Guerra y paz (49 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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—Deseo solamente una cosa: cumplir su voluntad —dijo ella—. Pero si he de expresar cuál es mi deseo... —No le dio tiempo a terminar la frase. Su padre la interrumpió.

—¡Estupendo! —gritó él—. Te tomará con tu dote y de paso se llevará a mademoiselle Bourienne. Mademoiselle Bourienne será su mujer y tú serás su señorita de compañía.

Pero el príncipe volvió en sí y contuvo su enojo involuntariamente expresado al advertir el efecto que habían causados esas rudas palabras en su hija.

Ella se inclinó, se agarró a los brazos de la butaca y se echó a llorar.

—Bueno, bueno. Estoy bromeando, estoy bromeando —dijo él—. Recuerda solo una cosa, princesa, mantengo mis principios de que una hija tiene todo el derecho a elegir. Y te doy total libertad. Recuerda una cosa. De tu decisión depende la felicidad de tu vida futura. Sobre mí no hay nada que decir.

—Pero yo no sé...

—¡No hay nada más que decir! A él le ordenan que debe casarse y se casaría no solo contigo sino con quien fuera; pero tú eres libre de elegir... Vete a tu habitación, reflexiona y después de una hora ven a mi despacho y delante de ellos, del príncipe Vasili, di: sí o no. Sé que te pondrás a rezar. Está bien, reza. Pero es mejor que reflexiones. Ahora vete.

—¡Sí o no, sí o no, sí o no! —gritó él.

La princesa, como si caminara a través de una espesa niebla, tambaleándose, salió de la habitación.

Se había decidido su destino y se había decidido felizmente. Pero lo que su padre había dicho de mademoiselle Bourienne era una insinuación horrible, ni siquiera podía pensar en ello. Pasaba por el invernadero para ir a su habitación sin ver ni oír nada, cuando de pronto el conocido sonido de la voz de mademoiselle Bourienne la despertó de su sueño. Levantó la mirada y a dos pasos de ella vio a Anatole, que abrazaba a la francesita y le susurraba algo. Anatole, con una feroz expresión de agitación en su bello rostro, miró a la princesa María y en el primer instante no soltó a mademoiselle Bourienne, que se encogió asustada y se tapó la cara con las manos.

«¿Quién hay ahí? ¿Qué quiere? ¡Espere!», parecía decir el rostro de Anatole. La princesa María les miró en silencio. No podía entender qué era lo que sucedía. Mademoiselle Bourienne gritó, se separó de Anatole y echó a correr. Anatole, tranquilo como siempre, miró a la princesa María y reconociéndola finalmente le hizo una reverencia y sonrió como invitándola a reírse de ese terrible suceso. La princesa María no entendía nada. Seguía en el mismo sitio sin mover ni un solo músculo de su rostro. Anatole salió antes que ella.

Una hora después Tijón fue a llamar a la princesa María. Le pidió que acudiera al despacho del príncipe y añadió que también se encontraba allí el príncipe Vasili Serguévich. Así había ordenado su padre que la avisarán.

La princesa, en el momento en el que llegó Tijón, estaba sentada en su habitación con mademoiselle Bourienne, que sollozaba en sus brazos. La princesa María le acariciaba silenciosamente la cabeza. Los bellos ojos con toda su luminosidad y tranquilidad miraban con un sentimiento de amor infinito y de lástima al lindo rostro de mademoiselle Bourienne.

—No, princesa, he perdido para siempre su cariño —decía mademoiselle Bourienne.

—La quiero más que nunca —decía la princesa María—, e intentaré hacer todo lo que esté en mi mano para su felicidad.

—Pero usted me desprecia, usted, tan limpia, debe despreciarme, usted nunca comprenderá el arrebato de la pasión.

—Lo comprendo todo —dijo la princesa María sonriendo tristemente—. Voy a ver a mi padre —dijo ella y salió.

El príncipe Vasili estaba sentado con las piernas cruzadas con una tabaquera en las manos y como conmovido en extremo como si él mismo se avergonzara y se burlara de su sensibilidad, permanecía sentado con una sonrisa tierna en la cara. Cuando la princesa María entró, se llevó apresuradamente un pellizco de tabaco a la nariz.

—Ah, querida, querida —dijo él levantándose y tomándola de ambas manos. Suspiró y añadió—: El destino de mi hijo está en sus manos. Decida, mi querida, adorada, mi dulce María, a quien siempre voy a querer como una hija.

Se separó de ella. Una lágrima verdadera asomó a sus ojos.

—Fr... fr... —se sonó el príncipe—. Habla, sí o no, ¿quieres o no quieres ser la esposa del príncipe Anatole Kuraguin? Di: sí o no —gritó él—, y después me reservaré el derecho a dar mi opinión. Sí, mi opinión y mi voluntad —añadió el príncipe Nikolai Andréevich, dirigiéndose al príncipe Vasili y respondiendo a su expresión suplicante. El anciano príncipe quería reservarse una posibilidad de salvación—. ¿Sí o no? ¿Y bien?

—Padre, su voluntad ante todo.

—Sí o no.

—Mi deseo, padre, es no abandonarle nunca, no separar nunca mi vida de la suya. No quiero casarme —dijo ella mirando decididamente con sus bellos ojos al príncipe Vasili y a su padre.

—¡Absurdo! ¡Tonterías! Absurdo, absurdo, absurdo —gritó el príncipe Nikolai Andréevich frunciendo el ceño, y cogiendo a su hija de la mano la atrajo hacia sí, no la besó, pero le hizo daño en la mano. Ella se echó a llorar.

El príncipe Vasili se levantó.

—Querida mía, le diré que nunca olvidaré este momento, pero mi buena princesa, deme al menos una pequeña esperanza de conmover su corazón, tan bondadoso y generoso. Diga que quizá. El futuro es tan amplio. Diga que quizá.

—Príncipe, lo que he dicho es lo que llevo en el corazón. Le estoy agradecida por el honor, pero nunca seré la esposa de su hijo.

—Bueno, eso es todo, querido mío. Estoy muy contento de verte. Vete a tu habitación, princesa, vete —decía el anciano príncipe.

«Mi vocación es otra —pensaba la princesa María—, mi vocación es ser feliz solamente a través de la felicidad de los demás, encontraré la felicidad en sacrificarme por los demás. Y por mucho que me cueste conseguiré que la pobre Carolina sea feliz. Le ama tanto y se arrepiente tan terriblemente. Haré todo lo posible para conseguir que se case con ella. Si él no es rico, le daré medios a ella, se lo pediré a mi padre, a Andréi. Seré tan feliz cuando ella se convierta en su esposa. Ella es tan infeliz, extranjera, sola, sin ayuda y le ama tan terriblemente.» Un día más tarde el príncipe Vasili y su hijo partieron y la vida en Lysye Gory volvió a ser la de antes.

III

H
ACÍA
mucho tiempo que los Rostov no tenían noticias de Nikolai. Solo a mediados del invierno le dieron una carta al conde, en la que reconoció la letra de su hijo. Al recibir la carta, el conde asustado y apresuradamente, intentando que no se dieran cuenta, se fue a su despacho de puntillas, se cerró con llave y se puso a leerla. Cuando Anna Mijáilovna, sabiendo (como siempre sabía todo lo que sucedía en la casa) de la recepción de la carta, fue con pasos silenciosos hacia el despacho del conde, se lo encontró con la carta en las manos sollozando y riendo a la vez.

—Mi querido amigo —dijo interrogativa y tristemente Anna Pávlovna dispuesta a tomar parte en el asunto.

El conde sollozó aún con más fuerza.

—Nikolai... una carta... mi querido hijo está herido... fue... herido... mi querido hijo... la condesita... Dios mío... ¿Cómo se lo diré a la condesita?

Anna Mijáilovna se sentó a su lado, secó con su pañuelo las lágrimas de los ojos del conde, de la carta, que estaba empapada, secó sus propias lágrimas y después de haber leído la carta tranquilizó al conde y decidió que después de la comida, a la hora del té, prepararía a la condesa y después del té le contaría todo, con la ayuda de Dios. Durante la comida Anna Mijáilovna habló de las noticias de la guerra, preguntó dos veces cuándo habían recibido la última carta de Nikolai a pesar de saberlo ya y señaló que era muy posible que aquel día recibieran carta de él. Cada vez que la condesa comenzaba a intraquilizarse y a mirar ansiosamente al conde y a Anna Mijáilovna, esta desviaba imperceptiblemente el tema de la conversación hacia cuestiones triviales. Natasha, que era la que mejor dotada estaba de toda la familia para apreciar los matices del tono de voz, de las miradas y de la expresión facial, desde el comienzo de la comida aguzó el oído y se dio cuenta de que su padre y Anna Mijáilovna se traían algo entre manos, y que ese algo tenía que ver con Nikolai. Pero a pesar de su carácter atrevido (sabía lo sensible que era su madre con todo lo que se refería a las noticias acerca de Nikolai), decidió no hacer ninguna pregunta durante la comida, pero no comió nada a causa de la inquietud y daba vueltas sin cesar en la silla, sin escuchar las reconvenciones de su sirvienta personal. Después de la comida se lanzó a todo correr a alcanzar a Anna Mijáilovna en la sala de los divanes y se tiró a su cuello a la carrera.

—Tiíta, palomita, ángel, dígame, ¿qué es lo que sabe?

—Nada, amiga mía.

—No, alma mía, palomita, querida, melocotoncito, no querré más a Borís si no me lo dice, no desistiré, sé que sabe algo.

—Ah, bribona, mi niña —dijo ella—. Pero por Dios, sé prudente: sabes cómo puede afectar esto a tu madre —y le contó a Natasha en pocas palabras el contenido de la carta, bajo promesa de no decírselo a nadie.

—Palabra de honor —dijo Natasha santiguándose—, no se lo diré a nadie. —Y enseguida salió corriendo al cuarto de juegos, llamó a Sonia y a Petia y se lo contó todo. Natasha no siguió el ejemplo de Anna Mijáilovna pero con rostro asustado corrió hacia Sonia tomándola de la mano y susurrándole «importante secreto» la arrastró hasta el cuarto de juegos.

—Nikolai está herido, una carta —empezó a decir ella solemnemente y alegrándose de la fuerte impresión que estaba causando. Sonia se puso de pronto blanca como una sábana, empezó a temblar y se hubiera caído de no haberla sujetado Natasha. La impresión que le había causado la carta había sido más fuerte de lo que Natasha se esperaba. Ella misma se echó a llorar intentando hacer callar y tranquilizar a su amiga.

—Está visto que todas vosotras las mujeres sois unas lloronas —dijo el panzudo Petia, a pesar de que él mismo se había asustado más que nadie del desmayo de Sonia—. Yo sin embargo estoy muy contento, de verdad, muy contento de que Nikolai se haya distinguido así. Sois unas lloronas.

Las muchachas se echaron a reír.

—Pero si te ha dado un ataque de histeria —dijo Natasha, evidentemente muy orgullosa de ello—, pensaba que solo los mayores podían ponerse histéricos.

—¿Tú no has leído la carta? —preguntó Sonia.

—No la he leído, pero ella me ha dicho que ya todo ha pasado y que ya le han hecho oficial.

Petia, en silencio, comenzó a pasearse por la habitación.

—Si yo estuviera en el lugar de Nikolai hubiera matado a más franceses —dijo de pronto—. ¡Qué miserables son! —Era evidente que Sonia no quería hablar e incluso no sonreía ante las palabras de Petia y miraba en silencio pensativa por la ventana hacia la oscuridad.

—Mataría a tantos que haría una montaña con ellos —continuó Petia.

—Cállate, Petia, qué tonto eres.

Petia se ofendió y todos callaron.

—¿Te acuerdas de él? —preguntó de pronto Natasha.

Sonia sonrió.

—¿De Nikolai?

—No, pero, Sonia, ¿te acuerdas bien de él, del todo? —dijo Natasha con un gesto cuidadoso, intentándole dar a sus palabras un tono muy serio.

—Yo me acuerdo. De Nikolai me acuerdo —dijo ella—. Pero de Borís no. No le recuerdo en absoluto.

—¿Cómo? ¿No te acuerdas de Borís? —preguntó Sonia con asombro.

—No es que no me acuerde, sé cómo es, pero no le recuerdo como a Nikolai, cuando cierro los ojos puedo ver a Nikolai, pero a Borís no (ella cerró los ojos), ¿ves? Nada.

—No, yo me acuerdo muy bien.

—¿Y le escribirás? —preguntó Natasha.

Sonia se puso a pensar. La pregunta sobre qué escribir a Nikolai, sobre si debía escribirle y qué decirle, era un dilema que le atormentaba. Ahora que él ya era oficial y un héroe herido en el campo de batalla ¿estaría bien por su parte recordarle su existencia, como aludiendo a la obligación que tenía para con ella? «Que él haga lo que quiera, a mí me basta con amarle. Y al recibir mi carta puede pensar que le estoy recordando algo.»

—No lo sé, pienso que si él escribe yo le escribiré —dijo Sonia sonriendo alegremente.

—¿Y no te da vergüenza escribirle?

—No, ¿por qué? —dijo Sonia riéndose sin saber por qué.

—Pues a mí me daría vergüenza escribir a Borís. No le voy a escribir.

—¿Y por qué te da vergüenza?

—No sé por qué, pero así es. Me resulta incómodo, me da vergüenza.

—Yo sé por qué le daría vergüenza —dijo Petia, ofendido por la anterior observación de Natasha—, porque estuvo enamorada de ese gordo de las gafas (así llamaba Petia a Pierre), y ahora se ha enamorado de ese cantante (Petia hablaba del profesor de canto italiano de Natasha), por eso le da vergüenza.

—Ay, ya está bien, Petia, no sé cómo no te da vergüenza, nosotras estamos tan contentas y tú no paras de discutir. Mejor hablemos de Nikolai.

—Petia, eres un tonto —dijo Natasha—. No sabes lo encantador y seductor que ha estado hoy —le dijo a Sonia (hablaba del profesor de canto)—. Me ha dicho que no ha escuchado voz mejor que la mía, y cuando canta se le hace un bulto en la garganta, qué encanto.

—Ay, Natasha, ¿cómo puedes pensar ahora en cualquier otro? —dijo Sonia.

—No lo sé. Ahora pensaba que seguramente no quiero a Borís. Es muy amable, y le quiero, pero no le quiero como tú a Nikolai. Yo no me hubiera puesto histérica como tú. ¿Por qué no puedo recordarle? —Natasha cerró los ojos—. No puedo, no le recuerdo.

—¿Así que es cierto que estás enamorada de Fecconi? Ah, Natasha, que absurda eres —dijo Sonia con reproche.

—Ahora de Fecconi, antes de Pierre y antes de Borís —dijo enfadada Natasha—. Ahora estoy enamorada de Fecconi, le amo, le amo, me voy a casar con él y seré cantante.

La condesa estaba realmente preparada por las alusiones de

Arma Mijáilovna durante la comida. Al volver a su habitación, no retiraba los ojos del retrato en miniatura de su hijo, realizado en una tabaquera, y lloraba. Anna Mijáilovna se acercó a la habitación de la condesa de puntillas con la carta y se detuvo.

—No entre —dijo al anciano conde, que había ido con ella—, después. —Y cerró la puerta tras de sí.

El conde acercó el oído al ojo de la cerradura y se puso a escuchar.

Al principio escuchó el sonido de una conversación indiferente, después solo el sonido de la voz de Anna Mijáilovna, hablando un largo rato, después un grito, después silencio, después de nuevo ambas voces hablaron a la vez con un tono alegre y después pasos y Anna Mijáilovna le abrió la puerta. En el rostro de Anna Mijáilovna había la expresión orgullosa, feliz y tranquilizadora del cirujano que ha terminado una difícil amputación y que introduce al público para que pueda apreciar su arte.

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