiéramos seguir saliendo a la calle sin la sensación de que en algún momento un semejante puede hacer tal o cual cosa.
De los campos de concentración tenemos libros y libros, textos y textos y hasta filmaciones que nos erizan el cabello y nos secan la boca, incluso tenemos descripciones de profesionales de la salud mental que estuvieron presos, me vienen a la memoria Víktor Frankl y Bruno Bettelheim a los que hay que leer por obligación, científicos de renombre como Primo Leví, inolvidable, y también hay quienes nos avisaron con dolor de lo que se viviría como Stefan Zweig, que se quitó la vida lejos de su patria por ese dolor inasumible.
Pero no teníamos un fichero tan detallado de unas mujeres que hicieron de su condición el más flaco favor que se puede hacer hoy a la condición femenina; fueron las torturadoras, algunas de ellas, que hoy gracias a la autora conocemos con detalle.
Y es en este punto en el que el psiquiatra se pregunta ¿Por qué? ¿Había otras opciones para estas mujeres? ¿O un cruel fatalismo las empujó a perder el rumbo intoxicadas por una atmósfera delirante proaria, que llevaron hasta sus últimas consecuencias?
¿Qué decir de la personalidad de estas mujeres? ¿Pero qué es la personalidad antes de todo?
La personalidad es lo que conocemos coloquialmente como «forma ser», y la deducimos de la conducta que cada uno tiene consigo mismo y en relación con los demás. Esta forma de ser, si lo resumimos de manera didáctica, estaría compuesta por dos parámetros claramente diferenciales:
el temperamento
y
el carácter
.
El primero, al que hemos denominado temperamento, tendría un gran componente genético, es decir, se transmitiría a través de la herencia, procedentes de ambos progenitores. En cambio, el segundo sería básicamente adquirido en función de las relaciones y del ambiente que rodean al sujeto desde su nacimiento hasta el momento presente. Lo que vemos de la personalidad, lo que percibimos, lo que se exterioriza, es lo que llamamos
conducta
o
comportamiento
.
No hay acuerdo entre los autores y las escuelas sobre cuál de los dos elementos es más determinante a la hora de la conducta del sujeto, habiendo quien dice que la herencia determina definitivamente la conducta (idea un tanto fatalista) y quien por el contrario habla de la herencia como una vulnerabilidad sobre la que se impresionan los acontecimientos vitales que rodean al sujeto en su vida desde la infancia hasta la edad de adulto.
En cualquier caso, todos hemos visto diferentes situaciones que parecen inclinarse hacia un lado u otro de la balanza, pero cada vez son más los que opinan que como decía Cajal: «El hombre es el escultor de su propio cerebro».
Lo que conocemos como Trastornos de la Personalidad (TP) serían formas «anormales» de ser y de relacionarse con uno mismo y con los demás, desde un punto de vista estadístico. Se inician muy precozmente y provocan malestar al sujeto y/o a los que conviven con él. En realidad, muchos que denominamos «raros» son auténticos trastornos de la personalidad, trastorno que se patentiza de otra forma dependiendo del medio social donde vive el sujeto.
Es en esta línea de pensamiento que deberíamos encuadrar hoy a aquellas mujeres, y entonces las preguntas siguientes serían: ¿Nacieron así?, ¿Se hicieron así por contagio ideológico? O lo que es más duro de acepta
R:
¿eran simplemente así?, luego el mal existe.
A los psiquiatras no nos gusta hablar del mal y del bien, porque son conceptos morales íntimos de las personas y han cambiado a lo largo de la historia según ideologías, cambios de poder… etc., pero lo cierto es que en ocasiones nos encontramos con personas que no tienen criterios morales ninguno y entonces no podemos diagnosticar un trastorno, simplemente alejarnos cautelosamente de ellas.
Yo creo que el caso de estas mujeres es en síntesis este último. No podríamos definirlas como personas con trastornos psiquiátricos, vivían en un mundo tóxico en el que la moral se la impusieron y ellas simplemente por vanidad, egoísmo, celos, ambición y otras muchas razones «no psiquiátricas», hicieron del mal una herramienta perversa de proyección de sus pobres vidas, y esto lo ha recogido magistralmente la autora Mónica González Álvarez, mujer actual, trabajadora e investigadora de la historia, a la que auguramos un gran éxito con esta descripción detallada de aquellas Guardianas Nazis que hoy gracias a ella vuelven a la luz para que todos mantengamos la alerta viva ante las ideologías extremas y radicales.
Dr. José Cabrera Forneiro
Psiquiatra y Doctor en Medicina Legal.
Académico de la Academia Médico Quirúrgica Española.
«La idea de aceptar un trabajo en Auschwitz era particularmente seductora, puesto que el trabajo respondía a la necesidad que tenía de experimentar día tras día la propia superioridad y la propia fuerza, el derecho a decidir sobre la vida y sobre la muerte, el derecho a infligir la muerte, personalmente o al azar, y el derecho a abusar del poder sobre las otras detenidas».
Así formuló Anna Pawelczynska, prisionera polaca convertida en guardiana del campo de Auschwitz y actual socióloga, su paso por este centro de internamiento durante la Segunda Guerra Mundial.
No fue la única. A partir de 1939 cientos de mujeres alemanas se alistaron a la
Bund Deutscher Mädel
(Liga de la Juventud Femenina Alemana) y al Partido Nazi (NSDAP) para acatar los nuevos preceptos erigidos por Adolf Hitler y su Tercer Reich. No echaban de menos un hogar íntimo, un marido cariñoso o unos niños felices, como manifestó el
Führer
en más de una ocasión. No. Estas féminas —pese a lo que declararon ante sus respectivos tribunales—, fueron conscientes de la barbarie y la consternación a la que se enfrentaron. Decidieron formar parte de un sistema de tortura, sadismo y muerte aún contraviniendo las leyes internacionales en tiempos de conflicto.
Pero ¿cómo es posible que alguien corriente se convierta en un criminal de guerra? La respuesta más recurrente y la que, por desgracia, he intentado reflejar a través de este libro, es que todas y cada una de las personas que participaron de la maquinaria bélica del horror nazi, ya tenían esa semilla asesina en su interior. Esa maldad era innata, oculta en algún rincón de su conducta pero tan palpable que tan solo fue necesario trabajar en un campo de exterminio, entre cadáveres y llanto, para despertar a las bestias más despiadadas que se han conocido jamás.