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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (144 page)

BOOK: Guerra y paz
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Sonia conocía la situación y sabía que por esa razón la condesa acariciaba en secreto la idea de casar a Nikolai con la princesa María, por lo que tan alegremente hacía gestiones para que se acondicionara una habitación para ella, siendo este plan de la condesa un nuevo motivo de angustia para Sonia. Ella se daba cuenta de ello y no pensaba en que deseaba casar lo antes posible a Natasha con Andréi, preferentemente para que después, por parentesco, ya no hubiera para Nikolai oportunidad de casarse con la princesa María. Sonia creía que quería eso solo por amor hacia Natasha y su amigo, pero lo deseaba con todas sus fuerzas, actuando astutamente como un felino para conseguir su objetivo.

—¿Qué hace mirándome, mademoiselle Sophie? —le dijo Andréi, sonriendo con su sonrisa bondadosa y doliente—. Está pensando en la analogía que existe con su amigo. Sí —continuó—. Solo que la condesa Natasha es un millón de veces más atractiva que esa aburrida marisabidilla de Corinne...

—No, no creo nada de eso. Pero pienso que para una mujer es muy difícil esperar el reconocimiento del hombre al que ama y contemplar sus vacilaciones y sus dudas.

—Pero, querida mademoiselle Sophie, hay razones, como las de lord Neville, que son más elevadas que la propia felicidad, ¿comprende?

—¿Yo? Quiero decir, ¿cómo comprenderle?

—¿Podría usted para hacer feliz a la persona a la que ama sacrificar la posesión que de él tenga?

—Sí, seguramente...

El príncipe Andréi alcanzó mediante un débil movimiento la carta de la princesa María que estaba sobre la mesita.

—¿Sabe usted? Me parece que mi pobre princesa María está enamorada de su primo. ¡Es una alma tan cristalina! No solo se la puede ver en persona, también en las cartas la veo. Usted no la conoce, mademoiselle Sophie.

Sonia enrojeció a causa del sufrimiento y dijo:

—No. Sin embargo empiezo a tener migraña —dijo y levantándose rápidamente, apenas conteniendo las lágrimas, salió de la habitación esquivando a Natasha.

—¿Qué, duerme?

—Sí. Fue corriendo al dormitorio y, sollozando, se dejó caer sobre la cama. «Sí, sí. Hay que hacerlo, es necesario para su felicidad, para la felicidad de la casa, de nuestra casa. ¿Y para qué si no, pues? No, yo no quiero para mí la felicidad. Hay que...»

Ese mismo día, en la casa todo empezó a moverse en torno al príncipe Andréi y el zaguán. Una enorme carreta principesca —en la que normalmente se desplazaba a la ciudad— y dos carretelas se acercaron a la entrada. De la carreta bajó la princesa María, Bourienne, la institutriz y Kolia. La princesa María, al ver a la condesa, enrojeció y aunque se trataba de su primer encuentro, se lanzó abiertamente a abrazarla y comenzó a sollozar.

—Estoy doblemente obligada ante usted: por Andréi y por mí —dijo.

—¡Hija mía! —dijo la condesa—. En los tiempos que corren, ¡qué felices son los que pueden ayudar a otros!

Iliá Andréevich besó la mano de la princesa y le presentó a Sonia.

—Es mi sobrina.

Pero la princesa María no hacía más que buscar inquietamente a alguien. Buscaba a Natasha.

—¿Y dónde está Natasha?

—Está con el príncipe Andréi —dijo Sonia.

La princesa sonrió y empalideció, mirando interrogativamente a la condesa. Pero a esa mirada que preguntaba si la pareja había reanudado su anterior relación, se le contestó con una sonrisa triste e incomprensible.

Natasha salió al encuentro de la princesa, casi igual de rauda, vivaz y alegre que antaño. Como a todos, Natasha sorprendió a la princesa por lo inesperado de su sencillez y encanto. La princesa la miró con ternura, aunque involuntariamente de manera escrutadora y la besó.

—La quiero y lo sé desde hace tiempo —dijo.

Natasha se turbó y en silencio se apartó y se ocupó de Koko, quien nada entendía salvo que ella, Natasha, era más alegre y agradable que los demás y por ello la quería más que a nadie.

—Se está recuperando totalmente —decía la condesa, acompañando a la princesa a la habitación del príncipe Andréi—. Pero usted, pobrecita mía, ¡cuánto ha sufrido!

—Ay, no puedo relatarle lo difícil que ha resultado esto —contestó la princesa María, todavía colorada y animada por el frío y la alegría. («No es en absoluto tan fea», pensó la condesa)—. Y su hijo me ha salvado con decisión no tanto de los franceses como de la desesperación.

Al decir esto, las lágrimas aparecieron en los maravillosos y radiantes ojos de la princesa María. La condesa comprendió que esas lágrimas se referían al amor que sentía por su hijo. «Sí, esa maravillosa criatura se convertirá en su esposa», pensó, y abrazó a la princesa María, llorando ambas con más alegría aún. Después sonrieron, enjugándose las lágrimas y disponiéndose a entrar en la habitación del príncipe Andréi.

Incorporándose sobre el sillón, sentado con su demacrado rostro, cambiante y culpable, el príncipe Andréi recibió a la princesa María con el rostro del pupilo que pide perdón y que promete que nunca más volverá a hacerlo, con la cara del hijo pródigo que vuelve. La princesa María lloraba besando su mano y le acercó a su hijo. Andréi no lloró, habló poco y solo resplandecía con su rostro transformado por la dicha. Habló poco de su padre y de su muerte. Siempre que abordaban ese recuerdo, trataban de silenciarlo. Resultaba demasiado duro hablar de ello. Ambos se dijeron: «Después, después». Y no sabían que después no hablarían nunca de ello. Solo había una cosa que la princesa María no podía dejar de contar: las últimas palabras que le había dicho su padre después de que ella en la noche anterior a su muerte hubiera estado sentada a su puerta sin atreverse a entrar: Él, el severo príncipe Nikolai Andréevich, le había dicho: «¿Por qué no entraste,
alma mía
? ¿Por qué,
alma mía
? ¡Lo pasé tan mal!».

El príncipe Andréi, tras oír esto, se giró temblándole la barbilla y cambió rápidamente de conversación. Preguntó por su marcha y por Nikolai Rostov.

—Parece un muchacho frívolo —dijo Andréi con un malicioso brillo en la mirada.

—¡Oh, no! —gritó temerosamente la princesa, como si le hubieran hecho algún daño físico—. Tenías que haberle visto como lo vi yo en esos horribles momentos. Únicamente una persona con un corazón de oro puede comportarse como él lo hizo. ¡Oh, no!

Los ojos del príncipe Andréi brillaron aún con más fulgor.

«Sí, sí. Hay, hay que hacerlo —pensó—. Sí. Esto es lo que queda en la vida, lo que lamentaba perder cuando era transportado. Sí, eso es. No la felicidad propia, sino la ajena.»

—¡Así que es un muchacho simpático! Bueno, me alegra mucho —dijo.

Llamaron a la princesa María a comer y salió de la habitación sintiendo que no había dicho lo más importante: no sabía de las actuales relaciones con Natasha, pero por algún motivo, como sintiéndose culpable, temía preguntar sobre ello. Después de la comida, su hermano la libró de esa tarea.

—Querida hermana, ¿te asombras, creo, de mi relación con Rostova?

—Sí, quisiera...

—Lo que pasó ya está olvidado. Soy un buscador al que han rechazado. Y no estoy apesadumbrado. Somos amigos y siempre lo seremos, pero ella nunca será para mí nada excepto una hermana pequeña. No sirvo para nada.

—¡Pero qué encantadora es, Andréi! Aunque lo comprendo —dijo la princesa María, pensando que el orgullo del príncipe Andréi no podía permitirle perdonarla por completo.

—Sí, sí —dijo el príncipe Andréi, respondiendo a sus pensamientos.

La vida en Tambov desde la llegada de la princesa María continuó con más alegría que antes.

Las noticias que llegaban del frente eran las más favorables: los dos jóvenes Rostov estaban ilesos; el mayor seguía en el regimiento y el menor, en el destacamento de partisanos de Denísov.

Únicamente el viejo Rostov, arruinado completamente por los acontecimientos de Moscú, estaba afligido y preocupado; escribía cartas a todos sus íntimos amigos pidiéndoles dinero y un puesto. Una vez, Sonia le sorprendió en el despacho sollozando sobre una carta ya escrita. «¡Sí, si eso funcionara!», pensó. Se encerró en sí misma y lloró largo rato. Hacia la tarde le escribió una carta a Nikolai en la que le enviaba el anillo, le libraba de su promesa y le rogaba pedir la mano de la princesa María, quien haría feliz a él y a toda su familia. Llevó la carca a la condesa, la dejó sobre la mesa y salió corriendo. La carta se envió con el siguiente correo con una añadidura por parte de la condesa con el mismo contenido.

—Permítame besar su magnánima mano —le dijo por la tarde el príncipe Andréi, y conversaron amigablemente largo rato sobre Natasha.

—¿Ha amado de verdad a alguien? —preguntó Andréi—. Sé que a mí nunca me amó en absoluto. Y a aquel, todavía menos. ¿Y antes a otros?

—Hay uno: Bezújov —dijo Sonia—. Pero ni ella misma lo sabe.

Esa misma tarde el príncipe Andréi contó en presencia de Natasha las noticias que había recibido de Bezújov. Natasha enrojeció. ¿Por qué podría pensar ella más en Bezújov que en otro? ¿O por qué, con su intuición, tenía la sensación de que la miraban al hablar de esto? Las noticias recibidas por el príncipe Andréi venían de parte de Poncini, quien junto con otros prisioneros fue conducido a Tambov. Al día siguiente, Andréi relató los rasgos de generosidad y bondad en Pierre a través de sus recuerdos y a través de lo que hablaba aquel prisionero. Sonia también habló de Pierre y la princesa María hizo lo mismo.

«¿Qué es lo que hacen conmigo? —pensó Natasha—. Porque algo están haciendo conmigo.» Y con inquietud, volvió la cabeza interrogativamente. Creía que ellos, Andréi y Sonia, eran sus mejores amigos y estaban haciendo algo por su bien.

Por la tarde el príncipe Andréi pidió a Natasha que cantase en la otra habitación. La princesa María tomó asiento para el acompañamiento. Hacía casi dos años que no empleaba su voz, como si hubiera estado conteniendo durante todo ese tiempo todo su encanto, y se desparramó con una fuerza y encanto tales que la princesa María se deshizo en lágrimas y todos anduvieron como locos, sintiéndose inesperadamente más cerca y cruzando palabras con embrollo. Al día siguiente se invitó a los prisioneros, de quienes todos quedaron admirados en Tambov, incluido Poncini. Dos de ellos, un general y un coronel, resultaron ser dos hombres rudos, que escupían por la habitación y no se desesperaban por besar a las condesas rusas. Había uno que le gustaba a todo el mundo: el fino, inteligente y melancólico Poncini, quien gustaba especialmente por no poder hablar sin lágrimas sobre Pierre. Al relatar la grandeza de su alma con el niño durante el cautiverio, la elocuencia italiana de Poncini llegó a tal punto, que fue inevitable caer rendido ante ella.

Finalmente llegó una carta de Pierre en la que decía que estaba vivo y que había salido de Moscú junto con los prisioneros.

Y Poncini, que tras confesar a Andréi la estima de Pierre, no cesaba de admirarse por el lance que le había conducido precisamente a esa persona, fue enviado a visitar a Natasha para transmitirle la declaración de amor, la cual ahora, cuando se había recibido la noticia de la muerte de Hélène, no podía tener consecuencias nocivas.

El viejo conde fue testigo de todo ello. Para él no fue motivo de alegría. Se sintió afligido y le resultó duro; sentía que con todo eso ya no era necesario y que ya había vivido su vida. Había cumplido su cometido: había tenido hijos, los había educado, se había arruinado... y ahora le hacían carantoñas y le compadecían, pero no le necesitaban.

XX

D
ESPUÉS
del ataque del enemigo sobre Moscú y de las acusaciones sobre Kutúzov, de la desesperación en San Petersburgo, de la indignación, de las frases heroicas y esperanzadoras, todo ello terminó al cruzar nuestras tropas Pajraia desde Tula hacia el camino de Kaluga.

El porqué los cronistas militares, y también todos los de este mundo, suponen que esa marcha de flanco (les gusta mucho esa palabra) es una maniobra muy profunda de pensamiento salvadora de Rusia y destructora de Napoleón, es algo muy difícil de entender para una persona que no cree todo a pies juntillas y que piensa con su cabeza. Podían haberse hecho más de cien pasos diferentes hacia las carreteras de Tula, Smolensk y Kaluga y el resultado hubiera sido el mismo. Exactamente igual, al aproximarse a Moscú el ánimo de las tropas de Napoleón hubiera estado ya muy bajo y hubiese caído aún más a causa de los incendios y del saqueo de la ciudad. Únicamente se habla de esto porque es complicado que la gente vea la totalidad de las causas que cambian los acontecimientos y, así, todo se quiere atribuir a las acciones de una sola persona, idéntica a mí. Y además esto crea al héroe que tanto amamos. Tenía que ser así y así ha sido.

Tras permanecer un mes en Moscú, Napoleón y cada hombre de sus tropas sentían con pesar que perecerían, y tratando de ocultar esa percepción, se retiraron apesadumbrados, hambrientos y harapientos. Un mes antes, en Borodinó, eran fuertes. Pero ahora, tras un mes de estar en tranquilas y cómodas casas con víveres en Moscú y en sus afueras, emprendían la retirada asustados. Resulta difícil creer que todo esto lo provocara la marcha de flanco sobre Krasnaya Pajra. Hubo otras causas, que no me pondré a enumerar, pero en consecuencia no expondré una insuficiente diciendo que es la única.

Después de la desolación en el ejército ruso y en San Peters

burgo, de nuevo se recobraron los ánimos. Comenzaron a salir con frecuencia de San Petersburgo correos, alemanes y generales de parte del zar para que pasaran unos días con las tropas. Kutúzov adulaba especialmente a estos huéspedes. El 3 de septiembre, cuando se le dijo a Kutúzov que los franceses se retiraban de Moscú, este aplaudió con lágrimas de alegría en los ojos, se santiguó y dijo:

—Obligaré a esos franceses a comer carne de caballo, como a los turcos.

Kutúzov repetía frecuentemente esa máxima. Pero le enviaron un plan de operaciones desde San Petersburgo con el que tenía que atacar con mucha astucia desde varias direcciones. Kutúzov, claro está, maravillado por el plan, se encontró con dificultades para ejecutarlo. Bennigsen dio cuenta al zar de que Kutúzov era una muchacha vestida de cosaco.

Bennigsen socavaba a Kutúzov, Kutúzov a Bennigsen, Ermólov a Konóvnitsyn, Konóvnitsyn a Toll, este de nuevo a Ermólov, Witzengerod a Bennigsen, etcétera, etcétera, con infinitas combinaciones y variaciones. Pero todos ellos vivían alegremente en las afueras de Tarutin con buenos cocineros y vinos, con cantores, música e incluso mujeres. Finalmente apareció el orgulloso Lauriston con una carta de Napoleón en la que se mostraba especialmente contento con ocasión de presentar sus profundos respetos al mariscal de campo. El príncipe Volkonski quiso recibirle, pero Lauriston se negó —le resultaba inferior— y exigió una audiencia con Kutúzov. Qué se le va a hacer, Kutúzov se puso las charreteras de Konóvnitsyn y le recibió. Los generales se agolparon alrededor. Todos temían que Kutúzov les traicionara. Pero Kutúzov, como siempre, postergó todo y también postergó lo de Lauriston y Napoleón se quedó sin respuesta.

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