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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (26 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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¿
Siempre
?

¿Quiere hablar sobre encontrarse solo en territorio hostil? Pues le hablo sobre mis cuatro años en Colorado Springs.

Pero había más mujeres…

Había más cadetes, más competidoras que, por pura casualidad, tenían los mismos genitales que yo. Créame, cuando empieza la presión, la hermandad femenina salé volando. No, estaba yo sola: independiente, autosuficiente y siempre, siempre segura de mí misma, sin vacilación. Fue la única manera de sobrevivir a aquellos cuatro años de infierno académico, y fue lo único con lo que contaba cuando caí en el barro, en pleno corazón del país de los emes.

Desenganché el paracaídas (nos enseñan a no perder tiempo en esconderlo) y fui en busca del otro. Me pasé un par de horas chapoteando por aquel cieno frío que me entumecía de rodilla para abajo. No pensaba con claridad y la cabeza todavía me daba vueltas; sé que no es excusa, sí, pero por eso no me di cuenta de que los pájaros, de repente, huían a toda prisa en dirección contraria. Aunque sí oí el grito, débil y lejano, y vi el paracaídas enganchado en los árboles. Empecé a correr, otro error imperdonable, haciendo un montón de ruido sin detenerme a comprobar si se oían zetas. No vi nada salvo ramas grises y peladas hasta que los tuve encima; de no ser por Rollins, mi copiloto, seguro que la habría palmado.

Lo encontré colgado de su arnés, muerto, retorciéndose. Le habían desgarrado el uniforme de vuelo
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y tenía las tripas colgando… sobre cinco criaturas que se las comían bajo aquella lluvia de color marrón rojizo. Uno de ellos había conseguido enredarse el cuello en un trozo de intestino delgado. Cada vez que se movía, tiraba de Rollins, como si tocase una puta campana. No notaron mi presencia; estaban tan cerca que podía tocarlos y ni siquiera me miraron.

Al menos tuve la sensatez de colocar el silenciador. No tenía por qué haber gastado todo el cargador, fue otra cagada, pero estaba tan enfadada que me lie a patadas con los cadáveres. Sentía tanta vergüenza, tanto odio por mí misma…

¿
Por usted
?

¡La había cagado del todo! Mi avión, mi tripulación…

Pero había sido un accidente. No era culpa suya
.

¿Cómo lo sabe? Usted no estaba allí. Mierda, ni siquiera yo estaba allí, así que no sé cómo pasó. No estaba haciendo mi trabajo, estaba en cuclillas sobre un cubo, ¡como si fuese una puta chica!

Tenía la cabeza a punto de estallar, me decía que era una enclenque de mierda, una perdedora de mierda. Empecé a caer en picado, no sólo odiándome, sino odiándome por odiarme. ¿Tiene sentido? Seguro que me habría quedado allí mismo, temblorosa, indefensa, hasta que llegaran los zetas, pero, entonces, mi radio empezó a graznar: «¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Ha saltado alguien de ese accidente?». Era una voz de mujer, sin duda una civil, por el lenguaje y el tono.

Respondí de inmediato, me identifiqué y le pedí que hiciese lo mismo. Ella me dijo que era una observadora aérea y que su apodo era Fan de los Mets o sólo Mets, para abreviar. El sistema de observación aérea era una red ad hoc de operadores de radio aislados; se suponía que debían informar sobre los tripulantes de los vuelos accidentados y hacer todo lo posible para ayudar en su rescate. Aunque no era un sistema muy eficaz, sobre todo porque había pocos operadores, parecía mi día de suerte. Me dijo que había visto el humo y cómo caían los restos de mi Herc, y que, a pesar de que probablemente estuviese a menos de un día a pie de mi posición, su cabaña estaba rodeada de enemigos. Antes de poder contestar nada, añadió que no me preocupase, que ya había informado de mi posición al equipo de rescate y que lo mejor que podía hacer era salir a campo abierto para poder reunirme con ellos.

Fui a coger el GPS, pero se me había caído del uniforme al salir volando del avión; aunque tenía un mapa de supervivencia, era grande y poco específico: mi viaje me llevaba sobre tantos estados que era casi un mapa de los EE.UU. Todavía tenía la mente nublada por culpa de la rabia y la duda, y le dije a la mujer que no sabía cuál era mi posición, que no sabía adonde ir…

Ella se rio: «¿Quieres decir que nunca has hecho este viaje? ¿Que no te sabes de memoria cada centímetro? ¿Que no viste dónde estabas mientras colgabas del paracaídas?». Aquella mujer tenía tanta confianza en mí que intentaba hacerme pensar en vez de darme las respuestas masticadas. Me di cuenta de que sí conocía bien la zona, que, efectivamente, había sobrevolado aquel territorio al menos veinte veces en los últimos tres meses y que tenía que estar en algún lugar de la cuenca del río Atchafalaya. «Piensa —me dijo—, ¿qué viste desde tu paracaídas? ¿Había algún río, alguna carretera?»

Al principio sólo recordaba los árboles, el interminable paisaje gris sin características distintivas, pero después, poco a poco, conforme se me aclaraba la mente, empecé a recordar ríos y una carretera. Miré en el mapa y me di cuenta de que, justo al norte de mi posición, estaba la autopista I-10. Mets me dijo que era el mejor lugar para una recogida del equipo de rescate y que no tardaría más de un día o dos en llegar, si empezaba a moverme y dejaba de malgastar lo que quedaba de día.

Cuando estaba a punto de marcharme, me detuvo para preguntarme si se me había olvidado hacer algo. Recuerdo ese momento con claridad; me volví hacia Rollins, que empezaba abrir de nuevo los ojos. Sentí que debía decir algo, quizá disculparme, y después le disparé a la cabeza.

Mets me aconsejó que no me culpara, que, pasara lo que pasara, no me distrajese del trabajo que tenía entre manos. Me dijo: «Sigue viva, sigue viva y haz tu trabajo. —Después añadió—: Y deja de gastar potencia».

Se refería a la radio, no se le escapaba una, así que corté y empecé a avanzar por el pantano hacia el norte. Ya tenía la mente puesta en el objetivo y recordé todo lo que había aprendido en Creek. Daba un paso, me detenía, escuchaba. Permanecía en tierra seca siempre que podía y me aseguraba de caminar con mucha precaución. Tuve que nadar un par de veces, y eso me ponía muy nerviosa; juro que en dos ocasiones sentí una mano que me rozaba la pierna. En cierto momento encontré una carretera pequeña, de apenas dos carriles y muy deteriorada, pero me pareció mejor que chapotear por el barro. Informé a Mets de lo que había encontrado y le pregunté si me llevaría directamente a la autopista. Ella me advirtió que me alejara de allí y de cualquier otra carretera que cruzase la cuenca: «En las carreteras hay coches —me dijo—, y en los coches hay emes». Se refería a los conductores humanos mordidos que habían muerto de sus heridas antes de salir del coche y, como aquellos monstruos no tenían la inteligencia suficiente para abrir una puerta o desabrochar un cinturón de seguridad, estaban condenados a pasarse el resto de su existencia atrapados en los coches.

Le pregunté qué tenía de malo: si no podían salir, mientras yo no dejase que me alcanzasen por la ventana, ¿qué más daba cuántos coches «abandonados» hubiese en la carretera? Mets me recordó que un eme atrapado todavía era capaz de gemir y llamar a los demás. Eso me dejó muy desconcertada: si iba a perder tanto tiempo esquivando unas cuantas carreteras secundarias con un par de coches llenos de zetas, ¿por qué me dirigía a una autopista que iba a estar abarrotada de ellos?

«Estarás por encima del pantano, ¿cómo van a llegar a ti los zombis?», me dijo ella. Como estaba construida varios niveles por encima del pantano, aquel tramo de la I-10 era el lugar más seguro de toda la cuenca. Confesé que no había pensado en eso, pero ella se rió y respondió: «No te preocupes, cielo, yo sí. Quédate conmigo y te llevaré a casa».

Eso hice: me alejé de cualquier cosa parecida a una carretera y avancé por los senderos más silvestres que encontré. Digo que lo intenté, porque resultaba imposible evitar todo rastro de humanidad o de lo que había sido humanidad hacía mucho tiempo. Había zapatos, ropa, basura, maletas destrozadas y equipos de excursionismo. Vi muchos huesos en los montículos de lodo, aunque no sabía decir si eran humanos o animales. En una de esas ocasiones, encontré un costillar, supongo que de un caimán, uno bien grande. No quise pararme a pensar en cuántos emes habrían hecho falta para derribar a aquella bestia.

El primer monstruo que vi era pequeño, probablemente una niña, no estoy segura. Tenía la cara comida: la piel, la nariz, los ojos, los labios, e incluso el pelo y las orejas… No del todo, le colgaban por algunas partes y otras se le habían quedado pegadas al cráneo, que estaba al aire. Quizá tuviese más heridas, no lo sé, porque estaba metida dentro de uno de esos macutos de excursionista, allí atrapada, con el cordón que cerraba la bolsa apretado en torno al cuello. Las correas se habían enredado en las raíces de un árbol y la cosa estaba chapoteando, medio sumergida. Debía de tener el cerebro intacto y también algunos de las fibras musculares que le sujetaban la mandíbula; empezó a lanzar dentelladas en cuanto me acerqué. No sé cómo sabía que yo estaba allí, quizá le siguiesen funcionando parte de las fosas nasales o quizá el conducto auditivo.

No podía gemir, tenía la garganta demasiado destrozada, pero el chapoteo podía llamar la atención, así que la libré de su desdicha, si es que la sentía, e intenté no pensar más en ello. Ésa es otra cosa importante que nos enseñaron en Willow Creek: no les escribas un panegírico, no intentes imaginarte cómo eran antes, ni cómo llegaron hasta donde están, ni cómo se convirtieron en lo que son. Lo sé, ¿quién no se lo pregunta, verdad? ¿Quién es capaz de mirar a una de esas cosas y no empezar a preguntarse, sin quererlo? Es como leer la última página de un libro…, tu imaginación empieza a dar vueltas, sin más. Y es entonces cuando te distraes, cuando te vuelves torpe, cuando bajas la guardia y acabas dejando que otro se pregunte qué te pasó a ti. Intenté quitarme a la niña, al zombi, de la cabeza, y entonces empecé a pensar en por qué era el único que había visto.

Era una pregunta de supervivencia práctica, no darle vueltas a la cabeza tontamente, y por eso cogí la radio y le pregunté a Mets si se me escapaba algo, si quizá había alguna zona que debiera esquivar. Me recordó que aquella área estaba, en su mayor parte, despoblada, porque las zonas azules de Baton Rouge y Lafayette atraían a los emes hacia ellas. Era un consuelo agridulce, porque estaba justo en medio de dos de los grupos más concurridos en varios kilómetros a la redonda. Se rio de nuevo: «No te preocupes por eso, no pasará nada».

Vi algo delante de mí, un bulto que era casi un arbusto, pero demasiado cuadrado y reluciente en algunas zonas. Se lo comenté a Mets y ella me advirtió que no me acercase, que siguiese avanzando y no apartase la vista del premio. Yo ya empezaba a sentirme bastante bien, un poco con mi personalidad de siempre.

Cuando me acerqué, comprobé que se trataba de un vehículo, de un Lexus híbrido todoterreno; estaba cubierto de barro y musgo, y sumergido en el agua hasta las puertas. Vi que las ventanas traseras estaban hasta arriba de equipo de supervivencia: tienda, saco de dormir, utensilios de cocina, fusil de caza con montones de cajas de munición, todo nuevo, algunas cosas todavía envueltas en plástico. Me acerqué a la ventana del conductor y vi el reflejo de una .357 que seguía en la mano marrón y arrugada del conductor. Estaba sentado muy recto, miraba hacia delante, y la luz le atravesaba el lateral del cráneo; no vi más heridas, ni mordiscos, nada. Eso me impactó mucho más que la niñita sin cara: aquel tío lo tenía todo para sobrevivir, todo salvo la voluntad de hacerlo. Sé que es una suposición; quizá tuviera alguna herida que no se veía, oculta bajo la ropa o disimulada por el avanzado estado de descomposición, pero yo lo sabía: estaba inclinada sobre el coche, con la cara pegada al cristal, contemplando un monumento a lo fácil que era rendirse.

Me quedé allí un instante, lo bastante para que Mets me preguntase qué pasaba. Le conté lo que veía y, sin pararse a respirar, me ordenó que siguiera avanzando.

Empecé a discutir, pensando que, al menos, tendría que registrar el vehículo y ver si había algo que necesitara. Ella me preguntó, severa, si veía algo que necesitara, no sólo algo que quisiera, y yo, tras meditarlo, reconocí que no. Aquel hombre tenía un equipo abundante, aunque de civil, por lo que era grande y voluminoso; la comida había que cocinarla y las armas no llevaban silenciador. Mi equipo de supervivencia era bastante completo y, si por alguna razón no me esperaba nadie en la I-10, siempre podía utilizar todo aquello como un almacén de suministros de emergencia.

Se me ocurrió la idea de utilizar el coche; Mets me preguntó si tenía un remolque y algunos cables para la batería. Como si fuese una niña, tuve que responderle que no, y, entonces, ella quiso saber qué me retenía, o algo así, empujándome a seguir avanzando. Le pedí que esperase un minuto, apoyé la cabeza en la ventana del conductor, suspiré y me sentí derrotada de nuevo, agotada. Mets se me echó encima y siguió presionando, así que yo le grité que cerrase la boca, que sólo necesitaba un minuto, un par de segundos para…, no sé para qué.

Tuve que dejar el pulgar en el botón de «transmisión» más segundos de la cuenta, porque Mets, de repente, me preguntó: «¿Qué ha sido eso?». «¿El qué?», respondí. Ella había oído algo, algo donde yo estaba.

¿
Lo había oído antes que usted
?

Supongo que sí, porque, un segundo después, cuando se me despejaron las ideas y abrí bien las orejas, empecé a oírlo también: el gemido… fuerte y claro, seguido de un chapoteo.

Levanté la cabeza, miré a través de la ventanilla del coche, a través del agujero del cráneo y de la ventanilla del otro lado, y entonces vi al primero. Me volví y vi que venían cinco más, cada uno desde una dirección; y, detrás de ellos, había otros diez, quince. Disparé al primero y fallé.

Mets empezó a chillarme, a exigir un informe visual, y yo le dije cuántos eran; me pidió que me calmase, que no intentase huir, que me quedase donde estaba e hiciese lo que me habían enseñado en Willow Creek. Empecé a preguntarle cómo sabía lo de Willow Creek, justo cuando ella me gritó que me callase y luchara de una vez.

Me subí a lo alto del todoterreno (se supone que tienes que buscar la defensa física más cercana) y empecé a calcular mi alcance. Apunté a mi primer objetivo, respiré hondo y lo derribé. Ser un as de la guerra significa poder tomar decisiones tan deprisa como te lo permitan tus impulsos electroquímicos. Yo había perdido esa sincronización de nanosegundos al entrar en el barro, pero acababa de recuperarla: estaba tranquila, centrada, sin dudas ni debilidades. El combate me pareció durar diez horas, aunque supongo que no serían más de diez minutos; sesenta y uno en total, un círculo bien gordo de cadáveres sumergidos. Me tomé mi tiempo, comprobé la munición que me quedaba y esperé al siguiente grupo; no apareció ninguno.

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