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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (139 page)

BOOK: Guerra y paz
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—¿Y yo no puedo serle útil? —dijo Pierre.

El coronel le pidió que fuera a buscar el puesto de socorro, que debía encontrarse a la derecha, en el bosque. Pierre fue hacia allá y sin cesar de oír, con el alma en vilo, el incesante tiroteo, estuvo buscando durante mucho rato el puesto de socorro y aunque lo encontrara, después de cruzarse con mucha gente y recibir informaciones contradictorias sobre el curso de la batalla, ya no pudo volver a encontrar el lugar en el que estaban los ulanos. Buscándolos, Pierre cabalgó por la pequeña extensión que en la batalla de Borodinó separaba la primera línea de la reserva. De pronto, el tiroteo y el cañoneo se incrementaron hasta el paroxismo, como un hombre que grita desgañitándose hasta agotar sus últimas fuerzas. Entonces, soldados heridos y sanos, afluyeron hacia Pierre y los oficiales y tropas que estaban enfrente avanzaron al galope. La reserva avanzaba hacia el frente.

A su encuentro iban al trote los cañones y las cajas de municiones, rodeadas de soldados; otros soldados se unían, saltando y corriendo alrededor y al frente galopaba un oficial. Era el príncipe Andréi...

El príncipe Andréi reconoció a Pierre.

—Vete, vete, este no es sitio para ti. ¡No os quedéis rezagados! —gritó con estridencia a sus soldados, que se amontonaban y corrían alrededor de los cañones.

XIII

E
L
príncipe Andréi permanecía en las reservas, las cuales dispararon sus proyectiles sin variar la posición hasta las tres, hora en la que emprendieron la marcha hacia la batería de Raevski. El príncipe Andréi estaba cansado de la preocupación por el peligro cuando estaban inactivos, y ahora avanzando, jadeaba debido a la agitación y la alegría.

Sí, por muy estúpido que fuese el asunto de la guerra, era ahora cuando se sentía vivaz, feliz, orgulloso y satisfecho, cuando se oían cada vez con más frecuencia los silbidos de las balas y los proyectiles, cuando al mirar a sus soldados veía sus alegres ojos fijos sobre él, escuchaba los impactos de los proyectiles que le arrebataban a sus hombres y sentía que esos sonidos y esos gritos únicamente enderezaban más su cabeza y su espalda, confiriendo a sus movimientos una alegría incomprensible.

«¡Venga, más! —pensaba el príncipe Andréi—. ¡Venga, más, más!», y justo en ese instante sintió un impacto sobre el pezón.

—Esto no es nada, pero su... —se dijo para sí en el primer momento del impacto. Se animó aún más, pero de súbito, las fuerzas le abandonaron y se desplomó.

«Esta es la verdadera. Es el fin —se dijo en ese instante—. Es una pena. ¿Qué habrá ahora? Algo más, todavía había algo más, algo bueno. Es una lástima», pensó. Los soldados se lo llevaron.

—Dejadme, muchachos. No abandonéis las filas —decía todavía el príncipe Andréi sin saber él mismo por qué, temblando, para que obedeciesen sus órdenes. No le hicieron caso y se lo llevaron de allí.

«Sí, aún hacía falta algo más.»

Los soldados le retiraron al bosque, donde estaban situados el puesto de socorro y los carros.

El puesto de socorro se componía de tres tiendas de campaña con los suelos extendidos y arrugados al borde de un bosque de abedules, donde se encontraban los carros y los caballos. Estos estaban comiendo avena y los gorriones se acercaban a ellos volando y recogían lo esparcido como si no hubiera nada de extraordinario en lo que sucedía alrededor de las tiendas. Alrededor de las tiendas, en más de dos desiatinas a la redonda, yacían los cuerpos ensangrentados de los vivos y de los muertos; alrededor de los caídos permanecía una multitud de soldados camilleros con el rostro abatido y atemorizado, a la que no se podía apartar de ese lugar. Estaban de pie, fumándose una pipa apoyados en las camillas. Unos cuantos mandos daban órdenes. Ocho enfermeros y cuatro médicos vendaban y amputaban en dos tiendas. Los heridos, que esperaban su turno durante más de una hora, se quejaban, gemían, lloraban, maldecían, pedían vodka y deliraban. Al príncipe Andréi le depositaron en ese mismo sitio y como comandante de regimiento, avanzando a través de los heridos vendados, le acercaron a la tienda y le pusieron en el borde. Estaba pálido y hecho un ovillo y, apretando sus finos labios, permaneció en silencio mirando a su alrededor con sus brillantes ojos abiertos de par en par. No sabía por qué se había perdido la batalla, por qué deseaba vivir y por qué había tantos que estaban sufriendo, pero sentía ganas de llorar y no con lágrimas de desesperación, sino de bondad y ternura. Había algo de lastimoso y de inocencia infantil en su rostro. Y probablemente, debido a ese aspecto tan conmovedor, un doctor se volvió hacia él y le miró por dos veces cuando aún no había terminado una operación en curso.

El turno tardó en llegarle al príncipe Andréi. Seis doctores ataviados con bata estaban trabajando, todos ellos manchados de sangre y sudor. Un oficial alejó a un soldado que traía heridos.

«¿Acaso ahora no da igual? —pensó el príncipe Andréi—. Quizá...» Y miró a uno al que los doctores estaban operando delante de él. Se trataba de un tártaro, un soldado con la espalda desnuda de color canela de la que le extraían una bala. (El príncipe recordó la carne que había en el río.) El tártaro daba unos gritos terribles. El doctor le soltó de la mano, le cubrió con un capote y se acercó al príncipe Andréi. Se devolvieron la mirada mutuamente y ambos comprendieron algo. El príncipe Andréi sintió vergüenza y frío cuando, como si de un niño se tratara, le quitaron los pantalones. Comenzaron a sondarle y a extraerle la bala, y tuvo una nueva sensación, más fuerte que el propio dolor: la del frío de la muerte.

Le pusieron sobre la tierra. Los doctores que le sacaron afuera intercambiaron las miradas y dijeron que necesitaba reposo antes de ser trasladado a Mozháisk. Uno de ellos, de rostro bondadoso, quiso decirle algo al príncipe Andréi, pero en ese momento junto a él portaban a alguien en la camilla avanzando por entre los heridos, al igual que antes había sucedido con el príncipe. En la camilla se divisaba, por una parte, una cabeza de cabellos rizados finos y oscuros, y por otra, una pierna que temblaba febrilmente y de la que goteaba sangre. El príncipe Andréi miró con indiferencia a ese nuevo herido, pues él ya había estado ante sus ojos.

—¡Ponle aquí! —gritó un doctor.

—¿Quién es?

—Un ayudante de campo, un príncipe.

Se trataba de Anatole Kuraguin, herido en la rodilla por una esquirla de metralla. Cuando le retiraron de la camilla, el príncipe Andréi escuchó que lloraba como una mujer y vio fugazmente su hermoso rostro, arrugado y cubierto de lágrimas.

—¡Dios! ¡Matadme! ¡Ahh! ¡Ahh!... ¡Ahh!... ¡No puede ser! ¡Oh, Dios,
mon Dieu
,
mon Dieu
! ¡Dios mío! ¡Dios! ¡Dios mío!...

El doctor, ante esos gemidos de mujer, frunció el ceño de un modo desagradable, pero al príncipe Andréi le resultaba lastimoso escucharlos. Los doctores le examinaron y comentaron algo. Se acercaron dos enfermeros y arrastraron hasta la tienda al herido Anatole Kuraguin, que gritaba hasta los estertores y se retorcía como un niño. Allí se escucharon ruegos, comentarios en voz baja, por un instante todo se silenció y, de repente, un grito horrible salió del pecho de Anatole; pero un grito tal no puede durar mucho y pronto se debilitó. El príncipe Andréi miró con ojos cansados a los otros heridos y oyó cómo serraban el hueso. Finalmente, las fuerzas abandonaron a Anatole y no pudo gritar más. La operación había terminado. Los doctores se deshicieron de algo y los enfermeros levantaron a Anatole y se lo llevaron. No tenía pierna derecha. Estaba pálido y solo sollozaba de vez en cuando. Le pusieron junto al príncipe Andréi.

—Enseñádmela —dijo Anatole. Le mostraron su bella y blanca pierna. Se cubrió el rostro con las manos y prorrumpió en sollozos.

El príncipe Andréi cerró los ojos y sintió aún más ganas de llorar con lágrimas tiernas y afectuosas para la gente, para sí mismo y por sus errores. «El amor y la compasión hacia los hermanos, hacia los que nos aman y los que nos odian. Sí, ese amor que predica Dios sobre la Tierra, el amor con el que me ha instruido la princesa María; eso es lo que me quedaría si todavía estuviera vivo.»

Le levantaron con cuidado y le depositaron en el carro-enfermería.

A las cinco, Pierre sintió que estaba cansado de deambular de un lugar a otro, estaba cansado física y moralmente. Su caballo estaba herido y no se movía del sitio. Descabalgó en medio del camino y se sentó sobre un eje allí tirado. Se había debilitado completamente y no podía ni moverse, ni pensar, ni comprender. En todos los rostros de los que marchaban y de los que regresaban veía la misma expresión de cansancio, de colapso y de duda en lo que estaban haciendo. Ya no se escuchaban los tiroteos, pero el cañoneo continuaba, aunque comenzaba a disminuir.

Empezaron a formarse unas pequeñas nubes y comenzó a chispear sobre los muertos y los heridos, sobre los atemorizados, exhaustos y dubitativos soldados, como si dijera: «Basta. Basta ya, gente. Parad. Volved en sí. ¿Qué es lo que estáis haciendo?». Pero no, aunque hacia la tarde los soldados sintieron todo el horror de su conducta, aunque se hubieran puesto contentos de parar habiendo agotado ya su exigencia de luchar, un nuevo empujón puso de nuevo en marcha ese terrible movimiento. Cubiertos de sudor, pólvora y sangre permanecían uno de cada tres artilleros, portando los proyectiles aun dando traspiés debido al cansancio. Cargaban los cañones, apuntaban, encendían la mecha y las dañinas y frías balas salían volando desde ambos sentidos igualmente directas, rápidas y crueles, aplastando los cuerpos de los soldados. Los rusos se batían en retirada de la mitad de sus posiciones, pero aguantaban con igual dureza y disparaban con los proyectiles que les quedaban.

Napoleón, con la nariz enrojecida por un resfriado, salió para el reducto Shevárdinski montado en su caballo árabe overo.

—Continúan resistiendo —dijo, frunciendo el ceño y sonándose las narices mientras miraba a las nutridas columnas rusas.

—Quieren más. Pues se lo daremos —dijo, y trescientas cincuenta piezas de artillería continuaron disparando, arrancando los brazos, piernas y cabezas de los inmóviles y apiñados rusos.

Pierre seguía sentado sobre el eje. Tenía los pómulos temblorosos y miraba a los soldados sin reconocerlos. Escuchó que Kutáisov, Bagratión y Bolkonski estaban muertos. Quiso entablar conversación con un ayudante al que conocía y que pasaba por su lado, pero las lágrimas se lo impidieron. Un maestrante le encontró al atardecer apoyado en un árbol con la mirada fija al frente. Se llevaron a Pierre hasta Mozháisk y allí le dijeron que en la casa contigua yacía herido el príncipe Andréi, pero Pierre no acudió a visitarle porque tenía muchísimas ganas de dormir. Se tumbó en su carretela, puso los pies en el pescante y habría dormido hasta la tarde siguiente si no le hubieran despertado con la noticia de que las tropas se retiraban. Pierre se despertó y contempló la continuación de lo que había pasado el día anterior. Así era la guerra.

XIV

D
ESPUÉS
de la batalla de Borodinó, justo después del combate, el hecho de que Moscú sería entregado al enemigo, fue conocido por todos.

Aquel curso general de los acontecimientos, consistente en primer lugar en que a pesar del espíritu de sacrificio de las tropas estacionadas a lo largo de los caminos, el enemigo no había podido ser detenido en la batalla de Borodinó; en segundo lugar, el hecho de que durante todo el tiempo de la retirada hacia Moscú surgieran indecisiones acerca de si plantar o no plantar más batalla; y en tercer lugar, el hecho de que finalmente ya estuviese decidido rendir la ciudad, propició que esta marcha de los acontecimientos sin comunicado directo alguno del comandante en jefe se reflejara cabalmente en la conciencia del pueblo de Moscú.

Todo lo que se había efectuado emanaba de la esencia del mismo asunto, cuya conciencia radicaba en las masas.

Desde el 29 de agosto, diariamente llevaban al puesto de Dragomílovski más de mil heridos. Hacia otros puestos salían a cientos. Y para otros cada día partían más de mil carruajes y telegas, evacuando a los habitantes y sus pertenencias.

El día en que el ejército se concentraba y tenía lugar un consejo militar en Fili y la multitud desordenada del populacho partía para Tri Gory esperando a Rastopchín, ese mismo día llegaron a casa del conde Iliá Andréevich Rostov treinta y seis carruajes provenientes de las afueras de Moscú y de la provincia de Riazán para elevar la opulencia de la calle Povarskaia, ya que la casa no se había vendido. Los carruajes llegaron tan tarde, primero porque el conde confió hasta el último día en poder vender su casa; segundo, porque el conde, utilizando sus amistades mundanas, no atendió el clamor general y creyó al conde Rastopchín, al que acudía a visitar a diario para informarse. Y tercero, principalmente porque la condesa no quería oír nada sobre la marcha hasta que regresase su hijo Petia, al que se había trasladado al regimiento de Bezújov y cuya vuelta a Moscú se esperaba en cualquier momento desde Belyi Tserkov, donde se había formado su anterior regimiento de cosacos de Obolenski.

El 30 de agosto llegó Petia y el 31, las carrozas.

En el enorme patio y en la calle se podía ver la fina y esbelta figura de Natasha, con su negra cabeza cubierta con un pañuelo blanco de bolsillo. Había muchos curiosos frente a los heridos. Pero había tantos heridos y estaban todos tan ocupados en sus asuntos, que a nadie se le pasó por la cabeza ayudarles en algo. Sin embargo, en cuanto Natasha se puso junto con un voluntario a trasladar a los heridos a la casa para darles de comer y de beber, de todas las casas y de entre el gentío aparecieron en masa personas que siguieron su ejemplo.

Cuando el conde Iliá Andréevich y su esposa vieron a Natasha, esta estaba poniendo la gorra echada hacia atrás a un soldado al que Matiúshka y Mitka ayudaron a pasar al patio. Natasha iba detrás, sin mirar a nadie, y haciendo gestos con las manos como si mantuviera el equilibrio del herido para que le resultase más fácil caminar. El conde, al ver esto, comenzó a resoplar como un perro al olfatear y reconocer un olor extraño y miró con obcecación a través de la ventana sin volverse hacia la condesa. Pero con la condesa ocurrió exactamente lo mismo que con el conde; no le esperó y se arremangó las mangas de su kamzol. El conde se giró y se encontró con sus ojos húmedos y culpables. Se abalanzó sobre ella, la abrazó y estrechó su hombro contra la barbilla, y lloró sobre él.

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