Guerra Mundial Z (48 page)

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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

BOOK: Guerra Mundial Z
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Ésos eran los ejemplos extremos, los que hasta yo podría haber adivinado. Muchos de los otros resultaban imprevisibles. En vez de fijarme en los que reventaban, me fijaba en los que no, ¿tiene sentido?

Una noche, en Portland, Maine, estábamos en Deering Oaks Park vigilando unas pilas de huesos blanqueados que llevaban allí desde el Pánico. Dos soldados cogieron una calaveras y empezaron a hacer una parodia de
Free to Be, You and Me
[101]
, la escena de los dos bebés. Sólo lo reconocí porque mi hermano mayor tenía el disco, era antes de mis tiempos. A algunos de los soldados mayores, los de la Generación X, les encantó. Se reunió una pequeña multitud y todos se reían y aullaban mientras las calaveras decían: «Hola, hola, soy un bebé», «¿Y qué soy yo, un saco de patatas?». Cuando terminaron, todos rompieron a cantar de forma espontánea:
«There's a land that I see…
». Utilizaban los fémures como si fuesen banjos, joder. Miré entre la multitud y vi a uno de nuestros loqueros, nunca podía pronunciar su nombre de verdad, doctor Chandra-no sé qué
[102]
. Lo miré a los ojos y puse cara de: «Oye, doctor, están todos locos, ¿verdad?». Tuvo que darse cuenta de lo que le preguntaba con la mirada, porque me devolvió la sonrisa y sacudió la cabeza. Eso me puso los pelos de punta; es decir, si los que actuaban como locos no lo estaban, ¿cómo sabías quién estaba ido de verdad?

Seguro que sabe quién era nuestra jefa de pelotón, salía en
La Batalla de las Cinco Facultades
. ¿Recuerda a esa tía alta y con pinta de amazona que llevaba la azada para zanjas, la que cantó la canción? No tenía el mismo aspecto que en la
peli
, se había quedado sin curvas y llevaba el pelo cortado a cepillo, en vez de esa espesa melena de pelo negro reluciente. Era una buena jefe de pelotón, la «sargento Avalón». Un día encontramos una tortuga en un campo; las tortugas eran como los unicornios por aquel entonces, apenas se veían. Avalón puso una cara, no sé, como si fuese una niña; sonrió, cosa que nunca hacía, y la oí susurrarle algo a la tortuga, aunque creí que era un galimatías:
«Mitayuke Oyasin»
. Después averigüé que significaba «todos mis parientes» en lengua
lakota
. Ni siquiera sabía que tenía sangre sioux, nunca había hablado del tema, ni había contado nada sobre ella. Y, de repente, como un fantasma, allí estaba el doctor Chandra, poniéndole el brazo sobre los hombros y diciéndole, en tono cordial: «Vamos, sargento, la invito a una taza de café».

Fue el día en que murió el presidente. Seguramente, él también oyó esa vocecilla: «Oye, colega, ya está, ya puedes dejarlo». Sé que a mucha gente no le gustaba tanto el vicepresidente, como si no pudiese reemplazar al gran hombre. A mí me daba pena, sobre todo porque yo me veía en la misma situación: sin Avalón, me tocaba ser jefe.

Daba igual que la guerra estuviese casi acabada, todavía quedaban muchas batallas por el camino, mucha gente buena a la que decir adiós. Para cuando llegamos a Yonkers, yo era el único que quedaba del grupo original que dejó Hope. No sé qué sentí al pasar junto a todos aquellos escombros oxidados: los tanques, las furgonetas destrozadas de los periodistas, los restos humanos… Creo que ya no sentía gran cosa, en general; hay demasiado que hacer cuando tienes un pelotón a tu cargo, demasiadas caras nuevas de las que ocuparse. Notaba los ojos del doctor Chandra fijos en mí, pero nunca se acercó, nunca me dejó ver que algo fuese mal. Cuando subimos a las barcazas en la orilla del río Hudson, nos miramos a los ojos; él sonrió y sacudió la cabeza, lo habíamos conseguido.

Despedidas
Burlington (Vermont, EE.UU.)

[Ha empezado a caer la nieve. El Chiflado se vuelve hacia la casa, a regañadientes.]

¿Ha oído hablar de Clement Attlee? Claro que no, ¿por qué iba a haberlo oído? El hombre era un perdedor, una mediocridad de tercera que sólo logró colarse en los libros de historia porque derrotó a Winston Churchill antes de que terminase oficialmente la Segunda Guerra Mundial. La guerra había llegado a su fin en Europa, y los británicos tenían la sensación de haber sufrido lo suficiente, pero Churchill seguía presionando para ayudar a los Estados Unidos frente a Japón, diciendo que la guerra no se terminaba hasta que se terminaba en todas partes. Y mire qué le pasó al Viejo León. Eso era lo que queríamos evitar en nuestra administración, y por eso decidimos declarar la victoria después de asegurar los Estados Unidos continentales.

Todos sabían que, en realidad, la guerra no había acabado. Todavía teníamos que ayudar a nuestros aliados y limpiar partes enteras del mundo que seguían dominadas por los muertos. Aunque quedaba mucho trabajo por hacer, como teníamos el patio en orden, quisimos darle a la gente la opción de volver a casa. Entonces fue cuando se creó la fuerza multinacional de la ONU, y nos sorprendió agradablemente comprobar cuántos voluntarios se alistaron durante la primera semana. La verdad es que tuvimos que rechazar a algunos y ponerlos en la lista de reserva o asignarlos a entrenar a los jóvenes que se perdieron el avance por América. Sé que me llovieron las críticas por elegir a la ONU en vez de organizar una cruzada estadounidense, y, si le soy sincero, no me podía importar menos. Estados Unidos es un buen país, sus ciudadanos esperan un trato justo y cuando el trato termina con las últimas botas en las playas del Pacífico, les das la mano, les pagas su sueldo y dejas que todos aquéllos que deseen volver a sus vidas lo hagan.

Quizá eso haya hecho que la campaña en el extranjero sea un poco más lenta. Aunque nuestros aliados vuelven a estar en pie, seguimos teniendo algunas zonas blancas por limpiar: sierras, islas por encima de la cota de nieve, el lecho marino, y queda Islandia… Islandia va a ser dura. Ojalá los
ruskis
pudieran ayudarnos en Siberia, pero, bueno, son como son. Además, todavía tenemos ataques en casa, todas las primaveras o de vez en cuando, cerca de un lago o una playa. Cada vez hay menos, gracias al cielo, lo que no quiere decir que debamos bajar la guardia. Todavía estamos en guerra y, hasta poder eliminar, purgar y, en caso necesario, volar en pedazos todo rastro de la epidemia de la faz de la Tierra, la gente tiene que colaborar y hacer su trabajo. Sería agradable que sacásemos al menos esa lección de tanta desgracia: estamos en esto juntos, así que arrimad el hombro y haced vuestro trabajo.

[Nos detenemos junto a un viejo roble. Mi compañero lo mira de arriba abajo y le da un golpecito con el bastón. Después, se dirige al árbol…]

Estás haciendo un buen trabajo.

Juzhir (Isla de Oljon, Lago Baikal, Sagrado Imperio Ruso)

[Una enfermera interrumpe nuestra entrevista para asegurarse de que María Zhuganova se toma sus vitaminas prenatales. María está de cuatro meses; será su octavo bebé.]

Sólo lamento no haber podido estar en el ejército para la «liberación» de nuestras antiguas repúblicas. Habíamos purgado la patria de la suciedad zombi y nos tocaba llevar la guerra más allá de nuestras fronteras. Ojalá hubiese estado allí el día que volvimos a incorporar Bielorrusia al imperio. Dicen que pronto le tocará a Ucrania y, después de eso, quién sabe. Me gustaría haber podido participar, pero tenía «otros deberes»…

[Se da una palmadita en el vientre.]

No sé cuántas clínicas como ésta habrá en todo el país, aunque seguro que no las suficientes. Somos pocas las mujeres jóvenes y fértiles que no han sucumbido a las drogas, al SIDA o al hedor de los muertos vivientes. Nuestro líder dice que la mejor arma para una mujer rusa es la que lleva en el útero. Si eso significa no saber quiénes son los padres de mis hijos ni…

[Mira un instante al suelo.]

…mis hijos, que así sea. Sirvo a la patria, y la sirvo de todo corazón.

[Me mira a los ojos.]

¿Se está preguntando cómo se puede explicar esta «existencia» dentro de nuestro nuevo estado fundamentalista? Bueno, deje de preguntárselo: no se puede. Todos esos dogmas religiosos son para las masas; les das su opio y se quedan tranquilos. No creo que ningún miembro del gobierno, ni siquiera de la Iglesia, se crea realmente lo que predica. Bueno, quizá un hombre, el viejo padre Ryzhkov, antes de que lo mandasen a ese lugar perdido. No tenía nada más que ofrecer, no como yo; me quedan al menos dos hijos más que darle a la patria. Por eso me tratan tan bien y me permiten hablar con tanta libertad.

[María mira al espejo espía que tengo detrás.]

¿Qué me van a hacer? Para cuando haya dejado de ser útil, ya habré superado la expectativa de vida media de nuestras mujeres.

[Hace un gesto muy grosero con el dedo, en dirección al espejo.]

Además, quieren que usted oiga esto. Por eso lo han dejado entrar en el país, para oír nuestras historias y hacer sus preguntas. A usted también lo están usando, ¿sabe? Su misión es contarle al mundo lo que pasa en el nuestro, hacerle ver qué pasaría si alguien se atreve a jodernos. La guerra nos ha devuelto a nuestras raíces, nos ha hecho recordar qué significa ser rusos. Somos fuertes de nuevo, temidos de nuevo y, para los rusos, eso sólo quiere decir una cosa: ¡que por fin estamos a salvo otra vez! Por primera vez en casi cien años, por fin podemos acurrucamos dentro del puño protector de un César, y seguro que sabe cómo se dice César en ruso.

Bridgetown (Barbados, Federación de las Indias Occidentales)

[El bar está prácticamente vacío, casi todos los clientes se han ido por sus propios medios o se los ha llevado la policía. El personal que queda en el turno de noche limpia las sillas rotas, los cristales rotos y los charcos de sangre del suelo. En un rincón, los últimos sudafricanos cantan una versión ebria y emotiva de la versión que Johnny Clegg hizo de «Asimbonaga» durante la guerra. T. Sean Collins tararea, distraído, algunos compases, se traga su chupito de ron y se apresura a pedir otro.]

Soy un adicto al asesinato, y ésa es la forma amable de decirlo. Alguien podría responder que no es técnicamente cierto, ya que, como están muertos, en realidad no los estoy matando. Y una mierda; es asesinato, y no hay ningún subidón comparable. Sí, puede meterme todo lo que quiera con esos mercenarios de antes de la guerra, los veteranos de Vietnam y los Ángeles del Infierno, pero, en este momento, no me diferencio mucho de ellos, no me diferencio de esos perdedores de la jungla que no volvían a casa, incluso cuando lo hacían, ni de esos pilotos chulitos de la Segunda Guerra Mundial que cambiaron los Mustang por Harley Davidson.

Vives con tanta adrenalina, tan nervioso todo el tiempo, que cualquier otra cosa es como estar muerto.

Intenté encajar, establecerme, hacer amigos, conseguir un trabajo y hacer lo posible por ayudar a reconstruir los Estados Unidos. El problema era que, además de estar muerto, no podía pensar en otra cosa que no fuese matar. Empezaba a fijarme en los cuellos de la gente, en sus cabezas, y pensaba: «Hmmm, ese tío debe de tener un lóbulo frontal grueso, tengo que entrar por la órbita». O: «Con un golpe fuerte al occipital acabaría con esa chica en un segundo». Cuando el nuevo
presi
, el Chiflado (Dios, ¿quién soy yo para llamarlo así?), cuando lo oí hablar en aquel mitin, pensé en unas cincuenta formas de derribarlo. Fue entonces cuando decidí largarme, tanto por el bien de los demás como por el mío. Sabía que un día llegaría a mi límite, me emborracharía, me metería en una pelea y perdería el control. Una vez que empezase, no podría parar, así que dije adiós y me uní a los Impisi, el mismo nombre que las Fuerzas Especiales Sudafricanas.
Impisi
es la palabra zulú para hiena, la que se encarga de los muertos.

Somos un grupo privado, sin reglas, ni papeleo, por eso lo preferí antes que a un empleo normal dentro de la ONU. Establecemos nuestros horarios y elegimos nuestras armas.

[Señala un utensilio que tiene a su lado, una especie de pala de acero afilada.]

Pouwhenua
, me la dio un hermano maorí que jugaba para los All Blacks antes de la guerra. Unos cabrones muy duros los maoríes. La batalla de One Tree Hill, quinientos de ellos contra la mitad de la población de Aukland, todos reanimados. La
pouwhenua
es un arma difícil de utilizar, aunque ésta sea de acero en vez de madera, pero es la otra ventaja de ser un mercenario: a estas alturas, ¿cómo te va a dar un subidón apretando un gatillo? Tiene que ser duro y peligroso, y, cuantos más emes tengas que matar, mejor. Está claro que, tarde o temprano, no van a quedar muchos, y, cuando eso pase…

[En ese momento, el Imfingo hace sonar la sirena, avisando de que suelta amarras.]

Ése es mi taxi.

[T. Sean llama al camarero y deja caer unos cuantos rands de plata sobre la mesa.]

Todavía me queda esperanza, aunque parezca una locura; nunca se sabe. Por eso ahorro gran parte de mi sueldo en vez de devolvérselo al país anfitrión o gastarlo en quién sabe qué. Puede que al final consiga desengancharme. Un hermano canadiense, «Mackee» Macdonald, decidió que ya tenía suficiente justo después de limpiar la isla de Baffin. He oído que está en Grecia, en un monasterio o algo así. Puede pasar. Quizá todavía haya una vida esperándome por ahí. Tengo derecho a soñar, ¿no? Por supuesto, si no sale así, si un día me queda el enganche, pero no los zetas…

[Se levanta para marcharse, echándose el arma al hombro.]

Entonces es probable que el último cráneo que parta sea el mío.

Parque Natural Provincial de Sand Lakes (Manitoba, Canadá)

[Jesika Hendrinks carga las últimas «capturas» del día en el trineo: quince cadáveres y un montón de miembros descuartizados.]

Intento no sentir ira, no sentir rencor por esta injusticia. Ojalá pudiera encontrarle sentido. Una vez conocí a un antiguo piloto iraní que viajaba por Canadá en busca de un lugar donde establecerse; decía que los estadounidenses eran las únicas personas que había conocido que no eran capaces de aceptar que a la gente buena les pueden pasar cosas malas. Quizá tenga razón. La semana pasada estaba oyendo la radio y, por casualidad, oí a [nombre eliminado por motivos legales]. Estaba haciendo lo de siempre, chistes de pedos, insultos y sexualidad de adolescentes, y recuerdo haber pensado: «Este hombre ha sobrevivido, y mis padres no». No, intento no sentir rencor.

Troy (Montana, EE.UU.)

[La señora Miller y yo estamos en el balcón de atrás, por encima de los niños que juegan en el patio central.]

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