Guerra y paz (119 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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»¿Y por qué todos dicen?; un genio bélico. ¿Acaso es un genio aquel que alcanza a ordenar a tiempo que abastezcan de víveres o que unos avancen hacia la derecha y otros hacia la izquierda? Y entonces, ¿por qué no es un genio el que gana dinero y administra su casa? Solamente porque los militares están rodeados de brillo y de poder y de una masa de canallas lisonjeando ese poder y otorgándole la condición de genio aunque no le pertenezca. Al contrario, los mejores generales que yo he conocido son estúpidos o distraídos. El mejor es Bagratión, el mismo Napoleón lo reconoció. Recuerdo el rostro estúpido y autosatisfecho, el rostro de Napoleón en el campo de Austerlitz. No es solo que a un buen coronel no le sean necesarias ni el genio ni ninguna cualidad particular, sino que, al contrario, lo que necesita es carecer de las mejores y más elevadas cualidades humanas, el amor, la poesía, la ternura, la curiosidad filosófica. Debe ser limitado, creer firmemente en que lo que hace es muy importante, porque si no perderá la paciencia, y solo entonces será un buen coronel. Que Dios le libre de amar a alguien, de sentir lástima, y de pensar en lo que es justo y en lo que no lo es. Se comprende que aún en la antigüedad se elaborara para ellos la teoría del genio, porque eran los que ostentaban el poder.»

Así pensaba el príncipe Andréi escuchando la discusión y solo salió de sus reflexiones cuando Paulucci le llamó a la presencia del emperador y todos se marcharon. Al día siguiente, en la revista, el emperador preguntó al príncipe Andréi dónde quería desempeñar sus servicios y el príncipe Andréi se perdió para siempre en el mundo de la corte al no pedir quedarse junto a la persona del emperador y solicitando servir en el regimiento. Al día siguiente al Consejo, Bolkonski abandonó el cuartel general y el emperador partió.

XII

A
NTES
de comenzar la campaña, Rostov recibió una carta de sus padres en la que le rogaban que volviera a casa de permiso cuando el regimiento ya estaba en campaña y el emperador aguardaba en el ejército. Sobre la ruptura del compromiso entre Natasha y Andréi le escribían brevemente explicando que la causa había sido la negativa de Natasha. Nikolai no sabía nada de lo sucedido. Ni siquiera intentó solicitar un permiso y escribió una carta a sus padres en la que decía que ese asunto aún podía arreglarse, pero que si él abandonaba en ese momento la gran guerra que se estaba preparando, perdería para siempre el honor ante sus propios ojos y que eso nunca podría arreglarse. Por otra parte escribió a Sonia: «Adorada amiga del alma mía, la separación de este año será la última. Ten paciencia y cree en mi eterno e inmutable amor. Tras esta guerra lo dejaré todo y te haré mi esposa si todavía me amas y nos encerraremos en una tranquila reclusión, viviendo solamente para el amor y el uno para el otro. Esta es mi última carta, lo próximo será nuestro encuentro en el que yo te estrecharé contra mi inflamado pecho». Nikolai, a pesar del antiguo matiz de romanticismo que conservaba en su tono (pero no en su carácter) escribía aquello que pensaba sinceramente.

En el regimiento se encontraba muy bien, estaba mejor que antes, pero ya veía que no era posible vivir así toda la vida. El otoño y el invierno pasados en Otrádnoe con la caza y las fiestas de Navidad le habían descubierto la perspectiva de una vida aristocrática tranquila y feliz que le seducía. «Una buena mujer, niños, diez o doce buenas jaurías de galgos, y puede uno dedicarse a la hacienda y a los cargos electivos de la nobleza —pensaba él—. Pero todo esto vendrá después. Y ahora aquí se está bien y además ahora no puede ser de otro modo porque estamos en plena campaña.»

Al volver de permiso sus compañeros le recibieron con alegría y Nikolai fue enviado enseguida a por una remonta y trajo de Malorusia una remonta magnífica. En su ausencia había sido ascendido a capitán y pronto obtuvo su propio escuadrón.

Se sumergió más que antes en el interés de la vida del regimiento aunque ya sabía que tarde o temprano tendría que abandonarla. Pero entonces comenzaba la campaña, el regimiento retrocedía en Polonia, pagaban el doble de sueldo, llegaban nuevos oficiales, nuevos soldados y caballos y, lo más importante, se propagaba esa alegre animación que acompaña al inicio de una guerra y Nikolai, teniendo conciencia de su confortable situación en el regimiento, se daba por completo a los placeres y los intereses del servicio militar.

Las tropas retrocedían desde la misma frontera y el regimiento de Pavlograd no entró en acción ni una sola vez hasta el 12 de julio, pero esa constante retirada no sirvió para desalentar a los húsares. Al contrario, toda esta campaña de retirada en la mejor estación del año, con suficientes víveres, era una constante alegría. Desalentarse, intranquilizarse e intrigar podía hacerse en el cuartel general, pero en el interior del ejército no se preguntaban adonde y por qué, escuchaban vagamente comentarios sobre el campamento del Drissa y solo sentían el tener que retirarse por tener que abandonar la habitación en la que se habían acomodado o por dejar a una linda pani. Si a alguien se le venía a la cabeza que la cosa pintaba mal, este trataba aún más de estar alegre y de no pensar en la marcha general de los acontecimientos como debe hacer un buen soldado.

El 12 de julio, la noche de la víspera del combate, hubo una fuerte tormenta (en general en ese verano hubo unas tormentas impresionantes), los dos escuadrones de Pavlograd estaban acampados detrás de la aldea en la que se alojaban los mandos, en medio de un campo de centeno dorado pero que estaba totalmente tumbado. Llovía a mares y Rostov, en compañía de dos oficiales calados hasta los huesos, se acurrucaba bajo una choza construida a toda prisa. Un oficial de largos bigotes que le continuaban desde las mejillas y que tenía por costumbre acercarse mucho al rostro de su interlocutor, le narraba a Rostov las noticias de la batalla de Saltanov, que había escuchado en el Estado Mayor.

Rostov, encogiendo el cuello por el que se filtraba el agua, fumaba una pipa y escuchaba sin prestar atención, sonriendo de vez en cuando al joven oficial Ilin, que se acurrucaba a su lado y que de vez en cuando hacía muecas. Ese oficial, de dieciséis años, que había ingresado en el batallón hacía poco tiempo, era entonces en relación a Nikolai lo mismo que había sido Nikolai para Denísov siete años atrás. Ilin intentaba imitar en todo a Rostov y estaba enamorado de él como una mujer.

El oficial de los bigotes dobles, Zdrżinski, narraba con acento polaco y con entusiasmo polaco, el acto de Raevski, que estuvo en la presa bajo un fuego terrible con sus dos hijos y que junto con ellos se lanzó al ataque. Rostov escuchaba el relato y no solamente no decía nada para corroborar el entusiasmo de Zdrżinski sino que bien al contrario tenía el aspecto de alguien que se avergüenza de lo que le están contando, aunque no tenía intención de contradecirle. Realmente Rostov, después de Austerlitz y de la campaña de Prusia, tenía ya experiencia. Sabía por su experiencia personal que al narrar un acontecimiento bélico siempre se miente, como él mismo había mentido al contarlos. Además, tenía experiencia para saber que todo lo que pasa en la guerra no es en absoluto como nos lo imaginamos y lo contamos y por eso no le gustaba el relato de Zdrżinski. «En primer lugar en la presa que atacaron seguramente había tanta confusión y estrechez que aunque Raevski estuviera con sus hijos no habría podido influir en nadie excepto en las diez personas que tuviera a su alrededor. El resto ni siquiera habrían podido verle. Pero incluso aquellos que le hubieran visto no hubieran podido entusiasmarse demasiado, porque qué les importaban a ellos los tiernos sentimientos paternos de Raevski cuando allí la cosa trataba de salvar la vida. Además, el destino de la patria no dependía de que Saltánovski tomara o no tomara la presa, como se narra en las Termopilas y por lo tanto no había razón para ofrecer tamaño sacrificio. Y además por qué mezclar a sus hijos en la guerra. Yo no solamente no llevaría a Petia, que es mi hermano, sino que ni siquiera llevaría a Ilin, este muchacho tan simpático, y trataría de protegerle de algún modo», pensaba Nikolai. Pero Nikolai no verbalizó sus pensamientos: también en esto era ya un experto. Sabía que ese relato contribuía a la gloria de nuestras armas y por lo tanto había que aparentar que no se dudaba de él. Y así hizo.

—Esto es insoportable —dijo Ilin sonriendo—. Tengo los calcetines, la camisa y el trasero mojados. Voy a buscar...

Cinco minutos después, Ilin, chapoteando en el barro, se acercó a la cabaña.

—¡Hurra! Vamos rápido, Rostov. Lo he encontrado, a veinte pasos de aquí hay una taberna y se está muy bien. Y María Guénrijovna está allí.

María Guénrijovna era la esposa del doctor del regimiento, una alemana joven y bonita con la que se había casado en Polonia.

El doctor, bien porque careciera de recursos o bien porque recién casado no pudiera separarse de su joven esposa, la llevaba dondequiera que fuese por el regimiento de húsares y sus celos se habían convertido en un habitual motivo de bromas entre los oficiales.

Rostov, doblemente contento por separarse de su interlocutor inclinado hacia su rostro y por la posibilidad de secarse, fue con Ilin caminando entre los charcos, bajo la lluvia torrencial, en la oscuridad de la tarde iluminada de vez en cuando por los relámpagos.

—¿Dónde vais? —preguntó Zdrżinski.

—A la taberna. —Y Ilin y Rostov se echaron a correr escurriéndose en los charcos.

—¿Dónde estás, Rostov?

—Aquí. ¡Menudo relámpago! —comentaban entre sí.

En la taberna, frente a la que se encontraba la kibitka del doctor, había unos doce oficiales de los dos escuadrones. Algunos jugaban a las cartas en una esquina pero la mayoría estaban sentados alrededor de la sonriente, bonita y sonrojada María Guénrijovna vestida con blusa y cofia de dormir. Su marido el doctor dormía detrás de ella sobre un ancho banco. Rostov e Ilin, cuando entraron en la sala, fueron recibidos con una carcajada. Venían chorreando.

María Guénrijovna les dejó un rato su falda para que la pudieran usar como cortina y tras ella Rostov e Ilin, con ayuda de Lavrushka, que les había llevado el petate, se cambiaron de ropa y se secaron. Encendieron el fuego en una estufa rota, cogieron una tabla y la colocaron sobre dos asientos, la cubrieron con una gualdrapa, cogieron el pequeño samovar del doctor, un cofrecito y media botella de ron y pidiéndole a María Guénrijovna que hiciera los honores, todos se agolparon a su alrededor sonriendo. Alguien puso su capote bajo sus pies para librarlos de la humedad, alguien cubrió con su capa una ventana por la que entraba el viento, alguien espantaba las moscas del rostro de su marido para que no se despertara.

—Déjenle —decía María Guénrijovna sonriendo feliz—, de todas formas dormirá bien después de haber pasado la noche en vela.

—De ninguna manera, María Guénrijovna —respondió con una lúgubre sonrisa el oficial—, hay que atender al doctor. Puede ser que se apiade de mí cuando se ponga a cortarme un brazo o una pierna.

Solo había tres vasos y el samovar solo tenía capacidad para seis vasos, pero el té parecía fuerte porque estaba hecho de agua turbia de lluvia y era muy agradable recibirlo por turno y grado de las blancas manitas de María Guénrijovna. Todos los oficiales parecían realmente enamorados aquella noche de María Guénrijovna. Incluso los oficiales que jugaban en la esquina pronto abandonaron el juego y se trasladaron a donde estaba el samovar acatando la disposición general de cortejo a María Guénrijovna. Todos estaban muy contentos y María Guénrijovna estaba radiante de felicidad aunque intentara ocultarlo.

Solo había una cucharilla, azúcar había más que de ninguna otra cosa, pero no alcanzaban a removerlo, y por eso se decidió, a propuesta de Rostov, que era el principal instigador del cortejo a María Guénrijovna que ella removería el azúcar de todos. Rostov, al recibir su vaso, le echó algo de ron, pero no azúcar y le pidió a María Guénrijovna que se lo removiera.

—Pero si usted no se ha echado azúcar —dijo ella sin dejar de sonreír como si todo lo que dijeran ella y los demás fuera muy gracioso y tuviera un doble sentido.

—Sí, no me he echado azúcar, solo quiero que lo remueva con su manita. —María Guénrijovna accedió y se puso a buscar la cucharilla.

—Con el dedito, María Guénrijovna —dijo Nikolai—, así será aún mejor.

—Está caliente —dijo María Guénrijovna sonriendo aún más feliz. Al escuchar esto Ilin cogió un cubo con agua y echándole unas gotitas de ron le pidió a María Guénrijovna que lo removiera con su dedito.

—Esta es mi taza —decía él.

Después del té, Nikolai cogió las cartas de los jugadores y propuso jugar a los reyes con María Guénrijovna. Echaron a suertes quién sería el compañero de María Guénrijovna. A Rostov le dejaron jugar sin echarlo a suertes. Rostov propuso que el que se hiciera rey ganara el derecho a besar la mano de María Guénrijovna y aquel que se quedara en bellaco tuviera que ir a poner a calentar un nuevo samovar para cuando despertara el doctor.

—¿Y si María Guénrijovna es rey? —preguntó Ilin.

—Ella ya es reina. Y su palabra es ley.

Todos estaban muy alegres, pero a mitad del juego, por detrás de María Guénrijovna, se elevó la revuelta cabeza del doctor. Hacía ya tiempo que no dormía y estaba escuchando lo que se hablaba y evidentemente no encontraba nada de alegre, gracioso o divertido en todo lo que decían y hacían. Por su rostro parecía abatido y melancólico. Saludó a todos los oficiales, se rascó, les pidió que le dejaran salir y al volver informó a María Guénrijovna, que había dejado de sonreír tan felizmente, de que había dejado de llover y de que debían ir a dormir a la kibitka o de lo contrario les robarían todo.

—Mandaré a un ordenanza... a dos —dijo Rostov.

—Yo mismo me pondré de guardia —dijo Ilin.

—No, señores, ustedes están descansados y yo llevo dos noches sin dormir —dijo el doctor y se sentó lúgubremente junto a su esposa esperando a que terminaran de jugar. Los oficiales se sintieron aún alegres y muchos de ellos no podían contener la risa que intentaban ocultar apresuradamente con un falso pretexto.

La alegre, inofensiva e inmotivada risa, que no estaba provocada por el vino, dado que no había nada que beber esa tarde, estuvo sonando toda la noche hasta las tres de la mañana. Algunos estaban tumbados, pero no dormían, bien hablando entre sí, riéndose, recordando el susto del doctor o la alegría de la doctora o asustando al cornette con las cucarachas o representando cuadros vivos. El buen humor se había apoderado de esos jóvenes. Unas cuantas veces Nikolai se tapó la cabeza y quiso dormir, pero de nuevo un comentario hecho por alguien le distrajo y de nuevo se inició la conversación y de nuevo se echaron a reír como niños.

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